jueves, 12 de junio de 2008

EPÍLOGO



“The idea of democracy is la wider and fuller idea than can be exemplified in the State even at its best. To be realized it must affect all modes of human association...”John Dewey (1927) in “The Public and its Problems”.

Se ha convertido en una costumbre hacer declaraciones en favor de una democracia más participativa, en que los ciudadanos puedan ejercer su poder de fiscalización, de proposición y de acción para mejorar sus condiciones de vida y de convivencia social y no sólo que sean llamados a votar periódicamente. Esa democracia más participativa sería una democracia radicalizada, en el sentido de más-democratizada.
Lo que tal vez todavía no se haya percibido claramente es que la democracia puede radicalizarse a nivel local, aún cuando, institucionalmente, en los países que la adoptan, permanezca aún circunscripta – bajo el influjo de las concepciones liberales – a las formas representativas conocidas de legitimación de los gobiernos.
En este libro, como el lector debe haber percibido, sostenemos la tesis de que la democracia, en el sentido “fuerte” del concepto (como sistema de convivencia o modo de vida comunitaria que, por medio de la política practicada ex parte populis, regula la estructura y la dinámica de la red social) depende de la existencia de la democracia en su sentido “débil” (como sistema representativo del gobierno popular); o sea, de que sin democracia liberal no puede haber democracia radical. En otras palabras, aquí sostenemos que sólo es posible radicalizar la democracia mientras existir esa democracia formal, de la cual siempre se dice – atribuyendo tal juicio Churchill – que es el peor régimen del mundo si se exceptúa a todos los otros. Y si esto es posible, sí, radicalizar la democracia, tal posibilidad existe en la exacta medida en que tales instituciones y procedimientos de democracia liberal que no fueran corrompidos y degradados por las prácticas de la política como una ‘continuación de la guerra por otros medios’ (la fórmula inversa de Clausewitz).
Cabría ver ahora que si puede radicalizar la democracia – no, por supuesto, inmediatamente en el ámbito de la política del Estado, sino en la base de la sociedad – eso tiende a ocurrir en las redes comunitarias, sobre todo en aquellas orientadas al desarrollo local. Y que esa democracia radicalizada – en el sentido de democratizada – es, necesariamente, una democracia cooperación.
Una argumentación más rigurosa, capaz de sostener esta hipótesis debería, como sugirió Axel Hooneth comentando la contribución de John Dewey a la teoría de la democracia, intentar abrir un nuevo camino entre el republicanismo de Hannah Arendt y el procedimentalismo de Jürgen Habermas, sin dejar de reconocer los aciertos de las críticas de esos pensadores a las formas liberales de democracia pero, también, sin satanizar a las concepciones que dan sustentación a la concepción liberal, descalificándolas de modo simplista (como parece estar en la moda en ciertos medios hoy día) como mero artificio de dominación de las élites (1). Debería mostrar que, de un punto de vista teórico, sin liberalismo político no podría ser ubicada, en sociedades complejas, la cuestión de la democratización de la democracia. Y que, de un punto de vista práctico, sin la democracia que conocemos (la verdadera democracia que se adoptan en los países contemporáneos; es decir, sin la democracia en su sentido “débil”) no se puede intentar radicalizar la democracia (o sea, ensayarla en su sentido “fuerte”), ni aún en ámbitos localizados de la sociedad civil.
Tal esfuerzo teórico implicaría un análisis de los fundamentos de la democracia y requeriría una revisión de sus supuestos. Pues dígase lo que se diga, no hay como negar que las concepciones de democracia que comparecen en el debate político contemporáneo están asentadas de supuestos socioantropológicos que, en general, permanecen ocultos. ¿Qué es lo que funda lo humano y o social? ¿El ser humano es competitivo o cooperativo? ¿Inherentemente o contingentemente? ¿Cómo estas preguntas no son, stricto sensu, objetos del estudio de la política, los pensadores políticos no suelen tratar de responderlas, lo que no significa que, los que teoricen sobre la democracia, no lo hagan a partir de las respuestas que tienen para ella, que (aunque, en general, que ellos mismos no sepan bien de donde vinieron) permanecen de algún modo en sus cabezas.
Sí, existen teorías de la competición (y de la cooperación) subsumidas en las teorías de la democracia, pero tales teorías raramente se explicitan. El biólogo chileno Humberto Maturana viene haciendo un esfuerzo, en los últimos veinte años, para abordar la cuestión de la democracia de un modo que no pasa el examen de sus hipótesis de cooperación. En “Amor y juego” (1993) escribió que la democracia es un sistema de convivencia “que solamente puede existir a través de las acciones propositivas que le dan origen, como una co-inspiración en una comunidad humana” por lo cual se generan acuerdos públicos entre personas libres e iguales en un proceso de conversación que, por su parte, sólo puede realizarse en la cooperación, a partir de la aceptación del otro como un libre y un igual (2).
Las consideraciones de Maturana sobre el papel de la cooperación en la base de lo social desembocan, ineludiblemente, en una teoría de democracia. La democracia sería, para él, un caso particular de cambio cultural, una brecha en el sistema de participación que surge como una ruptura súbita de las conversaciones jerárquicas, de autoridad y de dominación que definen todas las sociedades pertenecientes a ese sistema. Esa hipótesis de la “brecha” introducida en el modelo civilizacional patricarcal por la práctica de la política como libertad, es decir, de la invención de la democracia y de la radicalización de la democracia como “alargamiento de la brecha”, suministra, tal vez, la única base para explicar por qué pueden surgir sociedades de asociación de sociedades de dominación, o sea, por qué pueden surgir comunidades – compuestas por conexiones horizontales entre personas y grupos – y por qué tales comunidades pueden ser capaces de alterar la estructura y la dinámica que prevalece en las sociedades, jerárquicas y autocráticas, de dominación. Según Maturana:
"La democracia surge en la plaza de mercadeo de las Ciudades-Estado griegas, en el ágora, en la medida en que los ciudadanos hablaban entre sí acerca de los asuntos de su comunidad y como resultado de sus conversaciones sobre tales asuntos. Los ciudadanos griegos eran una comunidad patriarcal en el momento en que la democracia comenzó a surgir, de hecho, como un aspecto de la praxis de su vivir cotidiano... No cabe duda, de que todos ellos conocían y estaban personalmente preocupados por los asuntos de la comunidad acerca de los cuáles hablaban y discutían. De suerte que el hablar libremente sobre los asuntos de la comunidad en el ágora, como si se tratara de problemas comunes legítimamente accesibles a la evaluación de todos, con seguridad comenzó como un acontecimiento espontáneo y simple para los ciudadanos griegos.
Sin embargo, en la medida en que los ciudadanos griegos comenzaron a hablar de los asuntos de la comunidad como si estos fueran igualmente accesibles a todos, los asuntos de la comunidad se convirtieron en entidades que podían ser observados y sobre las que se podía actuar como si tuvieran existencia objetiva en un dominio independiente, es decir, como si fueran "públicos" y, por eso, no apropiables por el rey.
El encontrarse en el ágora o en la plaza del mercado, haciendo públicos los asuntos de la comunidad al conversar sobre ellos, llegó a convertirse en una manera cotidiana de vivir en algunas de las Ciudades-Estado griegas... Más aún, una vez que ese hábito de hacer públicos los asuntos de la comunidad se estableció, por medio de las conversaciones que los hacía públicos, de una manera que, constitutivamente, excluía estos asuntos de la apropiación del rey, el oficio de rey se hizo, de hecho, irrelevante e indeseable.
