miércoles, 28 de mayo de 2008

Capítulo C – Ciencia

... que ninguna ideología política puede ser más verdadera o más correcta que otra por motivos extrapolíticos (como los científicos, por ejemplo);

Cualquier tentativa de descalificar o calificar una opinión, por fuera del proceso político, lleva a la autocracia.


Si una ideología política que pudiera ser más verdadera o correcta que otra por motivos extrapolíticos, entonces no es necesaria la política. Basta con consultar el “oráculo”, quiere decir, la fuente de tales motivos para saber cual es la mejor ideología (y escoger la verdadera eliminando la falsa; o quedarse con la correcta descartando la errada). Para la democracia, sin embargo, tal fuente no existe; o, si existe, no es de su incumbencia. Crea en lo que quisiere, quien quiera. La política (democrática) lidia con opiniones que transitan en el interior del proceso político y no con creencias que priman sobre (o yacen abajo) de ese proceso.
La democracia no quiere saber si arriba, rebajo o por detrás de una opinión existe una ideología verdadera o correcta. Dado que expresa la gana política de un individuo, la opinión, independientemente de sus motivaciones – como la visión de mundo que la sostiene o en el entorno donde la cual ella tiene sentido –, debe ser considerada. Si tal opinión expresa la voluntad política colectiva, entonces debe proceder. No importa para nada el proceso democrático, por ejemplo, si la opinión que prevaleció en la discusión sobre la enseñanza del darwinismo en las escuelas salió de la cabeza de un creacionista del interior de Nebraska o de Richard Dawkins. El foco de la democracia es el proceso por lo cual se forma la voluntad política colectiva y no el origen o la naturaleza de las propuestas que expresa, en cada momento, esa voluntad. Cualquier cosa diferente de eso, cualquier tentativa de descalificar o calificar una opinión, por fuera del proceso político, con base en la aceptación o en el rechazo de un conjunto de creencias o de conocimientos, lleva a la autocracia, no a la democracia. Aunque la fuente sea la ciencia. Si por caso una propuesta que atente contra conocimientos científicos universalmente aceptados, cabe al proceso político evidenciar su inconsistencia; o no. En la democracia no puede haber un “tribunal epistemológico” ni una “aduana ideológica” determinando que ideas deben ser consideradas o tener tráfico libre.
La democracia no está contra cualquier convicción – religiosa, filosófica, científica o técnica –sólo que no puede aceptar que, con en base esa convicción, se tome un atajo para evitar el proceso político de interacción y polinización mutua de las diversas opiniones presentadas al debate.
Es significativo el hecho de que no conociéramos el “padre” de la democracia, que no haya un fundador o una escritura de referencia. Es significativo el hecho de que no exista un inventor de la utopía democrática (y más aún, como veremos en el último capítulo, el hecho de la democracia no sea una utopía). Aunque los atenienses veneraran a Solón como fundador de la democracia – no sin alguna razón, pues la legislación de Solón, en 594, abolió la servidumbre por deudas (cosa que los romanos sólo fueron hacer en 326), sin la cual no seria viable la igualdad básica de los ciudadanos que, tal vez, haya preparado terreno para el advenimiento de la democracia – eso no significa que él fuera de hecho un fundador, en el sentido de codificador de una doctrina o elaborador de una utopía.
Está claro que, después, hubo gente, como Platón, intentando construir una leyenda, urdiendo un mito en torno a la figura de Solón. Según tal mito – narrado en el “Timeo” – Solón habría recibido algún tipo de iniciación de los sacerdotes egipcios, tomando conocimiento de lo que había ocurrido en tiempos ancestrales, nueve milenios antes, en una supuesta “edad de oro” de Grecia que, no por casualidad, se regía aquella época por un sistema autocrático, basado en una sociedad de castas, régimen tan excelente que fue por medio de él que, según el filósofo insinúa, logró resistir a las embestidas militares de la legendaria Atlántida, preservando la civilización helênica.
