martes, 27 de mayo de 2008

Capítulo D | Opinión

... que los seres humanos son capaces de autoconducirse a partir de sus libres opiniones;


“La creencia democrática es la creencia en el hombre común... es la creencia en la capacidad de todas las personas para dirigir su propia vida”.
(John Dewey, 1939).
La democracia – en el sentido “fuerte” del concepto – es una apuesta a la capacidad política de los seres humanos de que se conduzcan por sí mismos, a partir de la libertad de proferir sus opiniones. Aquí está el centro, el corazón de la idea: la apuesta – basada en la acepción de la imprevisibilidad de la política – de que es mejor la libertad de opinión al orden del saber cuando se trata de regular los conflictos que surgen en la sociedad.
La democracia no desvaloriza la sabiduría tradicional (aunque gran parte de lo que así se pueda llamar sea autocrática). La democracia tampoco desvaloriza el saber filosófico, el saber (en el sentido de conocimiento) científico o el saber técnico (en todos los sentidos, inclusive en su sentido, más exacto, de know how). Lo que la democracia no puede hacer es desvalorizar la opinión (doxa) en relación a cualesquiera de esos saberes (sean episteme o techné).
Sin embargo, todas las cruzadas contra la democracia, de Platón a los tecnócratas contemporáneos, se concentraron en ese punto: la devaluación de la opinión.
El episodio entero del juicio a Sócrates – en el fondo, en el fondo – se refiere a eso. Sócrates ( Sócrates platónico, ese en particular en nada diverge de xenofóbico) desvaloriza la opinión (doxa) en relación al saber filosófico y, hoy sería posible decir, al conocimiento científico (episteme). Esa, de hecho, es la raíz más profundiza del desprecio platónico (y socrático) a la democracia, cuya síntesis podría ser descrita como libertad de opinión, valorización de la opinión y ejercicio de la opinión (en la plaza; i. e., en el espacio público). No la "opinión" del sabio o del técnico (sí, la doxa tiene una naturaleza diferente tanto de la episteme cuanto de la techné) y sí la opinión del hombre común.
“La democracia – como dijo John Dewey (1939) – es un modo de vida orientado por una fe práctica en las posibilidades de la naturaleza humana. La creencia en el hombre común es uno de los puntos familiares del credo democrático. Esta creencia carece de fundamento y de sentido salvo cuando significa una fe en las posibilidades de la naturaleza humana tal como se revela en cualquier ser humano, no importa cual sea su raza, color, sexo, nacimiento u origen familiar, ni su riqueza material o cultural… La creencia democrática es la creencia en la capacidad de todas las personas para dirigir su propia vida, libre de toda coerción e imposición por parte de los demás, siempre que estén dadas las debidas condiciones” (1).
Los griegos – los demócratas, por cierto, como Pericles, Temístocles, Protágoras, Polícrates o mismo Tersites (para citar un hombre del pueblo, si estuviera vivo por entonces), y no los que se posicionaban contra la democracia, como Sócrates y sus dos principales "biógrafos", Platón y Xenofonte; eso para no hablar de los discípulos golpistas de Sócrates, como Crítias y Alcebíades, que se hicieron dictadores – no querían saber nada con la política, al no ser los hombres comunes que vivan como seres políticos, es decir, que convivan entre iguales (isonomia) en una red pactada de conversaciones en que la libre opinión proferida (isegoria) es equitativamente valorada en principio (isologia). Ora, esa es la definición de democracia compatible con el sentido de la política como libertad, contra la cual, de hecho, militaba Platón.