Como consecuencia, en algunas Ciudades-Estado griegas, los ciudadanos reconocieron esa manera de vivir por medio de un acto declaratorio que abolió la monarquía y la sustituyó por la participación directa de todos los ciudadanos en un gobierno que mantuvo la naturaleza pública de los asuntos de la comunidad, implícita ya en esa misma manera cotidiana de vivir; y eso ocurrió mediante una declaración que, como proceso, era parte de esa manera de vivir. En esa declaración, la democracia nació como una red pactada de conversaciones, que:
a) realizaba el Estado como un modo de convivencia comunitaria, en el que ninguna persona o grupo de personas podía apropierse de los asuntos de la comunidad, y que mantenía estos asuntos siempre visibles y accesibles al análisis, al examen, a la consideración, a la opinión y a la acción responsables de todos los ciudadanos que constituían la comunidad que era el Estado;
b) hacía de la tarea de decidir acerca de los diferentes asuntos del Estado responsabilidad directa o indirecta de todos los ciudadanos;
c) coordinaba las acciones que aseguraban que todas las tareas administrativas del Estado fueran asumidas transitoriamente, por medio de un proceso de elección, en lo cuál cada ciudadano tenía que participar, como un acto de fundamental responsabilidad" (3).
Para Maturana, "el hecho de que, en una Ciudad-Estado griega, como Atenas, ni todos sus habitantes fueran originalmente ciudadanos, sino que lo fueran solamente los propietarios de tierras, no altera la naturaleza fundamental del acuerdo de convivencia comunitaria democrática como una ruptura básica de las conversaciones autoritarias y jerárquicas de nuestra cultura patriarcal europea... Y el hecho de que democracia es, de hecho, una ruptura en la coherencia de las conversaciones patriarcales, aunque no las niegue completamente, se hace evidente, por un lado, en la lucha histórica por mantener la democracia, o por establecerla en nuevos lugares, contra un esfuerzo recurrente por reinstalar, en su totalidad, las conversaciones que constituyen el estado autoritario patriarcal y, por otro lado, en la gran lucha por ampliar el ámbito de la ciudadanía y, por lo tanto, la participación en el vivir democrático de todos los seres humanos, hombres y mujeres, que están fuera de ella" (4).
Es obvio que no se puede decir que todo aconteció exactamente así, ni intentar de justificar la aparición de la democracia entre los griegos, a partir de una evaluación distintiva del nivel de su capital social inicial. La democracia – reconoció el propio Maturana – es “una obra [arbitraria] de arte, un sistema de convivencia artificial, generado conscientemente” (5). O sea, aconteció en Grecia porque los griegos quisieron que eso ocurra.
El filósofo americano John Dewey, a fines de la década de 1920, ya se había ocupado la cuestión de las relaciones entre democracia y vida comunitaria. En el libro “El Público y sus Problemas” (1927) escribió que “vista como una idea, la democracia no es una alternativa a otros principios de la vida asociativa. Es la idea misma de vida comunitaria” (6). A finales de los años 30, en el artículo “Democracia Creativa” (1939) añadiría que en la democracia lo que se recoge es la cooperación “amigable”, ya que ella es un modo de vida sujeto al conflicto pero también a la posibilidad de aprender alguno de aquellos de quienes estamos en desacuerdo, lo que los hace potenciales amigos (7).
Esto, sin embargo, no bastaría. Sería necesario, también, partiendo de las relaciones entre democracia y cooperación, evidenciar el nexo connotativo entre democracia y desarrollo comunitario, como de hecho estamos intentando hacer – a menudo sin declararlo y, a las veces, hasta sin que se den cuenta de eso – los teóricos del capital social.
Dando un paso mas allá, sería necesario mostrar las relaciones entre capital social y redes sociales. Para sólo entonces examinar las relaciones entre democracia y redes comunitarias. Todo eso para llegar a la conclusión de que las democracias radicalizadas (altamente democratizadas) pueden ejercerse en redes comunitarias (altamente distribuidas), tanto más democratizadas cuanto mayor que sea el grado de distribución de esas redes.
En un libro como este, sobre “alfabetización democrática”, deberíamos darnos por satisfechos en conseguir, por lo menos, plantear la cuestión. Sin embargo, es posible avanzar un poco más.
Democracia cooperativa.
Antes que nada es preciso reconocer que las actuales formas de democracia liberal, que intentan materializar la democracia en el sentido “débil” del concepto, no estimulan la cooperación y sí la competitividad. Tal vez se encuentre aquí una razón para explicar por qué la democracia (representativa) ha sido frecuentemente asociada al capitalismo o, por lo menos, la una visión mercadocéntrica del mundo.
En el sistema representativo moderno, constituido en base a la competencia entre partidos, se imagina que la esfera pública pueda ser regulada por la competición entre organizaciones privadas (como los partidos). Es difícil tragarse todos los supuestos de esa convicción, que vienen en el paquete. Cuando se explican, tales supuestos revelan una cierta confusión entre tipos diferentes de apropiación.
Es posible concebir formas de autorregulación económica a partir de la competencia entre empresas o, más genéricamente, entre agentes económicos, por cuanto la racionalidad del mercado se constituye con base en la competición entre entes privados y no hay aquí ninguna pretensión de generar un sentido público. También es posible admitir que la diversidad de las iniciativas de la sociedad civil acabe generando una orden “bottom up”. A partir de cierto grado de complejidad, la pulverización de iniciativas privadas acabará generando un tipo de regulación emergente.
Cuando miles de micromotivos diferentes entran en interacción, puede constituirse un sentido colectivo común que ya no está vinculado a los motivos originales de los agentes privados que contribuyeron para su constitución. Sin embargo, eso no es posible cuando el número de agentes privados es muy pequeño y, menos aún, cuando ellos mantengan en sus manos – como ocurre en el caso de los partidos – el monopolio legal de las vías de acceso a la esfera pública (en el caso, confundida con El Estado). En estas circunstancias, no hay como concluir – en sana conciencia – que la competencia entre una docena de organizaciones privadas pueda tener el don de generar sentido público.
Se establece entonces un dilema que podría ser descrito así:
‘No podemos ayudar a un gobierno dirigido por un partido adversario a mejorar su desempeño porque si hiciéramos así disminuiríamos nuestras propias oportunidades de conquistar el gobierno para nuestro partido. Luego (aún declarando públicamente lo contrario), tenemos que alentar y hasta contribuir para empeorar el desempeño del gobierno dirigido por el partido adversario. Porque cuanto que peor fuera el desempeño de ese gobierno “de los otros”, mayores serán las oportunidades de sustituirlo por un gobierno “nuestro”. Ocurre que un gobierno, sea cual fuere, es una institución pública y sus problemas, por lo tanto, merece el respeto de todos nosotros. Como un bien común de la nación, el gobierno, en cierto modo, nos pertenece. Si su desempeño fuera contraproducente, las consecuencias serán contraproducentes para todos. Contribuir a su fracaso significa, en alguna medida, perjudicar el país. Por otro lado, contribuir a su éxito puede significar mantenerlo en el poder y si hacemos eso estaremos trabajando, por lo tanto, objetivamente, para el fracaso de nuestro partido’.
Para salir de ese dilema sería preciso desconstituir la lógica competitiva entre los partidos – o, por lo menos, no conferir a esa lógica un papel tan céntrico y exclusivo en la regulación de la política institucional – o sea, sería preciso desconstruir el sistema de partidos tal como está conformado en la actualidad (inclusive disipando la confusión entre democracia y partidocracia). Todo indica que esa propuesta, si quisiéramos incorporarla en un programa de reforma de arriba para bajo, para usar una expresión de Bobbio, aún está “en la categoría de los futuritas”.
Una alternativa sería aumentar la participación política de los ciudadanos, incluyendo nuevos actores en el sistema político en una cantidad tal que las vinculaciones entre los motivos privados originales y el resultado final de la interacción de todos los motivos acabaran perdiéndose o ya no podrán ser reconstruidos mas. De un modo o de otro, eso va a acabar sucediendo en la medida en que la sociedad adquiere la morfología y la dinámica de su red cada vez más distribuida. Pero, cuando suceda, será señal de que nuestro sistema representativo, tal como existe hoy, también se habrá jubilado por obsolescencia y lo será por su dinámica social y no en virtud de una reforma política hecha a sus propios interesados (que no lo harán, con la profundidad deseada, pues saben exactamente lo que está en juego y lo que tienen para perder). Aún estamos aquí en la categoría de los futuristas, pero de un futuro que está llegando bien deprisa.
