domingo, 1 de junio de 2008

Capítulo K | Público


... que el ejercicio de la democracia depende de la formación de una opinión pública (que no es lo mismo que la suma de las opiniones individuales de la mayoría de la población);

Si la suma de las opiniones privadas pudiera ser lo mismo que opinión pública, no sería necesidad de proceso político.

En la mayoría de los países del mundo, si fuéramos a organizar la sociedad en base en las opiniones de la mayoría de la población, viviríamos probablemente en una dictadura o en un tipo de régimen excluyente, prejuicioso, intolerante y corrupto, envés de cualesquiera de los altos valores enunciados por los partidarios de la democracia.
La democracia depende de una llamada opinión pública, que no es la suma de las opiniones de los ciudadanos que componen la población de un país, pero que está compuesta a partir de los imputs suministrados por aquellos que expresan opiniones en el espacio público. O sea, la opinión pública no es la opinión de la mayoría del pueblo, como somos inducidos a creer después que aparecieron los institutos de investigación de opinión. La opinión pública es aquella que se forma cuando las opiniones son voluntariamente vertidas en el espacio público y no cuando son arrancadas por un entrevistador que golpea a nuestra puerta o corta nuestro camino en la vía pública y después totaliza las respuestas que obtuvo porque preguntó pero que nosotros no estábamos dispuestos a someter al debate público. Si hubieren existido tales institutos en Atenas de los siglos 6 la 4 (ac), la democracia ciertamente no hubiese sido escogida como forma preferible de gobierno. Sin embargo, la opinión pública en Atenas era favorable a la democracia. De la misma forma, en Brasil en el auge del régimen militar, los que se posicionaban en contra del gobierno eran una franca minoría y, aun así, expresaban la opinión pública de la época.
Se dice, con razón, que la opinión pública es un actor (o un factor) que no se puede desconsiderar en las sociedades contemporáneas. No es exactamente lo llamamos de sociedad ‘civil’ (sobre todo no es nada que se pueda reducir al conjunto de organizaciones de la sociedad civil). Es algo que se forma, por supuesto, a partir de las opiniones privadas, sin embargo cuando tales opiniones interaccionan colectivamente forman configuraciones complejas que brotan por emergencia. En ese sentido el mecanismo de construcción o formación de la opinión pública es el mismo mecanismo de formación de lo que llamamos público, como, de hecho, ya había percibido John Dewey, en 1927, en su clásico “El público y sus problemas” (1).
Dewey, esta claro, no podía concebir, en esos tiempos, la emergencia y otros procesos que acompañan la complejidad social, pero previó ciertos conceptos de los cuáles ahora estamos obligados a echar mano para intentar describir la formación del ‘público’. Hoy podemos decir que la diversidad de las iniciativas de una sociedad civil es capaz de generar una orden bottom up. Y que a partir de cierto grado de complejidad, la pulverización de iniciativas privadas acaba generando un tipo de regulación emergente. Cuando miles de micromotivos diferentes entran en interacción, es posible constituir un sentido colectivo común que ya no está vinculado a los motivos originales de los agentes privados que contribuyeron para su constitución. ¡Aquí comenzamos a enfrentar el problema!
Sin embargo, eso no es posible cuando el número de agentes privados es muy pequeño. Lo que indica que el público propiamente dicho sólo puede, por lo tanto, constituirse por emergencia. Puede hasta haber, provisional e intencionalmente, un pacto que reconozca algunos procesos de constitución del público, así como hay, por ejemplo, un pacto que reconoce como receta pública el resultado del monto de impuestos pagados por los agentes privados (con dinero privado). No hay una magia que transforme nuestros recursos privados en recursos públicos cuando pagamos impuestos: hay un consenso social, que reconoce como válida la operación política por la cual esos recursos privados, pagados por los llamados contribuyentes, cuando recaudados compulsivamente por el Estado, pasan a ser considerados como recursos públicos.
