domingo, 8 de junio de 2008

Capítulo V | Democratización


... que es posible democratizar más – o radicalizar – la democracia, haciéndola más participativa (desde que existe la democracia representativa, considerada liberal);
“No hay cosa más radical que insistir en la articulación de métodos democráticos que sirvan como medios para efectuar cambios sociales radicales”. (John Dewey, 1937)

Radicalizar (en el sentido de democratizar) la democracia es materializarla en el sentido “fuerte” del concepto. En este sentido, la democracia debe ser tomada como el valor principal de la vida pública y todo – cualquier evento, cualquier propuesta – debe ser evaluado, medido y pesado, desde el punto de vista de la democracia. Ante de cualquier situación política, los demócratas siempre deben comenzar haciéndose la siguiente pregunta: ¿eso ayuda u obstaculiza el avance del proceso de democratización de la sociedad? El problema aquí es saber qué es lo que ayuda y qué es lo que entorpece el proceso de democratización de la sociedad. Para eso, antes que nada, es preciso ver si la propia política está siendo democratizada. Sólo una política democratizante puede contribuir a democratizar la sociedad. Enseguida es preciso conferir de qué modo el evento o propuesta en cuestión contribuye para reforzar o inhibir aquellas actitudes básicas frente a la historia, del saber y del poder que acompañan el patrón autocrático, por ejemplo, las actitudes míticas, sacerdotales y jerárquicas. Los sistemas sociales de dominación, caracterizados por la prevalencia de actitudes autocráticas ante la política, surgieron y se desarrollaron en consonancia con actitudes míticas ante la historia, sacerdotales ante el saber y jerárquicas ante el poder. Ese es un conocimiento importantísimo.
Sin embargo, sólo es posible democratizar (más, y cada vez más) la democracia mientras exista esa (reconocida imperfecta e insuficiente) democracia formal, con sus instituciones y procedimientos limitados al voto secreto, a las elecciones periódicas, a la alternancia de poder, a los derechos civiles y a la libertad de organización política, finalmente, al llamado Estado de derecho y al imperio de la ley. Es posible, sí, radicalizar la democracia, pero tal posibilidad existe en la exacta medida en que tales instituciones y procedimientos de la democracia liberal que no fueran corrompidos y degradados por la práctica de la política como una ‘continuación de la guerra por otros medios’ (la fórmula “inversa de Clausewitz”).
Nuevamente, es deber de los demócratas actuales reconocer una visión pionera de John Dewey al respeto, razón por la cual se justifica una extensa cita de tramos de su artículo titulado “La democracia es radical” (1937):
“Estados Unidos constituyen una excepción importante a la tesis según la cual, desde un punto de vista histórico, el nacimiento de la democracia respondía al interés de una clase industrial y comercial, aunque sea correcto que, en el proceso de formación de la constitución federal, esa clase hubiera cosechado más frutos de la revolución que aquellos que le correspondieran. No menos correcto es que conforme este grupo fue construyéndose como base del poder económico, se apoderó de cotas crecientes de poder político. Sin embargo es simple y plenamente falso que este país sea meramente una democracia capitalista, ni siquiera en términos políticos. La agitación que en estos momentos vive nuestro país representa algo más que la protesta de una nueva clase – llámese de proletariado o de cualquiera otra forma – contra una autocracia industrial firmemente instalada en el poder. Es más una manifestación del espíritu originario e inmemorial de la nación contra toda fuerza usurpadora y destructiva absolutamente extraña a la democracia. Este país nunca contó con un partido político “liberal” de tipo europeo, aunque durante las últimas campañas el Partido Republicano haya hecho que sus consignas se le parezcan mucho. Es por eso que los ataques que los líderes del partido lanzan sobre el liberalismo, considerándolo como una manifestación más de la amenaza roja, demuestra que, en Estados Unidos, el liberalismo cuenta con un origen, un marco sociocultural y una finalidad distinguidas.
Básicamente, se trata de un intento de poner en práctica las formas democráticas de vida, dándoles todo su sentido y su amplio ámbito de aplicación. Não há nenhuma razão concreta para tentar salvar o termo “liberal”. No hay ninguna razón práctica para intentar salvar el término "liberal". Sin embargo tenemos todas las razones para no permitir que, con las censuras practicadas al liberalismo, se pierdan de vista los métodos y las aspiraciones de la democracia. Ese peligro de eclipsar la democracia no se reduce a una mera cuestión teórica; es una cuestión urgente y práctica...
Defender la bandera del liberalismo en este país, independientemente de lo que el liberalismo llegó a significar en Europa, es tener el valor de insistir en la libertad de creencia, investigación, debate, reunión, educación y todo eso sobre la base de un método de inteligencia pública opuesto a las prácticas coercitivas cuyo ejercicio se defiende en nombre de la libertad fin de todo individuo. No es difícil percibir cierta hipocresía intelectual y una absoluta contradicción moral en el credo de todos aquellos que defienden la necesidad de que determinada clase social ejerza una dictadura, si bien temporal, cosa que también se puede constatar en la postura de los que proclaman que en el actual sistema económico reina la libertad de iniciativa y la igualdad de oportunidades.