Para Platón, era una cuestión de sustituir el papel desempeñado por la democracia, en los enfrentamientos reales con los persas, por el papel de la autocracia, en un imaginario enfrentamiento con la Atlántida. Se trataba de sustituir los fundamentos (contingentes) de la democracia griega por fundamentos (necesarios) de la autocracia proyectada por él (Platón) en su República. Ocurre que Solón no restableció, en la Atenas de su época, el sistema autocrático ancestral de castas; en vez de eso, abolió la servidumbre por deudas. Y no porque no pudiera poner en práctica los conocimientos esotéricos que recibió de los sacerdotes egipcios, en virtud, como argumenta Platón, de haber encontrado, en su vuelta a Atenas, “sediciones y otros males” (que ocurren supuestamente en un régimen político imperfecto), pero, como explicó con más honestidad Aristóteles, para restaurar la estabilidad social estableciendo un mínimo de justicia, a la vez que los pobres de la Ática se habían transformado en esclavos de los ricos con base en una legislación que daba a los acreedores el poder de imponer la servidumbre a los deudores que no consiguieran saldar sus deudas. Sobre eso, I. F. Stone observó, con argucia, que “se Solón hubiere gustado de lo que cambia desde Egipto, ese sistema [de servidumbre] sería un medio oportuno de instituir en la Ática la esclavitud por deudas que había entre los egipcios” (1).
La tentativa de Platón es ejemplar pues revela una cierta metodología o una cierta “ingeniería” ideológica de la autocratización: a) crease un mito (en la Antigüedad, casi siempre basado en un núcleo de contenido esotérico, transmitido sacerdotalmente en iniciaciones a las cuáles sólo tienen acceso algunos escogidos – entre los cuales el fundador, el conductor, lo guía); b) el papel de ese mito es modificar el pasado para justificar un nuevo camino para el futuro; c) se proyecta entonces un futuro que sería el desdoblamiento natural de ese pasado modificado, delineando el camino verdadero y correcto, de lo cual los hombres se alejaron en virtud de sus pecados o faltas y de los fallos del sistema que erigieron olvidándose de su origen virtuoso o renegando de ella; d) luego, el futuro glorioso será aquel hacia el cual caminaremos guiados por la utopía que expresa un fin que no es más que el rescate y consumación del propio origen (Kraus). El esquema es recurrente, se trate de la utopía platónica de restaurar la edad de oro de la civilización helénica, se trate de la utopía socialista de recuperar, una sociedad sin clases del futuro, el comunismo primitivo.
Solón, sin embargo, si bien puede haber desempeñado un papel fundamental para la invención de la democracia griega, no fundó camino alguno, no enunció ninguna utopía, ni teorizó siquiera una línea sobre la democracia. Clístenes o Pericles o Temístocles, los tres exponentes más conocidos de la democracia griega, no fueron fundadores de escuelas de pensamiento, ni utopistas. Por lo que se sabe, ellos no intentaron justificar la excelencia de la democracia empleando semejante mecanismo más verdadero o más correcto.
¿Entonces, si lo que Platón estaba intentando hacer era validar una ideología política como más verdadera o más correcta que otra por motivos extrapolíticos? En este caso, los motivos usados por él eran, si se puede decir así, filosóficos; o, más propiamente, teosóficos. Dos mil y quinientos años después, sin embargo, surgieron nuevos “Platones” presentando motivos científicos para hacer exactamente lo mismo.
Así como el esoterismo religioso o teosófico es, vía de regla, autocrática, el elogio de la meritocracia que ocurrió en el occidente, en los monasterios católicos y, después, a partir del final del primer milenio, en las universidades, también se instauró, no es raro, en una corriente autocratizante al atribuir, directa o indirectamente, al saber académico, una condición superior que establece – top down – un orden para la sociedad.
Nada en contra de la valorización del conocimiento científico. Pero ocurre que, desde punto de vista de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto), la valorización del saber no siempre es buena en términos democráticos. No es buena cuando desvaloriza la opinión en relación al saber. Y es un hecho que cualquier sistema basado en meritocracia (como la tecnocracia), aún cuando no lo pretenda, acaba desvalorizando la opinión en relación al saber (como veremos en el próximo capítulo) y acaba instituyendo motivos extrapolíticos – no es raro que se presenten como científicos – para validar determinadas ideologías políticas como más verdaderas o más correctas que otras (2).
Platón, sobre todo en el diálogo “El Político”, nos ofrece un ejemplo perfecto de la consideración de la política como una ciencia – a ser ejercida por un hombre de ciencia, aquel que sabe y, por eso, puede mandar – desemboca necesariamente en la autocracia. Su tesis central es que solamente la ciencia puede definir al político. Se trata, como observó con argucia Cornelius Castoriadis (1986), de una “denegación de la capacidad de dirigirse de los individuos que componen la sociedad” (3).
Para Platón, el político verdadero es el hombre majestuoso, o el hombre que posee la ciencia majestuosa de la tejeduría, por la cual, realizando “el más excelente y el más magnífico de todos los tejidos, involucra, en cada ciudad, todo el pueblo, esclavos y hombres libros, los aprieta juntos en su trama y, asegurando a la ciudad, sin ausencia ni carencias, toda la felicidad de que ella puede gozar, ella manda y ella dirige...” (4).