La democracia está fundada en el principio de que los seres humanos se pueden autoconducir a partir de sus opiniones; de que es posible, al hombre común (como Tersites, citado arriba), esgrimir opiniones con Sócrates; de que Tersites puede tener razón y Sócrates no (vale la pena conferir – por cuanto inspirador – lo que Tersites afirma sobre Agemenón en el segundo libro de la Ilíada); de que a polis (no la Ciudad-Estado como en general se traduce, pero la koinomia, la comunidad política), frecuentemente podrá dar razón a un Térsites contra un Platón. Eso significa que – para la democracia – la razón política tiene una naturaleza diferente de la razón filosófica, científica o técnica; o sea, aquella calidad filosófica intrínseca que Platón, por la boca de Sócrates, atribuye a cualquier Teeteto, los demócratas la atribuyen, en términos políticos, a cualquier Tersites, detentor de una opinión que no puede ser desvalorizada en relación al saber: y esa es, de hecho, la razón por la cual, para la democracia, no puede haber ciencia política, a no ser, como venimos en el capítulo anterior, como ciencia del estudio de la política.
¿Por qué Sócrates fue condenado por la democracia griega? ¿No fue eso una señal de intolerancia? ¿No habrá sido un malentendido? La pena que le fue impuesta (de muerte), es inaceptable actualmente, por lo menos para buena parte de los que están convencidos de la democracia. ¿Pero, independientemente de la pena, la condena que recibió habría sido justa o injusta desde el punto de vista de la democracia?
Del punto de vista de la democracia se puede sostener que la condena fue justa. Sócrates fue condenado no por haberse comportado contra una u otra ley de Atenas, sino contra la propia constitución de la polís (no contra las leyes ordinarias de la ciudad, pero contra el fundamento sobre lo cual se constituía la koinomia, la comunidad política). Platón, Xenofonte y otros “biógrafos” cuentan que Sócrates fue acusado, entre otras cosas, de estar corrompiendo a la juventud. Sí, pero es preciso entender que tipo de corrupción él practicó.
La corrupción practicada por Sócrates, atestiguada por el comportamiento de sus discípulos como Critias, Cármides y Alcebíades – que inmediatamente se transformaron en sanguinarios adeptos de la autocracia –, estuvo contra la idea y la práctica de la democracia. Sócrates no creía en la divulgada libertad de expresión de los atenienses. Según él las opiniones de los hombres comunes no pasaban de doxa: “convicciones sin sustancia, pálidas sombras de la realidad, que no deben ser tomadas en serio y que sólo tendrían efecto de desencaminar la ciudad” (2).
Sócrates (aún el “Sócrates de Stone” – tan válido como cualquier otro Sócrates de algún “biógrafo” tardío, que intentó interpretar sus puntos de vista, como Libanio, por ejemplo), consideraba “absurdo que se incentivara la libre expresión de opiniones sin fundamento o aún irracionales, o que se fundamentara la política de la ciudad en una cuenta de cabezas, como quienes cuenta coles”. Por lo tanto, no creía en la democracia. Él no sólo pensaba así, pero podría haber declarado algo como:
“Creo, y ya lo dije muchas veces, que no debe el zapatero ir mas allá del zapato. No creo en la versatilidad. Recurro al zapatero cuando quiero zapatos y no ideas. Creo que el gobierno debe caber a aquellos que saben, y los otros deben, para su propio bien, seguir sus recomendaciones, tal como siguen las del médico” (3).
Coherentemente con esa visión (generalizada en los días de hoy, como muestran todas las investigaciones de opinión sobre la importancia y el significado de la democracia), Sócrates contribuyó a transformar jóvenes aristócratas en snobs pro-espartanos y aliados de los autócratas que dieron tres golpes en la democracia ateniense, derrumbándola sucesivamente en 411 y en 404 e intentando hacerlo nuevamente en 401 a. A. C., aboliendo por la fuerza la libertad de opinión. Crítias y Cáricles, sus discípulos, fueron miembros de la dictadura de los Treinta, que asesinó – según cuenta Xenofonte – 1.500 atenienses durante el corto periodo de ocho meses en que estuvieron en el poder (un “número casi superior” a lo de los que habían sido muertos por los espartanos durante los últimos diez años de la guerra del Peloponeso). No en otro, pero en tal contexto, cerca de tres años después del último de esos golpes de mano, es que Sócrates fue a juicio. Aún así, el resultado fue relativamente apretado (280 votos a favor de la condena y 220 a favor de la absolución), lo que muestra la inmensa tolerancia de los demócratas atenienses.