No hay contradicción alguna entre la búsqueda de medios liberales y democráticos combinados con la defensa de fines socialmente radicales. Y no sólo no hay contradicción, sino que nada nos induce a pensar que sea posible alcanzar fines sociales radicales por medios que no sean liberales y democráticos. Ni la historia, ni la naturaleza humana, tienen razón alguna en defensa de esa posibilidad. Hay quien piense que los que están en el poder jamás lo abandonarán por motus propio, si no se los fuerza a hacerlo empleando un poder aún mayor, sin embargo esta idea sólo puede ser correctamente aplicada en el caso de los dictadores, los cuales pretenden actuar en nombre de las masas oprimidas, cuando lo correcto es que están haciendo uso del poder contra esas mismas masas. El fin de la democracia es, por sí mismo, de naturaleza radical. Pues se trata de un fin que jamás llegó a ser alcanzado en ningún país y en ninguna época. Es un fin radical por cuanto requiere grandes cambios en las instituciones existentes, en las instituciones sociales, económicas, legales y culturales. Cuando el liberalismo democrático no reconoce esos puntos, ni en la teoría, ni en la acción práctica, deja de ser consciente de su propio significado y de las exigencias que este impone.
Además, no hay cosa más radical que insistir en la articulación de métodos democráticos que sirvan como medios para efectuar cambios sociales radicales. Es así que no hablamos por hablar cuando calificamos de reaccionaria la posición que pretende imponerse por la superioridad de la fuerza física. Pues este es el método del que el mundo viene dependiendo hasta ahora, un método con lo cual el mundo vuelve a armarse para su perpetuación. Es fácil entender por qué los que conviven con las iniquidades y las tragedias cotidianas que caracterizan el actual sistema, por qué los que son conscientes de que, finalmente, contamos ya con los recursos necesarios para implantar un sistema que garantice la seguridad y la igualdad de oportunidades para todos, han de mostrar cierta impaciencia y ansíen acabar con el actual sistema, no importa cual sea el método. Sin embargo la obtención de los fines democráticos no puede divorciarse de la aplicación de los medios democráticos. Tenemos que acunar la esperanza de que el ideal democrático renazca y se cohesione en una amplia movilización. Sin embargo esta causa ya no alcanzará más que victorias parciales si no brotar de una verdadera confianza en nuestra naturaleza humana común y del poder de la acción voluntaria basada en una inteligencia pública y colectiva” (1).
Parece estar claro que no se pueden usar métodos autocráticos para alcanzar fines democráticos, es en contra esa (falsa) alternativa – desde el punto de vista de la democracia – que Dewey se revela. Es más o menos como prepararse para la guerra para alcanzar la paz: es obvio que si alguien se prepara la guerra tendrá más oportunidades de practicar la guerra, en la medida en que se organiza para tal fin; de la misma forma, si alguien se organiza autocraticamente estará “produciendo” autocracia, o sea, menos-democracia y no más-democracia. Apenas comparando, esa historia se asemeja a aquel cuento “caza bobos” difundido por las izquierdas, según el cual, en la transición socialista hacia el comunismo, se trata de reforzar el poder de Estado (como medio) para alcanzar el objetivo de su extinción (como fin) – como si fuera posible para alguien debilitar algo fortaleciéndolo.
Finalmente, la política democrática sólo puede ser democratizada si la hubiere Ante la falta de democracia (en el sentido “débil” del concepto) – es decir, la misma democracia representativa, aquella que se constituye como forma de legitimación de los gobiernos, pero que comprende el Estado de derecho y sus instituciones – no puede haber reproducción de cualquier proceso de innovación, de experimentación de nuevas formas de hacer política que den énfasis a la participación (realizando la democracia en el sentido “fuerte” del concepto). Quién esté en desacuerdo con eso de eso que intente radicalizar la democracia en China, en Corea del Norte, en Cuba o, aún, en Venezuela en los días que corren (y tendrá una exacta noción de lo que significan las expresiones imposibilidad o extrema dificultad).
Por lo tanto, no se puede luchar por una democracia más participativa desentendiéndose de la defensa de la democracia que existe realmente y de las instituciones del Estado de derecho. Y los demócratas no pueden desentenderse de participar de la vida política del país y de la localidad donde viven y de luchar por la democratización del viejo sistema político. La política es una actividad sobre las condiciones presentes. Si no debe mantenerse en esas condiciones (de lo contrario no habría oportunidad de cambio), tampoco se pueden ignorar las circunstancias en que vivimos, escapando del mundo y huyendo para el futuro. Existe un sistema político que funciona apenas (pero funciona) y que es el único que tenemos. Así, se trata de preservar sus elementos democráticos y avanzar en su democratización por todos los medios democráticos disponibles.