Como venimos en el capítulo k, tal vez el público propiamente dicho sólo pueda constituirse a partir de la emergencia.
El sistema competitivo de partidos no es esencial para la democracia, ni aún en el pleno sentido de “débil”. Sin embargo, como las cosas funcionan así en la totalidad de las democracias realmente existentes, se tiene la impresión de que tal mecanismo es, de alguna forma, necesario para llevar a cabo la democracia como sistema de gobierno en los países contemporáneos.
Sin embargo, mientras más competitiva sea la democracia, menos democratizada (o más autocratizada) estará (inclusive sobre la base de la sociedad y en la vida cotidiana de los ciudadanos). Quien tiene que ser competitivo es el mercado (y la economía es que debe ser de mercado) no la sociedad. Los mercados competitivos, todo indica, exigen como base una sociedad cooperativa (por razones económicas, aún cuando la reducción de las incertidumbres en lo relacionado a las inversiones productivas de largo plazo, con la reducción de los costos de transacción e, inclusive, de la inseguridad jurídica). Es lo que vienen revelando, en los últimos quince años, todas las teorías del capital social. Una sociedad competitiva constituye un pésimo ambiente para un mercado competitivo (8).
Asociada a la visión mercadocéntrica de una sociedad competitiva parece haber un nuevo tipo de fundamentalismo de mercado, que pode hasta ser democratizante en relación al estadocentrismo que, en general, acompaña las autocracias, pero, si por caso, se manifiesta sólo en lo que respecta a la democracia como sistema de gobierno y no a la democracia en la sociedad. Está claro que es mejor tener varios partidos – legal y legítimamente – disputando el poder del Estado que un partido sólo (en general confundido con el Estado) autorizado a emplazarlo (en una especie de régimen de monopolio político). Sin embargo, varios partidos también pueden constituir un oligopolio político, como, de hecho, ocurre frecuentemente, expropiando la ciudadanía política, siendo que, en ese caso, no hay ninguna instancia “superior” capaz de regular la competencia (en vez que el Estado, en esas circunstancias, habría sido ocupado y dividido o loteado por el oligopólio partidario).
Por otro lado, el Estado autocrático tampoco practica una democracia cooperativa pero se organiza, en cierto modo, contra la sociedad para controlarla. Su patrón de relación con la sociedad es competitivo (aún en la ausencia de competidores políticos autorizados) y adversarial. Es un Estado que compite con la sociedad por la regulación de las actividades y que, así, no permite, siquiera, la autonomía asociativa.
Tal como aún se estructura y funciona, el Estado, autocrático o declaradamente democrático, no es capaz de asumir una democracia cooperativa. La razón básica es que una democracia cooperativa no puede funcionar en estructuras piramidales, en verdaderos mainframes, como son el Estado, sus instituciones jerárquicas y sus procedimientos verticales, basados en el flujo comando-ejecución. Desde el punto de vista de la democracia en el sentido “fuerte” del concepto, la diferencia está en que un Estado democrático de derecho permite o estimula el proceso de democratización de la sociedad, mientras que el Estado autocrático no. Esa es la razón por la que la democracia en el sentido “fuerte” del concepto, la democracia radicalizada (en el sentido de más democratizada) desde la base de la sociedad y en lo cotidiano del ciudadano, depende de la democracia en el sentido “débil” del concepto, de la democracia como sistema de gobierno o modo político de administración del Estado.
Una democracia cooperativa (que es siempre una democracia radicalizada), exige un patrón de organización en red. Y podrá ser tanto más cooperativa cuanto mayor sea la conectividad de esa red y mientras presente una mayor una topología distribuida (o mientras menos centralizada sea).
Eso significa que la democracia en su sentido “fuerte” no es un proyecto destinado al Estado-nación, a sus formas de administración política (tal como hasta hoy las conocemos), y sí a la sociedad, o mejor, a las comunidades que se forman por libre pacto entre iguales, caracterizadas por múltiples relaciones horizontales entre sus miembros. Y que, por lo tanto, no se puede pretender sustituir los procedimientos y las reglas de los sistemas políticos democráticos representativos formales por las innovaciones políticas inspiradas por concepciones democráticas radicales.
Por otro lado, la emergencia de innovaciones políticas en la base de la sociedad y en lo cotidiano de los ciudadanos, inspiradas por concepciones radicales de democracia cooperativa, puede ejercer una influencia en el sistema político, de fuera para dentro y de bajo hacia arriba, capaz de cambiar la estructura y el funcionamiento de los regímenes democráticos formales. O sea, por esa vía, la democracia en el sentido “fuerte” acaba democratizando la democracia en el sentido “débil”, pero no exactamente para tomar su lugar y sí para democratizar cada vez más la política que se practica en el ámbito del Estado y de sus relaciones con la sociedad. No podemos saber – y sería inútil intentar adivinar ahora – como serían los nuevos regímenes políticos más democratizados a los cuáles les cabrían administrar las nuevas formas de Estado que surjan en el futuro (quien sabe el “Estado-red”, como Castells (1999) propuso). Pero ya podemos saber que hacer, a partir de la sociedad, para democratizar más tales regímenes, sean ellos que cuáles fueran o que vengan a ser (9).
El camino es más democracia en la sociedad, más participación cooperativa de los ciudadanos, lo que, obviamente, sólo es viable en la dimensión local (y bajo regímenes políticos que no prohíban ni restrinjan seriamente tal experimentación innovadora: de ahí la necesidad de una democracia liberal).
Es bueno ver lo que los pioneros de la democracia cooperativa, como John Dewey, pensaban sobre eso. Comencemos rescatando su percepción de que toda democracia es local, en el sentido de que la democracia es un proyecto comunitario; o, como escribió, de que “la democracia tiene que empezar en casa, y su casa es la comunidad vecinal” (10).
La formación democrática de la voluntad política no puede darse sólo por medio de la afirmación de la libertad del individuo ante el Estado, sino que involucra un proceso social. La actividad política de los ciudadanos no puede restringirse a controlar regularmente el aparato estatal (con el fin de asegurar que el Estado garantice las libertades individuales).
La libertad del individuo depende de relaciones comunicativas (cada ciudadano sólo puede alcanzar autonomía personal en asociación con otros), pero el individuo sólo alcanza libertad cuando actúa comunitariamente para resolver un problema colectivo, lo que exige – necesariamente – cooperación voluntaria. Hay por lo tanto, una conexión interna entre libertad, democracia y cooperación. Eso evoca un otro concepto (deweyano) de esfera pública, como instancia en que la sociedad intenta, experimentalmente, explorar, procesar y resolver sus problemas de coordinación de la acción social. Así, con la sola experiencia de participar voluntaria y cooperativamente en grupos para resolver problemas y aprovechar oportunidades, es que se puede enseñar al individuo la necesidad de un espacio público democrático. El individuo como participante activo de iniciativas comunitarias – teniendo conciencia de la responsabilidad compartida y de la cooperación – es el agente político democrático (en el sentido “fuerte” del concepto).
La concepción de esfera pública democrática como medio por el cual la sociedad intenta procesar y resolver sus problemas (como Dewey ya había propuesto a finales de la década de 1920), permite el descubrimiento de una relación intrínseca entre democracia y desarrollo, sólo implícitamente sugerida por él y sus comentaristas cuando percibieron la existencia de un nexo connotativo entre democracia y cooperación.
Dewey elabora una idea normativa de democracia como un ideal social. Si quisiéramos inferir consecuencias de esa concepción, debemos explorar la conexión entre su concepto de ‘democrático-social’ y el papel regulador de la red social en el establecimiento de lo que actualmente se llama, según una visión sistémica, de sustentabilidad (o desarrollo).