Hoy se puede decir – pero tal especulación no vale como método de investigación histórica – que Atenas habría salido fortalecida si hubiese absuelto a Sócrates en vez de condenarlo. Sin embargo, la condena de Sócrates no fue un malentendido. Los ciudadanos que reprobaron su comportamiento no estaban siendo intolerantes con la pluralidad de concepciones. Estaban intentando proteger su frágil invención original, la incipiente autonomía de su topia en medio de un mar de Ciudades- Estado jerárquicas, inmersas en utopías-míticas, su isla de libertad cercada de autocracias por doquier: la democracia!
Ese episodio coloca una cuestión relevante que persiste como actual: ¿cual es el grado de tolerancia que la democracia debe tener en relación a los enemigos de la democracia? ¿Hasta qué punto debemos dar libertad a los que quieren acabar con la libertad? ¿Hasta qué punto es posible convivir con los que parasitam la democracia con el propósito de abolirla o restringirla?
He ahí el punto. No es una cuestión fácil, que admita una respuesta general. Depende de las salvaguardas democráticas disponibles. Las salvaguardas atenienses, como vimos, no fueron capaces de proteger su democracia de dos golpes sucesivos, aplicados por defensores de ideas oligárquicas, que establecieron, en 411, la dictadura de los Cuatrocientos (que duró cuatro meses) y, en 404, la dictadura de los Treinta (que duró ocho meses). Las dos conspiraciones fueron apoyadas por la autocracia espartana – inclusive, la segunda, por fuerzas militares de Esparta – y contaron con gente del entorno de Sócrates. Fue así que en la tercera tentativa de golpe, en 401, los atenienses, vacunados ya contra los enemigos de la libertad, inmediatamente movilizaron todas sus fuerzas contra ellos y mataron sus jefes, alejando el peligro mas de un período de brutalidad y terror.
Las democracias actuales – los llamados Estados democráticos de derecho – tienen, por cierto, otros dispositivos de defensa, pero dejan a sus golpistas, que sus nuevos “Crítias” se aprovechen de la democracia, parasitándola, para, finalmente, abolirla o la restringirla; corren un serio riesgo. Pues que los autócratas y protodictadores de ahora se comportan básicamente como aquellos oligarcas golpistas de Atenas: se benefician de libertades que, una vez en el poder, niegan a sus opositores.
Floreció en los últimos tiempos, en el ámbito de la llamada ciencia política, una extraña teoría de las élites, según la cual la formulación de opiniones estaría al alcance sólo de algunos (de una élite). Es bueno analizar hasta que punto tal teoría no está comprometida con los fundamentos autocráticos del pensamiento platónico. De la creencia platónica en la superioridad de la epísteme (en la verdad, una ideología) no se puede deducir que la doxa (¿La buena doxa? ¿La orto-doxa?) sea privativa de una élite, ni aún en el sentido ampliado de "élite social". Esa idea es inaceptable desde el punto de vista democrático, aunque la democracia se constituye propiamente como un esfuerzo en establecer una igualdad de condiciones de concebir y proferir opiniones en el seno de la comunidad política (la comunidad política ya es la élite política; o sea, genéticamente, para la democracia, no puede haber una elite política superior, en algún sentido político, una comunidad política).