Además, los resultados de la democracia representativa, conocida como liberal, no son despreciables. Como señaló Robert Dahl (1998), “sería un error grave pedir demasiado de cualquier gobierno, aún de un gobierno democrático”, a la vez que, según él, “la democracia no puede asegurar que sus ciudadanos sean felices, prósperos, sabios, pacíficos o justos” (mezclando un poco virtudes distintas: ser pacífico, saludable o próspero son virtudes más sociales, podemos así decir, que dependen, en buena parte, del ambiente – de los patrones de convivencia – y que la política es la práctica predominantemente que permitió que se configurase, pero además, en lo que se refiere a la felicidad, sabiduría y sentido de justicia, todo eso también es influenciado por el ambiente sociopolítico). Dahl entonces argumenta que “alcanzar esos fines está mas allá de la capacidad de cualquier gobierno – incluyéndo un gobierno democrático” (2), lo que parece revelar que su apreciación de la democracia (claramente en el sentido “débil” del concepto) está muy conectada al sistema de gobierno y no al proceso de democratización de la sociedad, quiere decir, a la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) en lo cotidiano del ciudadano y en la base de la sociedad.
Pero, en “Sobre la democracia” (1998), Dahl destaca correctamente que:
“En la práctica, la democracia jamás correspondió a sus ideales. Como todas las tentativas anteriores de alcanzar un gobierno más democrático, las democracias modernas también sufren de muchos defectos. A pesar de sus fallos, no debemos perder de vista los beneficios que hacen más deseable a la democracia que a cualquier otra alternativa viable: la democracia ayuda a impedir los gobiernos de autócratas crueles y perversos; la democracia garantiza a los ciudadanos una serie de derechos fundamentales que los sistemas no-democráticos no proporcionan (ni pueden proporcionar); la democracia asegura a los ciudadanos una libertad individual más amplia que cualquier otra alternativa factible; la democracia ayuda a proteger los intereses fundamentales de las personas; sólo un gobierno democrático puede proporcionar la oportunidad máxima para que los individuos ejerciten la libertad de autodeterminación, o sea, que vivan bajo leyes de su propia elección; solamente un gobierno democrático puede proporcionar la oportunidad máxima del ejercicio de la responsabilidad moral; la democracia promueve el desarrollo humano más plenamente que cualquier alternativa factible; sólo un gobierno democrático puede promover un grado relativamente alto de igualdad política; las modernas democracias representativas no luchan entre sí; y los países con gobiernos democráticos tienden a ser más prósperos que los países con gobiernos no-democráticos” (3).
Así como Robert Dahl, otros numerosos teóricos contemporáneos han hecho un esfuerzo considerable para mostrar que –a pesar de todas sus imperfecciones - la democracia es una forma admirable de la regulación de los conflictos, a menudo se extienden esos elogios a las actuales instituciones políticas. Tal vez haya alguna confusión entre las virtudes de la democracia ideal y la democracia realmente existente, como si solamente por medio de las instituciones que tenemos – cuyos defectos deberíamos aceptar como una especie de etapa de aprendizaje en el proceso de democratización, más o menos en la línea de “es mejor eso que nada” – la democracia pudiera ir materializándose.
Parece haber aquí una historización indebida de una realidad política, basada en la presuposición – muchas veces no declarada – de que solamente así la democracia puede materializarse, quiere decir, por medio de un avance progresivo, en que el perfeccionamiento de las instituciones que materializan el ideal de libertad como autonomía (para usar una expresión de Rousseau) debe ser mirado siempre con mucho optimismo, siendo nuestro deber, casi un imperativo, perdonarles las heridas. Para corroborar esa actitud, en general se atribuye a Churchill la frase “La democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás formas que se hayan ensayado” (4).
Sin embargo, al proceder así, acabamos también reforzando algunos formatos históricos (las “reglas transitorias” que mencionamos en el capítulo r) reglas) que tienen poco que ver con la invención democrática. Ahora, la democracia no surgió por fuerza de ningún tipo de maduración histórica: fue pura invención, resultado de un acto voluntario y gratuito de la colectividad que descubrió – ¡váyase a saber cómo! – una manera de abrir una brecha en los sistemas autocráticos que vigentes hasta entonces. Después de la invención de los griegos – durante casi dos milenios – no hubo ningún adelanto histórico en la democracia que la ellos inventaron; por el contrario, hubo fuerte una regresión, que se desarrolló ampliamente hasta la reinvención democrática de los modernos. Ahora, sin embargo, se trata de cuestionar la democracia realmente existente, mostrando que los seres humanos pueden producir más que eso y poden, inclusive, cambiar las formas institucionales por las cuáles aún se establecen los regímenes democráticos en la actualidad.
Por otro lado, esa tentativa reiterada de intentar salvar del incendio las viejas y fallidas instituciones políticas tal vez se explique, por lo menos en parte, por la justa reacción de los demócratas, que se posicionaron en la defensa de las instituciones representativas (a pesar de sus múltiples defectos) delante de la actual embestida de ideales autocráticos disfrazadas de más-democráticas por cuanto se declaran favorables a la radicalización – en el sentido de democratización – de la democracia.