Ese trabajo de articulación entre democracia y sustentabilidad (o desarrollo) viene siendo desarrollado, como dijimos, por algunos teóricos del capital social (o de las redes sociales). Capital social es un recurso para el desarrollo sugerido recientemente para explicar por qué ciertos conjuntos humanos consiguen crear ambientes favorables para un buen gobierno, la prosperidad económica y la expansión de una cultura cívica capaz de mejorar sus condiciones de convivencia social. Como tales ambientes son entornos sociales cooperativos, capital social es, fundamentalmente, ampliar la cooperación social. Sin embargo, la red social (distribuida) es un medio por lo cuál (o en lo cuál) la cooperación puede ampliarse socialmente (inclusive, en ciertas circunstancias especiales, convirtiendo competición en cooperación). La democracia que se conjuga con la idea de capital social es la democracia cooperativa o comunitaria. Por lo tanto, la democracia puede entonces ser vista como una especie de “metabolismo” propio de redes sociales (y será una democracia democratizada en proporción directa al grado de distribución de estas redes). Por lo que se puede inferir de las tendencias actuales, que es la democracia radical – deseable y posible – y no el retorno a las concepciones asambleístas, sovietistas, consejistas, practicadas como “arte de la guerra”, según las cuales cabría a un desplazamiento organizado, un partido de intervención, “acarrear” gente para vencer los enemigos de clase y para “acumular fuerzas” en pro de la toma (legal o ilegal) del poder e instaurar el paraíso en la Tierra después de haber conquistado hegemonía sobre (o destruida) las élites supuestamente responsables de todo el mal que asola la humanidad.
¿Pero, desde el punto de vista teórico, el desarrollo podría ser tratado en los mismos términos (o en el mismo ámbito conceptual) en que se trata la democracia? ¿No estaría ocurriendo aquí algún tipo de deslizamiento epistemológico, de una transposición indebida de conceptos desde un campo del conocimiento (en lo cual los conceptos tienen un estatus propio), hacia otros campos (en los cuáles esos conceptos deben ser torturados para confesar un sentido que no poseen)?
Dewey no pensaba así. Para él, como venimos, una práctica democrática radicalizada – tomándose la democracia en el sentido “fuerte” del concepto – debería ser, necesariamente, cooperativa. De John Dewey se puede tal vez inferir una democracia cooperativa; o una “democracia como cooperación reflexiva”, como sugirió Axel Honneth (1998), profesor de la Universidad de Frankfurt; o, aún, una democracia valorada en su aspecto comunitario, como ya había propuesto Hans Joas (1994) (11). En efecto, en el libro “El Público y sus Problemas”, John Dewey (1927) escribió que “vista como una idea, la democracia no es una alternativa a otros principios de la vida asociativa. Es la propia idea de vida comunitaria” (12).
Tanto Honneth como Joas – dos creativos teóricos de la nueva generación de pensadores alemanes – llaman la atención por el hecho de que existen puntos de vista liberales y visiones mas radicales sobre democracia; como ejemplos de esas últimas: las visiones republicanistas, como la de Hannah Arendt y las visiones procedimentalistas, como a de Jürgen Habermas. Pero aceptan que pueden existir también otras visiones radicales, como a de Dewey (o como podría existir a partir de una reconstrucción de la teoría democrática deweyana).
Honneth observa que “Dewey, en contraste con el republicanismo y con el procedimentalismo democrático, no está orientado por el modelo de consulta comunicativa, sino por el de la cooperación social... [Porque] desea entender la democracia como una forma reflexiva de cooperación comunitaria... él es capaz de combinar deliberación racional y comunidad democrática, ambas separadas en posiciones adversas en la actual discusión sobre la teoría democrática” (13).
La cuestión central es saber como se forma democráticamente la voluntad política. Según la visión liberal, si un asunto ha sido debatido antes con cierto grado de libertad individual ya podemos darnos por satisfechos. Ocurre que esa es una incautación individualista de la libertad personal, concebida como algo independiente de los procesos de integración social. Así, como consecuencia, para la concepción liberal de democracia “la actividad política de los ciudadanos tiene que consistir principalmente en el control regular sobre la aparato estatal, cuya tarea esencial, por su parte, es la protección de las libertades individuales. En contraste con ese abordaje reduccionista sobre la participación democrática, las variadas tradiciones alternativas al liberalismo, surgidas en los últimos doscientos años, parten de un concepto comunicativo de la libertad humana. A partir de la evidencia de que la libertad del individuo depende de relaciones comunicativas, ya que cada ciudadano sólo puede alcanzar autonomía personal en asociación con otros, se sugiere una comprensión amplia sobre la formación democrática de la voluntad política. Así, la participación de todos los ciudadanos en la toma de decisión política no es la mera forma por la cual cada individuo puede afianzar su propia libertad personal. Por el contrario, lo que se defiende es el hecho de que sólo en una situación de libre interacción de la dominación de la libertad individual que se pueda ser alcanzar y proteger” (14).
“En los dos dibujos de democracia hasta ahora identificados como alternativas al liberalismo – argumenta Honneth – la libertad comunicativa de los seres humanos es vista de la misma manera, es decir, de acuerdo con el modelo del discurso intersubjetivo. En Hannah Arendt y Jürgen Habermas – sólo para mencionar, por un lado, la principal representante del republicanismo político y, por el otro, del procedimentalismo democrático – la idea de la formación democrática de la voluntad política se origina de la noción de que el individuo sólo alcanza libertad en el reino público constituido por la argumentación discursiva... Para Dewey, que comparte con Arendt y Habermas la intención de criticar la interpretación individualista de la libertad, la encarnación de la libertad comunicativa no es el discurso intersubjetivo, sino el empleo común [gemeinschaftlich] de las fuerzas individuales para lidear con el problema. A partir de la idea de cooperación voluntaria, Dewey... intenta trazar una alternativa para la comprensión liberal de democracia” (15). En que, pese a los buenos argumentos de Honneth, tal vez haya aquí un equívoco: todo indica que Dewey no proponía una alternativa a la democracia liberal y sí un proceso de democratización de la sociedad partiendo desde la sociedad hacia el Estado.
Para Dewey, por lo tanto, la democracia no es “sólo una mera forma organizacional de gobierno de Estado” sometida a la regla de la mayoría. Ese concepto instrumental de la democracia reduce “la idea de formación democrática de la voluntad política al principio numérico de la regla de mayoría”... Por lo tanto, hacer eso “significa asumir el hecho de que la sociedad sea una masa desorganizada de individuos aislados cuyos fines son tan incongruentes que la intención u opinión adoptada por la mayoría debe ser develada aritméticamente” (16).
Al sostener que “la democracia no puede ser entendida instrumentalmente como un principio numérico para la formación del orden estatal”, el joven Dewey (1882-1898), en el texto “Ética de la Democracia” (1888), ya establece nuevas bases para pensar una alternativa basada en la conexión interna entre cooperación, libertad y democracia, pensamiento que va a retomar de más adulto en el Dewey de la madurez (1925-1953), en su nuevo concepto de esfera pública, centrado en la articulación “de la demanda por la resolución conjunta de conflictos comunes” (17).
Para Dewey “la esfera política no es – como Hannah Arendt y, de una forma menos notable, Habermas creen – el lugar del ejercicio comunicativo de la libertad, sino el medio cognitivo que ayuda la sociedad a intentar, experimentalmente, explorar, procesar y resolver sus problemas de coordinación de la acción social”. Eso significa una vuelta a la comunidad: “sólo la experiencia de participar, por medio de una contribución individual, en las tareas particulares de un grupo puede convencer al individuo de la necesidad de un público democrático” (18).
Así, “el individuo debe verse como un participante activo en una iniciativa comunitaria, pues, sin tal conciencia de responsabilidad compartida y cooperación... nunca conseguirá hacer de los procedimientos democráticos los medios para resolución de conflictos comunes...” (19).