Platón, en “El Político”, usa un argumento deshonesto para descalificar la democracia ateniense, acusándola falsamente de someter a la decisión colectiva, por medio del debate político, asuntos de naturaleza técnica (como la medicina o la pilotaje naval, por ejemplo). El argumento es deshonesto porque él sabía que los demócratas griegos no procedían así. Vale la pena leer la opinión de Castoriadis (1986), que analizó el texto del “Político” en profundidad, sobre esa tentativa platónica de descalificar la democracia como régimen político basado en la opinión y no en el saber científico-técnico:
“La manera por la cual él (Platón) describe el régimen democrático ateniense... es una caricatura grotesca absolutamente inaceptable. Él lo presenta como si fuera un régimen que decide arbitrariamente sobre lo que es bueno o malo en la medicina, que designa por sorteo las personas que deben realizar las prescripciones y después les pide rendición de cuentas... Argumentación perfectamente inadmisible y deshonesta precisamente porque, en Atenas, aquello sobre lo que la ciudad decide no son los problemas, las cuestiones, los temas sobre los cuales existe un saber técnico. La ciudad decide sobre las leyes en general, o decide sobre los actos del gobierno, pero no hay leyes referentes al gobierno como actividad. Todo el paralelo hecho por Platón con el gobierno de un navío o con la actividad de un médico pretende presentar los demos ateniense decidiendo en su ignorancia lo que el capitán de un navío debe hacer imponiéndole que siga las prescripciones de los demos a ese respeto. Pero, eso jamás ocurrió en Atenas, no hay prescripciones referentes al gobierno como actividad. La actividad de los demos se refiere a puntos que no son técnicos. Y el propio Platón sabe de eso muy bien por haber discutido eso en el “Protágoras”, entre otros...” (4).
Platón no tuvo ningún pudor en partir de la más desenfadada difamación de la democracia, con base en una falsa alegación. Algo más importante debería estar en juego, para llevar al más importante filósofo de la Antigüedad a tal comportamiento, reprobable según sus propios valores. Tal vez él haya sido el primero a percibir el peligro contenido en un régimen basado en la libertad y en la valorización de la opinión, confirmando las hipótesis de que las raíces de nuestro pensamiento fueron roídas por la autocracia y de que, en el campo de las ideas, también se verifica la lucha constante de las vertientes autocráticas para cerrar la brecha abierta con el adviento de la democracia.
Pero el proceso de formación de la voluntad política colectiva (que constituye el core de la política), cuando democrático, tiene en cuenta la interacción de una variedad de opiniones (tanto informadas cuanto desinformadas por el saber filosófico, científico o técnico). La maravilla de la democracia, de hecho, reside en eso precisamente: en posibilitar la regulación sistemática de una complejidad de opiniones, de tal suerte que no se pueda decir, al final, de quien partió la idea resultante del proceso. O sea, la política (la política propiamente dicha, ex parte populis), tiene siempre un final abierto, es siempre imprevisible, no porque las élites cambien siempre de opinión sino porque nunca se puede saber de antemano para que dirección apuntará la resultante de millares de inputs provenientes de los que no integran “las élites”. Se ve que hay aquí, y no por casualidad, una clara semejanza con los procesos recientemente estudiados de inteligencia colectiva.
La cuestión de fondo ubicada en el párrafo anterior es la siguiente: ¿es imposible generar orden espontáneamente a partir de la interacción? ¿Siempre es necesita de alguien para conducir a los otros a partir de capacidades exteriores a aquellas que emergen de la interacción con los otros? Entre el sí y el no se separan los autócratas de los demócratas. El proceso espontáneo de surgimiento de liderazgos sugiere la respuesta no. Delante de una cuestión puesta para todos, siempre surge alguien – no necesariamente la misma persona en todas las ocasiones – que consigue captar la confianza colectiva y propone una solución que todos acaban siguiendo. Mucho más que eso, sin embargo. Existen juegos, que pueden ser aplicados científicamente (con todo el rigor exigido por el método experimental), que muestran que, en ciertas circunstancias, no surge tal persona que lidera. El colectivo como todo uno consigue coordinarse, por ejemplo, para dirigir una aeronave por medio de un programa computarizado de simulación de vuelo, a partir de comandos remotos sobre las direcciones básicas – alto, bajo, izquierda, derecha – que cada uno maneja individualmente. Eso es lo que llamamos de coordinación emergente. Es orden emergiendo espontáneamente.