Con efecto, la cuestión de la democratización – o radicalización – de la democracia viene siendo enfocada de varias maneras los últimos años. Aunque, como venimos, la idea ya había sido presentada en la década de 1930 por el filósofo John Dewey, han prevalecido últimamente lecturas de teóricos oriundos de la tradición marxista (que, dígase lo que se quiera decir, nunca se dio muy bien, ni con el concepto, ni con la práctica de la democracia). Eso ha comprometido el desarrollo de alternativas de cambio de la política basadas en la democratización de la democracia.
Ya existe hoy una densa literatura sobre la radicalización de la democracia. Además de los herederos de la tradición no-democrática – a la cual, de hecho, no renunciaron – que intentan dar una vuelta de tuerca al tema, para dar un nuevo ropaje a las sus diatribas contra el neoliberalismo y la democracia burguesa, existe gente seria trabajando en este asunto (5).
Después de los griegos, tal vez todo (re)comience con Johannes Althusius (1577-1638), un importante teórico alemán que, en el libro “Política” (1603), presentó por primera vez una teoría amplia del federalismo (del latín foedus, convención), enraizada en el concepto de asociación simbiótica y en la idea del consenso. Como resaltó el profesor Daniel Elazar (2003), en el prefacio de la edición del libro publicado por el Liberty Fund, la “Política” de Althusius fue el primer libro en exponer una teoría amplia del republicanismo federal fundamentada en una visión consensuada de la sociedad humana... El libro presenta una teoría para la construcción de la forma de gobierno con base en una asociación política establecida por sus ciudadanos, a partir de asociaciones primarias entre ellos, basada en el consentimiento y no en la materialización del Estado e impuesto por un mandante o una élite” (6).
Según Althusius, “la política es el arte de unir a los hombres entre sí para establecer la vida social común, cultivarla y conservarla” (7). Juntamente con Spinoza (1670), que en su “Tratado teológico-político” intentó demostrar “que en un Estado libre se permite que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piensa” – estableciendo que el fin de la política es la libertad (y no el orden, como había afirmado Hobbes en 1651) – Johannes Althusius puede ser considerado uno de los principales pensadores que prepararon la reinvención democrática de los modernos.
Sobre la “Política”, Elazar hace una observación importantísima: “en la lucha por la dirección que debería tomar en la construcción de los estados europeos en el siglo XXVII, la visión de Althusius, que propugnaba una construcción con base en los principios federales – como asociaciones políticas compuestas –, perdió, para la visión de [Jean] Bodin [“Los Seis Libros de la Nación (o de la República, o del Estado, o de la Commonweale finalmente)”, en 1576] y de los estatistas, que disputaban la materialización de Estados centralizados donde todos los poderes se concentraran en las manos de un rey coronado por la voluntad divina y que estuviera colocado al tope de la pirámide del poder o en un centro soberano. Aunque el pensamiento de Althusius haya contado con la divulgación de portavoces hasta fines de aquel siglo, después de eso desapareció de la principal corriente de la filosofía política. Restó a los americanos la invención del federalismo moderno con base en el individualismo y, así, la reitroducción de la idea del Estado como asociación política, en vez del Estado materializado – un producto listo y acabado – para lo cual se supone la existencia independiente del pueblo que lo constituye” (8).
Aunque, en términos científicos, no sea adecuado hacer ese tipo de “reingeniería” del pasado, especulando con la historia, en términos heurísticos tal vez sea útil suponer que si Althusius hubiera prevalecido en el lugar de Bodin, la política habría tomado otro camino en la modernidad y no estaríamos todavía aprisionados en la estimulante disyuntiva autocracia x democracia liberal.
El fondo de la cuestión – como sostiene Frederick Carney (2003), el traductor de la versión americana de la obra de Althusius – es saber donde reside la soberanía de la comunidad: “Jean Bodin, a quién Althusius debe muchas de las características de su sistema político, la atribuye al mandante. Althusius discuerda. Su posición... es que la soberanía es la vida simbiótica de la comunidad que toma forma en el ius regni, o en el derecho fundamental, o ley del reino... Por lo tanto, la soberanía reside en el cuerpo organizado de la comunidad, o sea, en los procesos simbióticos de ella” (9).
Esa idea de que la fuente de la soberanía no es ni el mandante, ni el individuo, pero que fluye de la comunicación (en el sentido de reparto o comunión) que ocurre en la comunidad, tal vez pueda constituir el principal fundamento para una nueva política que ahora comienza a surgir con la emergencia de las redes sociales. La nueva política democrática como modo de regulación (el “metabolismo”, la dinámica) compatible con la forma de organización, o mejor, con la topología distribuida (el “cuerpo”, la estructura) de las redes sociales, tiene a ver con esa noción de simbiosis de Althusius (para lo cual “el fundamento de toda asociación, sea privada o pública, es la vida simbiótica”, alterando radicalmente la comprensión, introducida por la ley medieval romana, de las diferencias entre lo público y lo privado). Ese último aspecto es vital para la reconstrucción de una nueva teoría del público adecuada la una visión radicalmente democrática. El público nace de la asociación, que depende del continuo consentimiento de los simbióticos o miembros, tiene génesis y se mantiene por medio de una convención (foedus, pactum) entre esos miembros (los simbióticos). Tal vez se puedan oír aquí los ecos, en el pasado, de la concepción de público intentada por John Dewey a finales de la década de 1920 (10).