John Dewey “comparte con el republicanismo y con el procedimentalismo la crítica de la visión liberal sobre democracia. Sin embargo procede de un modelo de libertad comunicativa que habilita el desarrollo de un concepto más fuerte, más exigente, de formación democrática de la voluntad política. Pero la noción de Dewey sobre el surgimiento de la libertad individual de la comunicación no es obtenida del discurso intersubjetivo, sino de la cooperación común. Como consecuencia – concluye Axel Honneth – esa diferencia conduce a una teoría muy diferente de democracia...” (20).
El hecho es que el esfuerzo de Dewey para recoger una nueva noción de público desemboca en lo comunitario. No importa lo que se diga para intentar reinterpretar las ideas deweyanas a la luz de cualquier visión particular hodierna centrada en la legitimación o en la negación de los sistemas representativos de los que se ocupa el Estado. Pues es así – y no de cualquiera otra manera – lo que determina que aquella, tal vez, constituya su principal contribución a la teoría de la democracia: el libro “El público y sus problemas” (1927). Añádase que no se trata de aquel gran y tal vez demasiado vago concepto de comunidad de los alemanes (con lo cual, de hecho, ya trabajaba Althusius, desde los albores del siglo XVII) – de la gran comunidad – y sí de una pequeña comunidad aún (en términos sócioterritoriales y no necesariamente geográfico-poblacionales), quiere decir, de la vecindad, de la comunidad local. Veamos si no es así, “escuchando” directamente Dewey:
“La gran comunidad, en el sentido de una intercomunicación libre y plena, es concebible. Sin embargo nunca podrá poseer todas las cualidades que distinguen una comunidad local... Los vínculos vitales y plenos brotan solamente de la intimidad de un intercambio cuyo alcance es necesariamente limitado... Se dice, con toda razón, que la paz del mundo exige que comprendamos a los pueblos extranjeros. ¿Sin embargo hasta que punto comprendemos – me pregunto – nuestros vecinos? También se dijo que si el hombre no ama al semejante que ve a su lado, no puede amar a un Dios que no ve. Mientras no exista una experiencia estrecha de vecindad que arribe una verdadera percepción y comprensión de los que están cerca, la posibilidad de una afectiva consideración de los pueblos extraños no mejorará. Una persona que no ha sido vista en las relaciones cotidianas de la vida puede inspirar admiración, ejemplo, sujeción servil, militancia fanática, adoración heroica; sin embargo ni amor ni comprensión, porque esos solo son irradiados de los vínculos generados por una unión estrecha y prójima. La democracia tiene que comenzar en casa, y su casa es la comunidad vecinal...
Sea lo que fuere que el futuro nos reserve, algo está seguro. A menos que se pueda recuperar la vida comunitaria, el público no podrá resolver adecuadamente su problema más cruciante: hallarse e identificarse a sí mismo. Sin embargo conseguir restablecerse, revelará una totalidad, una variedad y una libertad de posesión y de disfrute de significados y bienes desconocidos en las asociaciones cercanas del pasado. Porque estará viva y flexible, además de estable, receptiva del panorama complejo e internacional en que se encuentre inmersa. Será local, sin embargo no por eso estará aislada... Se mantendrán los estados territoriales y las fronteras políticas, sin embargo no serán barreras que empobrezcan la experiencia aislando al hombre de sus semejantes; no serán divisiones rígidas y definitivas que conviertan la separación externa en celos, temor, suspicacia y hostilidad internas. La competencia seguirá, sin embargo será menos una rivalidad por adquirir bienes materiales y más una emulación de los grupos locales en el hecho de enriquecer la experiencia directa con la riqueza intelectual y artística que se sepan apreciar y disfrutar. Si la era tecnológica puede proporcionar a la humanidad una base firme y general de seguridad material, se quedará subsumida en una era humana...
Afirmamos que la consideración de esta condición particular para la generación de comunidades democráticas y de un público democrático articulado nos lleva más allá de la cuestión del método intelectual y nos coloca en la cuestión del procedimiento práctico. Sin embargo las dos cuestiones no están desconectadas. El problema de asegurar una inteligencia más distribuida e influyente sólo se puede resolver en la medida en que la vida comunitaria local se convierta en realidad... La investigación sistemática y continua de todas las condiciones que afectan a la asociación y a su divulgación en forma expresa es una condición previa para la creación de un auténtico público. Sin embargo, después de todo, esa investigación y sus resultados ya no son más que herramientas. Su realidad final se alcanza en las relaciones directas cara a cara. La lógica, en su verdadera realización, vuelve a adoptar el sentido primitivo de la palabra: diálogo. Las ideas que no se comunican, las ideas que no son compartidas ni resurgen en lo que expresa quien dialoga, no son más que un soliloquio y y esto no es más que un pensamiento interrumpido e imperfecto...
En una palabra: el desarrollo y el fortalecimiento de la comprensión y del juicio personal mediante la riqueza intelectual acumulada y transmitida de la comunidad... sólo se puede conseguir en el seno de las relaciones personales de la comunidad local... No existe límite a la libre expansión ni confirmación para los dones intelectuales personales y limitados que pueden surgir de la inteligencia social cuando esta circula de boca en boca en la comunicación de la comunidad local” (21).
Sí, Dewey percibió que toda democracia es local, en el sentido de que la democracia es un proyecto comunitario. No poseía, como es obvio, las palabras que se usan actualmente para describir lo que pensaba, pero forjó los conceptos – como si oyera ecos del futuro – de red comunitaria y de red social distribuida, previendo tal vez los procesos de diseminación “viral” que sólo se pueden efectivizar por los medios propios de las redes P2P (peer-to-peer).
Como dijimos, la idea deweyana de que “la esfera pública democrática constituye el medio por lo cual la sociedad intenta procesar y resolver sus conflictos” permite, en verdad, el establecimiento de una conexión más intrínseca, que él (Dewey) y sus comentaristas – como Honneth o Joas – no hayan tal vez percibido plenamente, entre democracia y desarrollo (social). Ya se notó que el modelo de Dewey encara la idea normativa de democracia no sólo como un ideal político, sino como un ideal social. Lo que no se ha explorado aún suficientemente es la conexión entre eso y el papel regulador de la red social en el establecimiento de lo que hoy se llama, según una visión sistemática, de sustentabilidad (o desarrollo).
Como ya se ha dicho y repetido anteriormente, este trabajo de articulación entre democracia y sustentabilidad (o desarrollo) se ha venido siendo desarrollando por los teóricos del capital social (o de las redes sociales). Una democracia compatible con la idea de capital social debería ser, necesariamente, una democracia cooperativa (o comunitaria). Una democracia compatible con la idea de red social puede ser vista como una especie de “metabolismo” propio de esa red, ocupando, uno de los vértices, lo que podríamos llamar de triángulo de la sustentabilidad.
¿Que democracia tiene a ver con sustentabilidad?
Sustentabilidad, como sabemos, es el gran tema contemporáneo. Podemos decir que la sustentabilidad de las sociedades humanas es el nuevo nombre del desarrollo, una característica del patrón dinámico de red y, al mismo tiempo, uno de los efectos del proceso de democratización.
En términos un poco esquemáticos, podríamos construir, sobre esto, una argumentación como la que sigue: animar redes sociales (netweaving), democratizar la política e inducir el desarrollo son los tres vértices de un triángulo. Los lados de ese triángulo (sus aristas) constituyen conexiones de doble mano.
Eso quiere decir que mientras más distribuidas sean las redes sociales que tejiéramos, más democrática podría ser la política que articulamos (y viceversa). Y mientras más democratizada sea la política que practicáramos, más sustentable será el proceso de desarrollo que conseguiríamos inducir (y viceversa). Y, aún, mientras más distribuidas sean las redes sociales – peer to peer – que tejiéramos, más sustentable sería el proceso de desarrollo que inducimos (y viceversa).