Esa es la apuesta de la democracia; una apuesta, pues no puede probar que la resultante del entrechoque de múltiples opiniones que refrendan intereses distinguidos y, en muchos casos, contrarios, existentes en una sociedad donde se ejercita un proceso democrático de decisión, sea mejor, para el presente y para el futuro de aquella sociedad, que la decisión tomada por sólo algunas personas portadoras de conocimientos acumulados sobre la materia que está siendo objeto de discusión. La apuesta de que los seres humanos pueden conducirse a partir de sus libres opiniones – que define la democracia política como libertad de opinión contra la autocracia iluminada como orden de los sabios, como toda autocracia lo es en alguna medida – es una apuesta de que los seres humanos dejados a sí mismos sabrán formar colectivos convivenciales estables, no teniendo unos que asumir la tutela de otros, en nombre de su supuesto saber y en virtud de su efectivo poder, para regular heteronóminamente los conflictos; o sea, es una apuesta contra la inexorabilidad de la (autocrática) solución hobbesiana.
Desvalorizar la libertad de opinión, sustituyendo la imprevisibilidad de la política por la planificación calificada e informada por los portadores del saber, conduce a la autocracia. Pues donde no existe lugar para el acaso tampoco hay lugar para la libertad. Si existe siempre un plano director rigiendo todo, la libertad no pasa de una libertad de acordar – lo que niega la idea de libertad.

Indicaciones de lectura

Es indispensable releer (o continuar leyendo) el libro maravilloso del periodista Isidor Feinstein Stone ya indicado en el capítulo anterior. Y continuar estudiando la trascripción, también ya indicada en el capítulo anterior, de los seminarios sobre “El Político”, de Platón, dictados por Cornelius Castoriadis (en 1986).
Es bueno conocer también los estudios clásicos sobre la democracia griega: de Jones: Athenian Democracy (1957); de Walter Agard: What Democracy Meant to the Greeks (1965) y la traducción al el inglés del libro de Morgens Herman Hansen: The Athenian Democracy in the Actúa of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology (1991).
Y es importante leer – y releer, varias veces – dos textos de John Dewey: “Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante” (1939) que puede ser encontrado en el original “Creative Democracy: the task before us” in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy (existe una edición en español en Liberalismo y Acción Social y otros ensayos. Valencia: Alfons El Magnànim, 1996); y El público y sus problemas (1927), en el original: Dewey, John (1927). The Public and its Problems (existe edición en español: La opinión pública y sus problemas. Madrid: Morata, 2004).
Para quienquiera comenzar a construir una formación clásica democrática es necesario leer, por lo menos, tres diálogos de Platón (427-347): “La República”, “El Político” y Las “Leyes”. Y los dos libros de Aristóteles (383-322): “La Política” y La “Constitución de Atenas”. Sería recomendable leer también “Los Persas” (472) de Esquilo y “Las Suplicantes” (422) de Eurípedes. Una buena guía de lecturas clásicas sobre la democracia (que incluye parte de las indicaciones arriba y además de otras también pertinentes) puede ser encontrada a finales de la entrada Democracy, en el capítulo 16 del The Great Ideas: a Syntopicon of Great Books of the Western World, editado por Mortimer Adler y William Gorman: University of Chicago para la Encyclopaedia Britannica (1952).

Notas
(1) Cf. Dewey, John (1939). “Creative Democracy: the task before us” in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998.
(2) Cf. Stone, I, F. (1988). El juicio de Sócrates. São Paulo: Compañía de las Letras, 2005.
(3) Ídem.
(4). Cf. Castoriadis, Cornelius (1986/1999). Sobre ‘El Político’ de Platón. São Paulo: Loyola, 2004.

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