Una lectura selectiva – hecha con obsesión– del primer capítulo del “Politica” de Althusius, titulado “De las Acepciones Generales de la Política” (en su edición de 1614, traducida para el inglés por Carney), puede dar una idea del fundamento que toma para la construcción de su teoría política:
“La política – escribe Althusius – es el arte de reunir los hombres para establecer una vida social común, cultivarla y conservarla. Por eso, es llamada de “simbiótica”. El tema de la política es, por lo tanto, la asociación (consociatio), en la cual los simbióticos [siymbiotici: aquellos que viven juntos], por intermedio de un pacto explícito o tácito, se obligan entre sí a la comunicación mutua de aquello que es necesario y útil para el ejercicio armónico de la vida social. El fin del hombre político “simbiótico” es la simbiosis santa, justa, provechosa y feliz, y una vida para la cual no falte nada de necesario o de útil. Para vivir esa vida, ningún hombre es autosuficiente o lo suficientemente provisto por la naturaleza... los esfuerzos y la diligencia de muchos hombres son indispensables... Los simbióticos son co-trabajadores que, unidos por la asociación y con vínculo de pacto, se comunican entre ellos aquello que es conveniente para una vida confortable de cuerpo y alma. En otras palabras, ellos son los participantes o compañeros de una vida en común. La comunicación mutua, o contrato común, involucra (1) bienes, (2) servicios y (3) derechos comunes (juramentos) por los cuáles las numerosas y varias necesidades de cada uno y de cada simbiosis se satisfacen, la auto-suficiencia y el mutualismo de la vida y de la sociedad humana se logran y la vida social se establece y de mantiene... Claramente, por su naturaleza gregaria, el hombre nació para cultivar la sociedad con los otros hombres, no para vivir solitario... Y así nació [con] la imposición de la comunicación de lo que es necesario y útil, lo que sólo puede ocurrir en la vida social y política... [pero] las causas eficientes de la asociación política son el consentimiento y el pacto entre los ciudadanos que se comunican.... La materia prima de la política son los preceptos de la comunicación para aquellos bienes, servicios y derechos que establecemos, cada uno justa y apropiadamente de acuerdo con sus posibilidades, para la simbiosis y el beneficio común de la vida social... Se dice que ningún hombre es capaz de, por sí sólo, vivir bien y con felicidad. La necesidad, por lo tanto, induce a la asociación; y la búsqueda de las cosas necesarias a la vida, que se adquieren y se comunican con la ayuda y la asistencia de asociados, la conserva. Por tal razón, es evidente que la comunidad, o asociación civil, existe por naturaleza, y que el hombre es, también por naturaleza, un animal civil que busca ávidamente de asociación” (11).
Elazar sugiere algunas líneas de investigación para rescatar aquellas bases del pensamiento de Althusius que serían capaces de fundamentar una política post-moderna; entre ellas: a) la idea del pactum (convención) como la única base para la organización política legítima (para Althusius, “la política, como tal, es completamente federal, que se basa en la unión y la comunicación, expresando la idea de simbiosis entre sus miembros... [en que] el reparto [es] su principio guía. La forma de gobierno, por lo tanto, es una asociación simbiótica concretizada por los cambios de comunicación”); b) la idea de soberanía atribuida al pueblo (“que hace de la buena forma de gobierno o de res publica o comunidad... un consociatio consociatiorum, compuesta de una universitas collegia”), en contraposición a la idea de Jean Bodin de soberanía indivisible, monolítica, atribuida al gobernante (el mandante autocrático) y abriendo un camino – añadimos aquí – tal vez un poco diferente de aquel que sería trillado por el federalismo americano 175 años después; c) la idea de piedad y justicia como cimientos necesarios para la sociedad civil, lo que tal vez pueda evocar la comprensión actual de que algún grado de capital social inicial (o de cooperativismo sistemático) sea necesario para el ejercicio de una política basada en la simbiosis; d) las raíces de la idea de una democracia más ampliada (“Althusius propone diferentes formas y alcances de participación en las diversas arenas del gobierno como posible modo de extender la participación a la vida pública de grupos hasta entonces privados de derechos civiles [como las mujeres, e. g.] y privilegios...)”; y) la idea de conexión simultánea y de división entre los dominios público y privado (alejándose de las “nociones clásicas de una polís que todo abarca para admitir la legitimidad en la esfera de la actividad privada que es constitucional por derecho, evitando entonces el totalitarismo”; sobre eso Elazar añade, con argucia, que “una de las ventajas de la época moderna fue la posibilidad de separar con más claridad las esferas públicas de las privadas, porque se trató de un periodo que fomentó una progresiva separación entre ellas. Eso ya no es más el caso, una vez en las tecnologías de las comunicaciones post-modernas se requiere más intercambios althusianas; lo que quiere decir que, como todo influencia todo, más distribución se hace necesaria”); y f) por último, la idea de Althusius de lo político como ámbito comunicativo creado ex parte populis (y su definición de política “como la ordenación efectiva de la comunicación (de bienes, servicios y derechos) [que] nos ofrece un punto de partida para el entendimiento de los fenómenos políticos englobados por la ciencia política contemporánea”) (11).