Esto significa que el modo de regulación de conflictos que adoptamos (ej., la política) tiene que ver con la morfología y la dinámica de la sociedad en la cual estamos queriendo inducir el desarrollo. Así, la articulación política (en la medida que sea democrática, o mejor, en proporción directa a su grado de democratización) está siempre co-implicada en el netweaving (a medida que las redes sociales sean distribuidas o en proporción directa a su grado de distribución) y ambas (tanto la articulación política democrática cuanto la animación de redes sociales distribuidas) están co-implicadas en la inducción del desarrollo (en la medida que ese desarrollo fuere humano y social, o sea, en proporción directa de la acumulación o del flujo de capital humano y de capital social). Porque no hay una articulación política democrática, una animación de redes sociales distribuidas (P2P) y una inducción del desarrollo humano y social: existen diferentes grados de democratización, de distribución reticular y de desarrollo humano y social. Cuanto más estuviere democratizada la política, las redes sociales estarán más distribuidas y más desarrollo humano y social tendríamos (y viceversa, pues tales relaciones son, siempre, transitivas). En síntesis, mayor será el índice de sustentabilidad. A eso, por lo tanto, lo podríamos llamar “triángulo de la sustentabilidad” para decir que democracia, redes sociales y desarrollo están directa, íntima e intrínsecamente relacionadas.
Debemos reconocer que no son triviales los problemas planteados por esta hipótesis, así como no es trivial el tipo de justificación que exige para hacerse evidente por sí misma, en virtud de la fuerza intrínseca de sus argumentos. Asociar el modo de regulación de conflictos con los patrones de organización social y con el tipo de cambio social que queremos interpretar como desarrollo (sustentable) no es una operación teórica banal. Sin embargo, muchas investigaciones han apuntado en esa dirección.
Además, también existen fundadas evidencias (y fundadas, está claro, en la práctica) de que, cuando partimos desde ese punto de vista, conseguimos elaborar y aplicar mejor programas innovadores de sustentabilidad, aunque aún no hayamos conseguido resolver todos los problemas teóricos implicados en tal concepción.
Sin embargo, eso abre un campo inmenso de investigación y de experimentación, que comprende tres diferentes tipos de abordajes, cada cual dependiente del vértice del triángulo de donde queremos partir.
Si partimos del vértice del patrón de organización tenemos un abordaje desde el punto de vista de la red social. La primera implicación de ese abordaje es la siguiente: red social => democracia. Desde el punto de vista de la red, democracia es una especie de “metabolismo” propio de un tipo de topología: la distribuida. Mientras más distribuidas sean las redes sociales, su “metabolismo” será más democrático (y viceversa, mientras más centralizada o descentralizada – quiere decir, multi-centralizada – que sea la topología de la red social, menos democrático será su “funcionamiento”). La democratización va, así, en relación directa con la distribución (22).
La democracia surge como movimiento (lato sensu) contra la centralización que impide el “funcionamiento” de la red social (y que si quisiéramos trabajar con una imagen contemporánea, podemos encarar la centralización como un programa que fue instalado en la red social para seleccionar caminos, privilegiando algunas conexiones en detrimento de otras). Pero es obvio que la descentralización no resuelve lo problema de la centralización una vez que multiplica los centros: en un espacio cuya topología es multicentralizada, los distintos polos, centralizadores hacia abajo, funcionan como postas o estaciones repetidoras de otros polos centralizadores superiores (y es eso, exactamente, lo que se llama de ‘descentralización’, al contrario de ‘distribución’).
Hay dos cuestiones aquí que se deben encarar: en primer lugar saber si la descentralización ya no es un paso democratizante; y, en segundo lugar, saber si la descentralización conduce a la distribución. No hay quién sea capaz de negar que la descentralización (la multicentralización) es más democrática que la monocentralización. Ocurre que toda descentralización (o multicentralización) viene siendo un conjunto de centralizaciones. Si eso se pulverizarse hasta llegar al “átomo social” (la persona) – configurando una topología realmente distribuida – ahí sería otra historia. Por efecto de alguna ley natural, de algún tipo de imanéncia histórica o de otro factor extrapolítico, todo indica que no. Las cosas no caminan por sí mismas en la dirección de más-democracia.
Procesos de regulación de conflictos característicos de topologías distribuidas (como, por ejemplo, el swarming) suelen ser súbitos. Esa fenomenología – cuando pase a ser considerada por los llamados cientistas políticos (que parecen aún no haber percibido lo que está sucediendo) – traerá una enorme cantidad de nuevos problemas para pensar las nuevas instituciones democráticas en redes distribuidas. Se trata de un cambio tan importante que investigadores contemporáneos sobre el tema, como Alexander Bard y Jan Söderqvist (2002) y David de Ugarte (2006), están prefiriendo usar otros términos, como ‘pluriarquia’, en el lugar de democracia (23).
David de Ugarte (2006) afirma que “la competencia en redes distribuidas y sobretodo en los marcos de un naciente swarming, se convierte en cooperación” (24). Es una afirmación fuerte. Si estuviera en lo correcto, tenemos aquí una avenida abierta por donde podría caminar la investigación de los fundamentos de una nueva política democrática. Ella significa que la cooperación en escala social no puede nacer de la buena intención de los sujetos (que supuestamente deberían resolver, simultáneamente y en número suficiente, ser más cooperativos y menos competitivos) sino de un proceso sistémico, en el que la interacción de los diversos mensajes concurrentes que circulan en la red – opiniones, acciones, comportamientos, eventos – genera un nuevo orden emergente. Se trata, según esa visión, del mismo tipo de cooperación que se observa, por ejemplo, en el comportamiento de sistemas complejos en que se manifiesta el fenómeno de la inteligencia colectiva.
La segunda implicación (que parte del abordaje del patrón de organización) es la siguiente: red social => desarrollo. Desde el punto de vista de las redes, desarrollo es un tipo de cambio que se procesa en la dinámica de las fluidificaciones en los aglomerados. El desarrollo está, así, íntimamente relacionado a lo que llamamos de clustering. Son los clusters (lato sensu, no los llamados APL – arreglos productivos locales u otros sistemas socioprodutivos voluntariamente articulados para promover negocios con ventajas competitivas conseguidos en la base de la importación de capital social a bajo coste de la sociedad) que constituyen aquellas mencionadas “regiones” de la red social donde se puede reducir los grados de separación (o la extensión característica de camino) y por eso es por lo que todo desarrollo es local. Local – del punto de vista de la red – ya es una “clusterización” (que es un proceso de ‘localización’, en el sentido fuerte del término, quiere decir, en el sentido de reducción del tamaño del mundo: en términos sociales, es claro, no geográfico-poblacionales) (25).
Desde el punto de vista de la red social, por lo tanto, todo desarrollo es un fenómeno local y significa una nueva dinámica, una nueva efervescencia social, característica de un cluster. Ese fenómeno, alterando el ritmo de la fluidificaciones o el volumen y a frecuencia de los tráficos de mensajes en el espacio-tiempo de los flujos, modifica los papeles sociales asumidos por los actores, tanto transformándolos en encrucijadas-nudos de más flujos, vale decir, en hubs, tanto intentando que un nudo cualquiera, aún situado en la periferia del sistema, asuma mayor protagonismo, cuando los mensajes que emite son amplificadas y potenciadas en virtud de múltiples lazos de realimentación de refuerzo que necesariamente ocurren con el aumento de la conectividad dentro de la “región” (transformándolos en innovadores; o sea, en agentes de desarrollo – sí, porque desarrollo es, definitivamente, innovación).