Para Platón “no es la ley, sino la ciencia la que debe prevalecer en la ciudad. Esa ciencia es poseída por el político, y nunca puede ser depositada adecuadamente en o representada por leyes” (5).
Finalmente, la política es una ciencia, una episteme en el sentido fuerte del término. Los gobernantes que poseen tal ciencia, como decía el himno del Partido Comunista de la ex-República Democrática de Alemania, tienen siempre, tienen siempre, tienen siempre razón, “quieran actuar de acuerdo con las leyes, o contra las leyes y quieran ellos gobernar sujetos que acuerden o no en ser gobernados, y así gobernados” (6). Y no “sólo contra las leyes, también puede matar o exilar ciudadanos, una vez que actúa buena suerte, para el bien de la ciudad, una vez que tiene el saber, por lo tantosabe lo que bueno es para la ciudad. Eso realmente – remata Castoriadis – es la legitimación del poder absoluto, es el secretario del Partido Comunista que sabe lo que es bueno para la clase trabajadora” (7).
El adviento de una ciencia política acabó, en cierto modo, reforzando el prejuicio contra la opinión. No es que no pueda (y no deba) existir una ciencia del estudio de la política. Lo que no puede existir – para la democracia – es una política científica. Si existiera, stricto sensu, una ciencia política, los que poseyeran tal ciencia tendrían ventajas (o a ellos acabarían siendo atribuidas ventajas) en el proceso político. En la elección democrática quien debiera redactar una propuesta o quien debiera coordinar su implantación, por ejemplo, un científico político sería considerado – por motivos extrapolíticos – más apto para la tarea que un ex-metalúrgico.
Ora, si la política fuera una ciencia, los científicos políticos tendrían, en relación a las tareas políticas, más condiciones de ejercerlas que los legos (los no-científicos). Eso llevaría, en el límite, al gobierno de los sabios de Platón, profundizando la separación entre sabios e ignorantes que está en la raíz del poder autocrático.
Todo indica – felizmente – que la política no es exactamente una ciencia y sí algo más parecido con “un arte” y la primera evidencia de eso es que la política sería una ciencia de los mejores actores políticos, aquellos que se destacan por su capacidad de articulación, serían los científicos políticos, lo que no ocurre. Por el contrario, los atributos del político son de otra naturaleza: permanente atención para captar movimientos sutiles de opinión de los demás actores políticos; aguda capacidad para reaccionar en el tiempo correcto (no antes, ni después: la noción de “timing” está entre las principales virtudes del actor político); y habilidad para desplazarse en terrenos pantanosos y para hallar camino en medio del berenjenal (o sea, requiere una especie de brújula interior, que asegure que el rumbo no se perdida).
En suma, la política es una actividad que cuenta con recursos que nunca pueden ser totalmente explicitados (y adquiridos) por el estudio de la política. Por ejemplo, en algunas situaciones el actor político debe avanzar; en otras, debe retroceder; y en otras, aún, debe quedarse totalmente inmutable, pero difícilmente se puede elaborar una metodología o un manual que indique cuando se debe tomar cada una de esas actitudes.
Hay un sentido de flujo o reflujo que debe ser percibido por el actor político y esa percepción en general no está en el nivel de la conciencia: es el “glance” (el “golpe de vista”), es el “blink” (aquella “decisión en un parpadear de ojos” que puede ser más valiosa que una orientación madurada al largo de meses de estudio). Finalmente, la política requiere la capacidad creativa, ya aventurada por Heráclito, hace más de 2.500 años, de esperar lo inesperado – sí, en la política democrática los desenlaces están siempre abiertos – para poder encontrar lo inesperado, quiere decir, para conseguir configurar e insertarse en aquella situación única, inédita y favorable a la realización de un proyecto (8).
Diferentemente de varias disciplinas, cuyos contenidos pueden ser incautados por medio de procesos pedagógicos formales, la política requiere otros tipos de esfuerzos de aprendizaje. Gran parte de los llamados científicos políticos – lo mismo que los que coleccionan títulos académicos de “máster”, doctorado y post-doctorado – no conseguiría dirigir a buen puerto una organización bien simple frente a una variedad de opiniones e intereses conflictuantes. Eso para no hablar de desafíos políticos más complejos, como el de articular la elaboración colectiva de un proyecto en un ambiente hostil o el de aprobarlo en una instancia en que sus ideas básicas son francamente minoritarias. Y es muy bueno para la democracia que sea así.