El trabajo sugerido por Elazar, por lo que se sasbe, aún está por hacerse. Pero no deja de ser asombroso verificar cómo una concepción tan innovadora pueda haber pasado desapercibida por los contemporáneos y por los posteriores a Johannes Althusius. Más asombroso aún es constatar cómo todo eso continúa siendo ignorado en el actual debate sobre la radicalización o democratización de la democracia.
La política althusiana como consociatio – y no como disputatio –, constituye un fundamento para la radicalización de la democracia entendida como camino en dirección la una democracia cooperativa: si el movimiento primordial de la política es asociarse al otro (tomándolo como posible compañero simbiótico) y no combatirlo o provenirse de él (como si fuera un potencial enemigo), entonces, en términos políticos, es la cooperación – y no la competición – que funda lo social. Ese, por lo tanto, puede ser un fundamento para la democracia cooperativa.
Por eso es que afirmamos que tal vez sea posible establecer – ex post, evidentemente – una línea coherente de pensamiento que conecte ese fundamento althusiano a las bases deweyanas y a las presuposiciónones maturanianas de la democracia cooperativa, como veremos en el Epílogo de este libro.
De cualquier modo, la obra más importante para reconstruir un pensamiento democrático radical maltrecho por las herencias y adherencias autocráticas de la tradición marxista, parece que sea el de John Dewey (1859-1952), no sin razón llamado el filósofo “de América”. Su idea de que los medios y los fines de la democracia son ineludiblemente inseparables, bastaría para desmontar buena parte de lo que se anda escribiendo hoy sobre la radicalización de la democracia con el objetivo de legitimar esquemas de poder, supuestamente populares, constituidos en contra de la democracia “de las élites”.
Hay un gran trabajo por delante. Los demócratas no deben renunciar a la tarea de, por un lado, mantener la defensa de las instituciones democráticas representativas y formales (de la democracia real) contra los ataques de los que quieren degradarla y, por otro lado, y al mismo tiempo, no deben soltarle la mano a la idea de construir una concepción de democracia radical como democracia política sin embargo basada en el ciudadano común, en su vida comunitaria – como, de hecho, quería Dewey.
Al establecer una línea coherente de pensamiento que conecte esa democracia deweyana a los fundamentos althusianos no se debe, sin embargo, caerse en la confusión entre libertad política y igualitarismo social (y aquí es Hannah Arendt quien nos viene a socorrer) y, sobre todo, no se debe sucumbir a la tentación, siempre presente, de subordinar la primera a la segunda.
Todas las ideas perversas de democracia que el pensamiento autoritario viene infundiendo y difundiendo son expresiones de esa subordinación. Por ejemplo, las ideas – ya analizadas en los capítulos precedentes de este libro – de que “democracia es hacer la voluntad del pueblo”, de que “los votos de la mayoría de la población están por encima de las decisiones de las instituciones democráticas cuando tales instituciones representan sólo las minorías”, de que “un gran líder identificado con el pueblo puede hacer más que las instituciones llenas de políticos controlados por las élites”, de que “no es un avance tener democracia si el pueblo pasa hambre” o de que “no es un avance tener democracia política si no es reducida la desigualdad social”.
En otras palabras, la crítica al viejo sistema político no debe abandonar la defensa de las instituciones representativas ante el actual regurgitamiento de ideas, manifiestas “de izquierda”, asociadas al populismo en sus diversas formas – remanentes o reflorescentes como un neopopulismo que parasita la democracia –, sobretodo en América Latina en estos años iniciales del siglo XXI, que vuelven a cuestionar la democracia burguesa clamando por una democracia más directa y participativa, pero entendiendo por eso la sustitución del sistema representativo legal por un sistema representativo informal, falsamente llamado de participativo pero, en la verdad, basado siempre en las disputas por los votos, asambleísta, adversarial, cercado por corporativismos y contaminado por la idea de conquista de hegemonía, en la base al “arte de la guerra” aún, si bien ahora – por falta de condiciones objetivas y subjetivas, nacionales e internacionales – se trata de una ‘guerra de posición’.
La llamada democracia deliberativa o participativa, tan divulgada por teóricos contemporáneos herederos de la tradición marxista, es – como regla – una democracia de baja intensidad, con alto grado de antagonismo, aniquiladora de la cooperación y de la confianza social (eg., de capital social), quiere decir, bloqueadora de la red social, cuando no asociada la nuevas formas de bandidismo (como el bandidismo de Estado) y de corrupción “altruista”, o sea, practicada en nombre de un ideal generoso y de una causa colectiva, pero justificándose en el respeto por la legalidad, por el Estado de derecho y, finalmente, por la propia democracia (burguesa), que se caracterizó, en el pasado, por estrategias de destrucción por la fuerza de las instituciones vigentes. Por estos días, en algunos países, tal desacato de la legalidad se mantuvo prácticamente intacto, sin embargo intercambiando la violencia revolucionaria (inviable en naciones complejas en las actuales condiciones del mundo occidental) por tal corrupción partidaria (esa sí fácilmente practicable, sobre todo cuando consigue mimetizar las formas de corrupción ya presentes endémicamente en la política tradicional).