En verdad, los clusters tienden a hacerse comunidades de proyecto – o redes comunitarias de desarrollo – fortaleciendo sus elementos, o sea, animándolos a asumir mayor protagonismo, tanto en lo que ataña a su emprendedorismo político (transformándolos en netweavers), cuanto en lo que atañe a su emprendedorismo social y empresarial (transformándolos en innovadores). En una comunidad de proyecto de este tipo, el desarrollo pasa a ser una especie de aprendizaje de la red social (y por eso es por lo que se puede afirmar que ‘la comunidad desarrollándose es sinónimo de su red social aprendiendo’). ¿Pero aprendiendo el qué? Sin embargo, aprendiendo a cambiar su propio programa de adaptación a los cambios ocurridos en el ambiente externo (o sea, al global). Pero eso no nada más es que la definición de sustentabilidad. Desde el punto de vista de las redes, por lo tanto, desarrollo es sinónimo de movimiento en la dirección de la (más) sustentabilidad realizado por un local en su conexión con el global (quiere decir, un cluster en relación a las otras “regiones” de la red social).
Alguien podría objetar que, según tal punto de vista, todo es local, desconstituyendo así el propio concepto de local. Sí, desde ese punto de vista todo es local: con excepción de lo global. Cada “local” (n t. en el sentido de lugar), sin embargo, es un “local” diferente de los demás que, cuando visados a partir de un sí-aún “local”, constituyen “no-locales”, o sea, pertenecen al ámbito del global.
Partiendo del vértice del modo de regulación tenemos un abordaje del punto de vista de la democracia. Y la tercera implicación (que parte de ese abordaje) es la siguiente: democracia => red social. Del punto de vista de la democracia, las redes sociales no son nada más que la propia sociedad en su proceso de democratización. Mientras más democratizados que sean los procedimientos, más distribuida será la red social; mientras menos democratizados, más centralizada será la red social – quiere decir, más jerarquizada será la sociedad. Eso significa que, si partiéramos desde ese punto de vista, sin democracia no puede haber red social propiamente dicha, quiere decir, red distribuida.
La mirada que parte de la democracia se interesa por los modos de regulación de conflictos que posibilitan la transformación de competencia en cooperación o que transformen enemistad en amistad política. Es claro que, para que esto suceda, mirando la estructura más íntima de lo que llamamos de sociedad, la topología de la red social debe necesariamente ser más distribuida o menos centralizada. Pero la política no se interesa por eso, pues ese no es su abordaje. Solo quiere ver los procesos por los cuáles se forma la voluntad política colectiva, quiere entender como se da la toma de decisiones por medio de la discusión entre ciudadanos, como las opiniones se transforman por medio de su interacción.
La cuarta implicación (que parte del abordaje del modo de regulación) es la siguiente: democracia => desarrollo. Desde el punto de vista de la democracia, el desarrollo es producción de orden emergente a partir de la cooperación. Sin democracia, por lo tanto, no puede haber desarrollo; o mejor: el grado de democratización de la sociedad va, así, en proporción directa a su grado de desarrollo.
Está claro que, según ese punto de vista, lo que llamamos desarrollo asume una nueva connotación, que implica cambios cualitativos – y no sólo cuantitativos, como la expansión o el crecimiento económico – capaces de afectar el comportamiento de los sujetos por medio de la alteración de las configuraciones colectivas formadas por esos sujetos cuando sus opiniones son consideradas, valoradas y combinadas entre sí. El desarrollo, por lo tanto, es algo que sucede en la comunidad política, cuando el resultado de la libre interacción de la multiplicidad de opiniones produce resultantes capaces de alejar desenlaces violentos y destructivos. Por increíble que pueda parecer, de ese punto de vista (el punto de vista de la democracia), desarrollo es paz.
Partiendo del vértice del cambio social tenemos un abordaje desde el punto de vista del desarrollo. La quinta implicación (que parte de ese abordaje) es la siguiente: desarrollo => red social. Bastaría una frase para justificar esa implicación: desde el punto de vista del desarrollo, red social es sinónimo de capital social. Aquí se aplica todo lo que ya sabemos sobre capital social.
La sexta y última implicación (que parte del abordaje del cambio social) es la siguiente: desarrollo => democracia. Desde el punto de vista del desarrollo, la democracia es el nombre del proceso regulacional de cambio que ocurre en las sociedades. En otras palabras, de ese punto de vista, democracia es – sorprendentemente – proceso de sustentabilidad (que es el nombre del desarrollo tomado de un punto de vista sistémico).
Para entender esa afirmación es preciso considerar que podemos tener tres modelos de cambios: el modelo variacional, el modelo transformacional y el modelo regulacional, solamente ese último correspondiendo una concepción sistémica (26).
Está claro que las seis implicaciones de los tres abordajes considerados – sólo presentadas aquí – necesitan ser justificadas con más rigor para que sea posible mostrar las ventajas de la adopción del esquema llamado de triángulo “de la sustentabilidad ”. Las seis visiones se combinan cuando percibimos que las implicaciones contenidas en cada una de ellas constituyen, en la verdad, co-implicaciones.
Sea por ese o por otros caminos teóricos investigativos es posible – y necesario – mostrar que democracia tiene, sí, que ver con sustentabilidad , con la sustentabilidad de las sociedades humanas. El recurso que la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) conserva es la propia comunidad política, que no se reduce a la sociedad entendida como mera colección de individuos humanos pero abarca patrones relativamente invariantes de interacción de la red social que representan la creación de nuevas realidades humanas en el mundo (¿y qué sería eso sino, para usar un lenguaje al mismo tiempo poético y simbólico, una “humanización del alma del mundo”? ¿Se podría afirmar, en ese sentido, que la democracia es un proyecto de humanización del mundo por medio de la política? A juzgar por lo que escribieron, Dewey, Arendt y Maturana sólo se podría responder afirmativamente).
Lo que estamos queriendo conservar dinámicamente (quiere decir, no preservar, pero conservar la adaptación al mismo tiempo en que se conserva la organización – y esa tal vez sea de más precisa definición de sustentabilidad , que debemos, de hecho, a Humberto Maturana) – son aquellos “entes” nuevos, inéditos, que se formaron a partir de configuraciones colectivas y que, una vez conformados, como que “ganaron vida” (aquello que Jane Jacobs (1961), pioneramente, llamó de “entidad” real) (27).
Como ya había escrito Emerson, “yacemos en el seno de una inteligencia transbordante” – luminoso insight que no pasó desapercibido a Dewey, que añadió: “sin embargo esa inteligencia permanecerá latente y durmiente y sus comunicaciones seguen interrumpidas, desarticuladas y débiles mientras no se adopte la comunidad local como su propio medio” (28).

Indicaciones para la lectura

Nuevamente, todos los escritos políticos de John Dewey deben ser leídos: El Público y sus problemas (1927), Viejo y nuevo individualismo (1929), Liberalismo y acción social (1935), La democracia es radical (1937) y Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante (1939).
Además de eso, por lo menos tres trabajos sobre Dewey pueden ser considerados: Robert Westbrook: John Dewey and American Democracy (1991) y Steven Rockefeller: John Dewey, Religious, Faith and Democratic Humanism (1991); y también el artículo de Axel Honneth (1998): “Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy” (publicado originalmente en “Political Theory”, v. 26, diciembre 1998) y traducido en la colección: Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoy: nuevos desafíos para la teoría democrática contemporánea. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
Cuestionando los límites de la democracia realmente existente de cara al ideal democrático, vale la pena leer el provocativo librito del profesor John Burnheim (1985), de la University of Sydney, infelizmente aún no traducido, Is Democracy Possible? The alternative to electoral politics (Berkeley: University of California Press, 1989). Y también la interesante (y casi ya clásica) esquematización de David Held (1996), de la London School of Economics: Models of Democracy.
Valdría la pena, también, examinar la visión, al mismo tiempo cuestionadora y pesimista, que puede ser encontrada en Jean-Marie Guéhenno. Guéhenno publicó dos ensayos importantes sobre “El fin de la democracia” (1993) y “El futuro de la libertad” (1999). Escrito, el primero, en el inicio de los años 90, aún bajo el impacto de la caída del Muro de Berlín, y el segundo, ya en su ocaso, bajo el impacto del proceso de globalización, los dos libros de Guéhenno están llenos de sugerencias para el cuestionamiento de las alternativas fundadas en la libertad. Parece convencido de que la libertad sólo puede ser alcanzada por la democracia tomada como un fin en sí misma. Sin embargo, se revela escéptico en cuanto a las posibilidades de realizar la libertad de los antiguos en el mundo que se avecina, vale decir, con las posibilidades de la democracia como utopía/topia de la comunidad política.