Indicaciones de lectura

Se recomienda vivamente la lectura del maravilloso libro del viejo periodista Isidor Feinstein Stone (I. F. Stone, como se conoce a partir de 1937), titulado “El juicio de Sócrates” ("The trial of Socrates". New York: Anchor Books, 1988), editado en Brasil por la Compañía de las Letras en 1988 y hace dos años reeditado en versión económica. Stone falleció en junio de 1989 y no llegó a ver la repercusión de su excelente trabajo.
En la misma línea, no se puede dejar de leer la serie de seminarios de Cornelius Castoriadis, dictados entre 19 de febrero y 30 de abril de 1986, publicados póstumamente, en 1999, bajo el título “Sobre ‘El Político’ de Platón” (9).
Es imposible dejar de leer el clásico discurso de Max Weber, intitulado: “Política como vocación” (o Política “como profesión”: “Politik als Beruf”), que contiene conferencias proferidas por Weber, en la Universidad de Múnich – en verdad, en la Asociación de los Estudiantes Libres – en el invierno de la Revolución de 1918-1919.
Para quien está interesado en el estatuto sorprendente de la política vale la pena leer tres libritos estimulantes, que jamás serían recomendados en un curso de ciencia política (lo que, de hecho, sólo confirma los comentarios de este capítulo): Roger von Oech: Espere el inesperado o usted no lo encontrará: una herramienta de creatividad basada en la ancestral sabiduría de Heráclito (2001); William Dugan: El chasquido de Napoleón: el secreto de la estrategia (2002); y, Malcolm Gladwell: Blink: la decisión en un parpadear de ojos (2005).