Con efecto, viene floreciendo en los últimos años una literatura teórico-ideológica propagandística – y, por lo tanto, no muy confiable – sobre la democratización de la democracia, entendida esa expresión en el sentido de la introducción de formas de democracia participativa que, supuestamente, compondrían una fuerza contra-hegemónica a un “elitismo democrático” o la una imaginada “concepción hegemónica de la democracia como práctica restringida en la legitimación de los gobiernos”, como argumentan, por ejemplo, Leonardo Avritzer y Boaventura de Souza Santos (2002).Según esos autores, se trataba de iniciar una especie de nuevo movimiento social – apoyado por Estados que resuelven “abandonar prerrogativas de decisión en favor de instancias participativas” (léase: gobiernos de izquierda) – y articulado globalmente (posiblemente por articulaciones como el Foro Social Mundial), para constituir una fuerza contra-hegemónica que se oponga a la democracia “representativa elitista, [que] propone extender al resto del mundo el modelo de democracia liberal-representativa vigente en las sociedades del hemisferio norte, ignorando las experiencias y las discusiones originarias de los países del Sur en el debate sobre la democracia” (12).
Parece obvio que los que así argumentan aún están impregnados por una visión política heredera de la tradición autoritaria del pensamiento marxista, en su vertiente gramsciana, trabajando – como ellos propios declaran – con “el concepto de hegemonía como la capacidad económica, política, moral e intelectual de establecer una dirección dominante en la forma de abordaje de una determinada cuestión, en el caso la cuestión de la democracia” (13).
Se trata de una variante de la vieja visión – en el fondo, antidemocrática – que oponía una (imaginaria y, por lo tanto, inexistente) “democracia socialista” a la democracia “burguesa”, llamada ahora de democracia “elitista”. “En el caso del debate actual sobre la democracia eso implica [trabajar con] una concepción hegemónica y una concepción contra-hegemónica de democracia” – escriben los autores Avritzer y Santos, en una nota al pié del artículo “Para ampliar el cânone democrático” (recomendando al final: “Para el concepto de hegemonía de Gramsci”) (14). No es preciso decir nada más.
Como se puede percibir sin gran esfuerzo, nada de eso llevará a una nueva política democrática. Por el contrario. Democracias con alto grado de antagonismo, instrumentalizadas para servir de arena para embates ideológicos, en que la política es corrompida – y en alto grado – como “arte de la guerra”, no pueden ser consideradas como democracias radicales, ni aún, en rigor, como democracias. No hay una sólo experiencia en el mundo de florecimiento de procesos democráticos, libres y abiertos, positivos y creativos, que hayan sido inspirados por ideas como esas. Sin embargo, en todos los lugares donde se intentó ensayar tal concepción, a pretexto de sustituir o combatir una visión liberal de democracia, lo que venimos fue restricción a la libertad, privatización partidaria de la esfera pública e instalación de regímenes protodictatoriales, cuando no gobiernos dirigidos por líderes manipuladores que practican corrupción a alta escala (corrupción de Estado).
La visión liberal de democracia (en el sentido deweyano del término) no está al servicio de la dominación de las élites (expresión que ahora ocupa el lugar de la antigua burguesía). Y no se puede, en base a la idea de promover una lucha de clase a las élites, combatir también los mecanismos democráticos de las democracias que conocemos (que, de paso, son las únicas que existen, por lo menos como regímenes de gobierno) para colocar en su lugar mecanismos que son autocratizantes de la política. El sistema representativo, el Estado de derecho y las instituciones no pueden ser corrompidas y degenerados en nombre del combate a las élites neoliberales.
Ese combate ideologizado a las élites acaba justificando el sacrificio de los dispositivos representativos en nombre de supuestos dispositivos participativos (que, en la verdad, no lo son). Además, el gran enfrentamiento que atravesó en los últimos milenios fue lo que se dio (y continúa siendo) entre las tendencias de autocratización y de democratización de la política y no entre las supuestas democracia liberal (de las élites) y una democracia participativa (del pueblo).
Todo indica que una nueva política democrática debe asentarse sobre otras bases. Y que, sin transformar el “arte de la guerra” en el “arte de la política” (democrática), no puede haber ningún tipo de radicalización (en el sentido de democratización) de la democracia.
El problema de los ideólogos de la visión contra-hegemónica de la democracia participativa, contra la visión – supuestamente hegemónica – de democracia representativa de las élites, es la pobreza de sus propuestas. Ellos no avanzan en nada en términos de lo que constituiría esa nueva democracia, de cuáles serían sus presupuestos y fundamentos y de cuáles serían sus reglas. Y no avanzan en nada de eso simplemente porque no poden. Porque, digan lo que digan para vestir sus ideas anacrónicas con una ropaje actual, continúan gravitando en torno a la realpolitik, y de un realismo exacerbado por cuanto se trata aquí de destruir el enemigo de clase.