Las relaciones entre democracia y sociedad civil constituyen un campo ya consolidado de estudio que cuenta con una vasta bibliografía. Sobre la crítica a las formas tradicionales de organización de la sociedad civil desde el punto de vista de la democratización (en el sentido “fuerte” del concepto) sin embargo, no hay casi nada escrito. De cualquier modo, no se puede dejar de leer algunos textos que originaron concepciones de sociedad civil en los cuáles la democracia es considerada, implícita o explícitamente, como manifestación relacionada a un determinado tipo de dinámica de la vida social (se trata, en general, de textos sobre el concepto de capital social, o sobre sus manifestaciones o, aún, sobre su prehistoria). Así, es recomendable leer Thomas Paine: Derechos del Hombre (1791); Tocqueville: La democracia en América (1835-1840); Stuart Mill: Sobre la Libertad (1859) y Sobre el Gobierno Representativo (1861); Jane Jacobs: Morte y vida de las grandes ciudades (1961); James Coleman: "Social Capital in the creation of Human Capital" (in American Journal of Sociology, Supplement 94 (s95-s120), 1998); Robert Putnam: Comunidad y democracia: la experiencia de Italia moderna (1993) (el título original era “Making Democracy Work”, mucho más esclarecedor); Francis Fukuyama: La gran ruptura: la naturaleza humana y la reconstituición de la orden social (1999) y Claus Offe: La actual transición de la historia y algunas opciones básicas para las instituciones de la sociedad (1999) (29).

Notas
(1) Cf. Honneth, Axel (1998).“Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”, (publicado originalmente en “Political Theory”, v. 26, diciembre 1998) traducido en la colección: Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoje: novos desafios pára a teoria democrática contemporânea. Brasília: Editora Universidade de Brasília, 2001.
(2) Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor e Jogo: fundamentos esquecidos do humano – desde o Patriarcado à Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(3) Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor e Jogo: fundamentos esquecidos do humano – desde o Patriarcado à Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(4) Idem.
(5) Idem-idem.
(6) Dewey, John (1927). The Public and its Problems. Chicago: Gataway Books, 1946 (existe ediçou em espanhol: A opinião pública e seus problemas. Madri: Morata, 2004).
(7) Dewey, John (1939). “Creative Democracy: the task before us” in “The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy”. Indianapolis: Indiana University Press, 1998. (Existe una edición en español: in Liberalismo e Acción Social e otros ensayos. Valencia: Alfons O Magnànim, 1996).
(8) Cf. Franco, Augusto (2001). Capital Social: leituras de Tocqueville, Jacobs, Putnam, Fukuyama, Maturana, Castells e Levy. Brasília: Instituto de Política, 2001.
(9) Cf. Castells, Manuel (1999). “Para ou Estado-rede: globalizaçou econômica e instituiçé políticas na era dá informaçou” in Bresser Pereira, L. C., Wilheim, J. e Sola, L. Sociedad y Estado en transformación. Brasilia: ENAP, 1999.
(10) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(11) Joas, Hans (1994). “El comunitarismo: una perspectiva alemana”, traducido en la colección: Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoy: nuevos desafíos para la teoría democrática contemporánea. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(12) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(13) –
(20) Cf. Honneth, Axel (1998).“Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”.
(21) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(22) Para tener una visión de esos tres tipos diferentes de topología – centralizada, descentralizada y distribuida – conviene dar una miradas a los diagramas de Paul Baran, reproducidos en http://augustodefranco.locaweb.con.br/cartascomments.php?id=13_0_2_0C
(23) Bard, Alexander y Söderqvist, Jan (2002). La netocracia: el Nuevo que pueda en la Red y la vida después del capitalismo. España: Pearson Educación, 2005. Cf. también Ugarte, David (2007). El poder de las redes: manual ilustrado para personas, colectivos y empresas abocados al ciberactivismo; disponible en el link: www.deugarte.con/gomi/elpoderdelasredes.pdf
(24) Ugarte, David (2007). El poder de las redes: manual ilustrado para personas, colectivos y empresas abocados al ciberactivismo; disponible en el link arriba.
(25) Conviene leer aquí lo que escribimos en las “Indicaciones de lectura sobre lo desarrollo” (10/03/07), sobre todo en la sección “Redes y modelos de desarrollo” clicando en el link: http://augustodefranco.locaweb.con.br/publicacoescomments.php?id=69_0_4_0C
(26) Ídem. Cf. también Lewontin, Richard (1998). La tripla hélice. São Paulo: Compañía de las Letras, 2002.
(27) Cf. Jacobs, Jane (1961). Muerte y vida de las grandes ciudades. São Paulo: Martins Fontes, 2000.
(28) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(29) Quién quiera profundizarse en las teorías del capital social, puede leer: Coleman, James (1990). "Foundations of Social Theory". Cambridge, MA: Harvard University Press, 1990; van Deth, Jan W. et al. (eds.) (1999). “Social Capital and European democracy”. London/NY: Routledge/ECPR Studies in European Political Science, 1999 (en especial dos textos: lo de Newton, Kenneth. “Social Capital and democracy in modern Europe” y lo de Whiteley, Paul F. “The origins of social capital”); Leenders, Roger and Gabbay, Shaul (1999). “Corporate social capital and liability”. Boston: Kluwer Academic Publishers, 1999 (en especial el texto de Knoke, David. “Organizational networks and corporate social capital”); Baron, Stephen et al. (eds.) (2000). “Social Capital: critical perspectives”, New York: Oxford University Press, 2000 (en especial los textos de Schuller, Tom; Baron, Stephen & Field, John. “Social Capital: la Review and Critique” y de Maskell, Peter. “Social Capital, Innovation and competitiveness”); Lesser, Eric (ed.) (2000). “Knowledge and Social Capital: foundations and applications”. Boston: Butterworth-Heinemann, 2000 (sobretodo los cuatro siguientes textos: Nahapiet, Janine & Ghoshal, Sumantra. “Social Capital, Intellectual Capital and the organizational advantage”; Portes, Alejandro. “Social Capital: Its Origins and Applications in Modern Sociology”; Snadefur, Rebecca & Laumann, Edward. “A Paradigm for Social Capital”; e Adler, Paul & Kwon, Seok-Woo. “Social Capital: The Good, the Bad and the Ugly”); Dasgupta, Partha & Serageldin, Ismail (eds.) (2000). “Social Capital. A Multifaceted Perspective”. Washington: The World Bank, 2000 (sobretodo los tres siguientes textos: Grootaert, Christiaan & Serageldin, Ismail. “Defining social capital: an integrating view”; Ostrom, Elinor. “Social capital: a fad or a fundamental concept”; Dasgupta, Partha. “Economic Progress and the idea of social capital”); Edwards, Bob et al. (eds.) (2001). “Beyond Tocqueville: civil society and the social capital debate in comparative perspective”. Hanover: Tufts University, 2001 (em especial os textos de Newton, Keneth. “Social Capital and Democracy” e de Foley, Michael, Edwards, Bob & Diani, Mario. “Social Capital Reconsidered”); Dekker, Paul & Uslaner, Eric (eds.) (2001). “Social Capital and participation in everyday life”. London/NY: Routledge/ECPR Studies in European Political Science, 2001 (em especial o texto de Grootaert, Christiaan. “Social Capital: the missing link?”); Lin, Nan et al. (eds.) (2001). “Social Capital: theory and research”. New York: Aldine de Gruyter, 2001 (em especial o texto de Lin, Nan. “Building a network theory of social capital”); Stolle, Dietlind & Hooghe, Marc (2003). “Generating social capital: civil society and institutions in comparative perspective”. New York: Palgrave MacMillan, 2003.

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