Notas

(1) Cf. Stone, I, F. (1988). El juicio de Sócrates. São Paulo: Compañía de las Letras, 2005.
(2) A partir de la segunda mitad del siglo XX las universidades (y las escuelas de bachillerato y fundamental donde dan clases los licenciados por las universidades) se transformaron, en las llamadas áreas humanas y sociales y en sus disciplinas, en algunos casos, en especies de “madrasas” laicas. Sobre todo después de Gramsci, esas instituciones pasaron a ser abordadas (y ocupadas) como aparatos ideológicos del Estado en los que (y a partir de los cuáles) sería necesario ganar hegemonía. Y de hecho hubo, en esas áreas consideradas, sobre todo en Brasil, pero también en varios otros países, la predominancia del "marxismo como profesión" y no sólo como profesión de (una especie de "religión laica" que fue adoptada en la academia), sino como un medio-de-vida también. Para prosperar en la carrera, ser acogido por la comunidad académica, no ser considerado reaccionario, conservador, retrógrado o derechista, un profesor debería alinearse a la ortodoxia marxista. Y así tres o cuatro generaciones de estudiantes fueron impregnados de ideología, contaminados por el “método científico o dialéctico de ver la realidad”. Pero, en especial, su incautación de la democracia fue ya deformada por la visión de que existirían dos democracias, en cierto sentido opuestas: la democracia burguesa, de las élites y representativa – mera forma de legitimación de la dominación de clase utilizada por los investigadores– y la democracia socialista, esa sí la verdadera democracia popular, pero que sólo podría ser instaurada con la victoria de las fuerzas progresistas sobre los conservadores, quiere decir, de la izquierda sobre la derecha, y que sólo se realizaría plenamente cuando el Estado fuera colocado a servicio de los dominados. Hasta hoy ese proceso de desconstituición de la idea de democracia continúa. La democracia es encarada como un mero expediente en la lucha contra el capital y contra los opresores del pueblo. Sirve como un instrumento del combate de los oprimidos, debiendo los combatientes tomar provecho de ella para llevar su lucha en libertad (libertad esa que debería ser negada a los que están en el poder cuando se invirtiera la correlación de fuerzas). No es por casualidad que frecuentemente encontramos, en los libros escolares, sórdidos relatos de la democracia griega, donde el énfasis está siempre colocado en el hecho de que Atenas había tenido, a cierta altura del periodo democrático, menos de cien mil hombres libres aptos a usufructuar su democracia, por cuanto eran sostenidos por cerca de doscientos mil esclavos que no tenían ningún derecho de participar de la vida política de la polis. Y por increíble que parezca hay aún quien subraye que, en Atenas de aquella época, las mujeres tampoco podían participar de la democracia (cosa que solamente ocurrió el siglo pasado en casi todo el mundo), para, así, insinuar el mensaje de que se trataba de un sistema imperfecto mismo, “probando” con eso que la democracia no puede realmente tener lugar en una sociedad de clases.
(3) Según Castoriadis, “se podría muy bien decir que la política es un saber hacer empírico. Y es preciso lo que quiso decir, de hecho. Empírico, no quiero decir un arte curativo, sino, finalmente, es algo que no puede, bajo ningún aspecto ser llamado como ciencia. Pero, el Extranjero [personaje del diálogo platónico “El Político”] dice que el político es el ton epistèmonon tis [uno de aquellos que poseen una ciencia], uno entre los sabios, pero los sabios de un saber correcto. “¿Cómo no?”, responde el joven Sócrates. Y está decidido: la política es una ciencia; y el político es aquel que posee esa ciencia. Esa sumersión falaciosa del político bajo la ciencia permitirá toda la secuencia del raciocinio de Platón”. Cf. Castoriadis, Cornelius (1986/1999). Sobre ‘El Político’ de Platón. São Paulo: Loyola, 2004.
(4) Platón. “Politique” in Oeuvres Completes, Tome Cinquième”. París: Garnier, 1950. (5)-(7) Cf. Castoriadis: op cit.
(8) Cf.: von Oech, Roger (2001). Espere el inesperado o usted no lo encontrará: una herramienta de creatividad basada en la ancestral sabiduría de Heráclito. Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 2003; Dugan, William (2002). El chasquido de Napoleón: el secreto de la estrategia. São Paulo: Francis, 2005; y Francis, 2005; y Gladwell, Malcolm (2005). Blink: la decisión en un parpadear de ojos. Río de Janeiro: Rocco, 2005.
(9) Castoriadis, Cornelius (1986/1999). Sobre ‘El Político’ de Platón. São Paulo: Loyola, 2004.

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