Aprisionados en este esquema amigo x enemigo, temen cualquier cosa que pueda parecer colaboracionismo con aquellos que deben ser destruidos. Por eso es por lo que muchos de ellos, no sólo reconociendo el conflicto (lo que sería correcto), pero –además de eso – adorando el conflicto (lo que ya es síntoma de una sociopatia), desconfían tanto de la idea de consenso. Con certeza porque no pueden aceptar la idea de cooperación, que desintegraría su esquema. Pero ese es el punto: la cooperación es, exactamente, el único fundamento capaz de permitir la construcción de una política democrática (en el sentido “fuerte” del concepto).
No es posible radicalizar la democracia en las autocracias. Eso es más o menos obvio. Lo que la presente reflexión puede añadir – y que está lejos de ser obvio – es que la política corrompida como “arte de la guerra” o como ‘continuación de la guerra por otros medios’ (la fórmula inversa de Clausewitz), a partir de cierto grado, también impide o dificulta al extremo a la democratización de la democracia (que es función directa, vamos a decir así, del grado de cooperatividad de la democracia o, inversamente, de su grado de antagonismo). Radicalizar la democracia es, así, hacerla más cooperativa o menos adversarial, como veremos en el próximo capítulo.

Indicaciones de lectura

Sobre la democracia liberal y las concepciones radicales de democracia es importante leer, “para variar”, John Dewey – todos sus escritos políticos, pero en especial “La democracia es radical” (1937) – y Hannah Arendt, sobre todo “Que es Libertad” (1954) y Sobre “la Revolución” (1963), así como John Ralwls: “El Liberalismo Político” (1993). También es necesario leer a Bobbio: “El futuro de la democracia: una defensa de las reglas del juego” (1984). Y, por último, Robert Dahl: “Sobre la democracia” (1998).
Para conocer un poco de lo que está siendo discutido últimamente bajo el título vaporoso de democracia ‘deliberativa’, vale la pena considerar (además de Dewey, que permanece intencionalmente ignorado por la mayoría de los nuevos ‘teóricos de la democracia no-convertidos a la democracia’): Gutman: Liberal Equality (1980) e Democratic Education (1987); Barber: Strong democracy: participatory politics for a New Age (1984); Burnheim: Is democracy possible? The alternative to electoral politics (1985); Fishkin: Democracy and deliberation (1991) y The voice of the people: public opinion and democracy (1997); Sunstein: The Partial Constitution (1993); Andrew Arato & Jean Cohen: Civil Society and Political Theory (1994); Hirst: Associative Democracy: new forms of social and economic governance (1994); Jürgen Habermas: Between Facts and Norms: Contributions to la Discourse Theory of Law and Democracy (1996); Bohman: Public Deliberation (1996); Budge: The new challenge of direct democracy (1996); Nino: The Constitution of Deliberative Democracy (1996); Chantal Mouffe: The return of the Political (1993) y The Democratic Paradox (2000); Walzer: On toleration (1997) y Joshua Cohen: Procedure and Substance in Deliberative Democracy (1996) y “Democracy and Liberty” (1998).

Notas

(1) Cf. Dewey, John (1937). “Democracy is Radical” in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998.
(2) Dahl, Robert (1998). Sobre la democracia. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(3) Ídem.
(4) La frase original, de donde salió la cita arriba, mil veces repetida y modificada, tal vez sea la siguiente: “Nadie pretende que la democracia sea perfecta o sin defecto. Se dice que la democracia es la peor forma de gobierno, salvo todas las otras formas que han sido experimentadas de tiempo en tiempo” (o, de forma más resumida: “Democracy is the worst form of government, except for all those other forms that have been tried from time to time”). La frase fue pronunciada en un discurso proferido en 11 de noviembre de 1947 en la Casa de los Comunes.
(5) Por ejemplo, la mayoría de los incluidos en la colección de Elster, Jon (1998). Deliberative democracy. Cambridge: Cambridge University Press, 1998. Y los citados en las indicaciones de lectura de arriba, como Jürgen Habermas; Andrew Arato y Jean Cohen; Joshua Cohen; y Chantal Mouffe. Ninguno de esos, sin embargo, aborda la cuestión del punto de vista de la democracia cooperativa, como se hace aquí o como tentativa de Axel Honneth (1998) en “Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”.
(6) Cf. Althusius, Johannes (1603). Política. Liberty Fund (2003). Río de Janeiro: Topbooks, s./d.
(7) Ídem.
(8) Apud Prefacio a lo Política de Althusius; ed. cit.
(9) Ídem.
(10) Cf. Dewey, John (1927). The Public and its Problems. Chicago: Gataway Books, 1946 (existe edición en español: La opinión pública y sus problemas. Madrid: Morata, 2004)
(11) Cf. Althusius, Johannes; ed. cit.
(12) Santos, Boaventura de Sousa (org.) (2002). Democratizar la democracia: los caminos de la democracia participativa. Río de Janeiro: Civilización Brasileña, 2002. (13) Ídem.
(14) Ídem-ídem.

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