Sin embargo, hay límites impuestos por la racionalidad del tipo de organismo que estamos considerando. Tratar de transformar el interés privado de un grupo en interés público es semejante a querer hacer un hechizo. Sería comparable a si se quisiera llamar a los ingresos públicos los impuestos pagos sólo por una docena de contribuyentes.
Entiéndase que no es un problema de cantidad. Es una cuestión de complejidad, en que, evidentemente, la cantidad es una variable, pero no la única. Si solamente una docena de personas pagara impuestos, difícilmente habría una base para un pacto social que reconozca cómo válido el derecho de tasar esos contribuyentes. Si hubiera tal pacto, sería un pacto privatizador y tales contribuyentes serían considerados (y se comportarían como) dueños del Estado (que, entonces, ya no podría ser considerado un ente público).
Por otro lado, hay una razón elocuente para afirmar que la cantidad no es la única variable en este proceso. Pues tampoco queda asegurada la formación de lo público por la simple suma – o la totalización ex post e inorgánica – de imputs privados, aunque las partes de esa suma expresen cuantitativamente la mayoría de una población.
En el caso de la llamada ‘opinión pública’, no basta sumar (o juntar y totalizar) las opiniones privadas. Es necesario que esas opiniones se combinen, si polinicen mutuamente y se transformen en ese proceso de inmerción para que podamos tener una opinión pública. Así, podría ocurrir que la mayoría de las opiniones privadas estén en contradicción con la opinión pública, aún cuando las vertientes originalmente formadoras de esa opinión pública sean minoritarias o, incluso, francamente minoritarias (por ejemplo, la opinión pública en Brasil de mediados del siglo IX, cuando, según algunas estimaciones, sólo un 1% de nuestra población sabía leer y escribir – y los 99% analfabetos ni aún podían usar los periódicos como papel higiénico – y se formaba por opiniones privadas que, en su origen, eran francamente minoritarias).
No es que la posesión de un conocimiento – como el conocimiento de la lengua hablada y escritura, la alfabetización o la erudición – califique la opinión por fuera del proceso político (sí, no estamos hablando aquí de otra cosa que de proceso político), lo que sería una violación de la presuposición democrática básico de libertad y valorización de la opinión. Es que los procesos por los cuáles las opiniones transitan en la sociedad, se basaron, a partir de la modernidad, en la palabra escrita y en la interpretación del texto, escrito o hablado, creando así una condición de interacción política que impide la participación de los que no poseen tales recursos cognitivos (y o/de comunicación).
En países en que las condiciones de interacción política están mejor distribuidas, hay una tendencia clara de convergencia entre la opinión pública y la suma de las opiniones privadas, hasta qué punto no se sabe. Pero eso explica por qué la vitalidad de la democracia está siempre asociada a la existencia de una sociedad civil activa o de “una clase media” vigorosa. No, no es porque la posición de clase en términos clásicos, quiere decir, la posición en relación al proceso de producción o de acumulación del capital sea determinante, como juzgaron todas las vertientes economicistas del pensamiento sociológico (inclusive porque la determinación de clase de la llamada “clase media” es una operación imposible para las teorías de clases sociales fundamentadas en alguna racionalidad económica), y sí porque hay un acceso diferencial al campo donde se da la interacción de las opiniones por parte de esa “clase” en relación a las clases subalternas (en virtud del analfabetismo estricto o funcional de estas últimas o, hoy, de su “analfabetismo” digital y, aún, de su exiguo tiempo libre para poder preocuparse con asuntos que no relacionados a la supervivencia y al ocio).
Pero, volviendo al concepto de ‘público’, en general, somos obligados a reconocer que todo o casi todo lo que se dice sobre el público que no lleva en cuenta ese proceso emergente por lo cual el público se constituye a partir de la complejidad social no es capaz de explicar la naturaleza del público, ni de comprender la fenomenología a él asociada.
De modo general confundimos el público con lo estatal, cuando, originalmente, se trata de lo contrario. La formación del Estado – en todas sus formas pretéritas, desde el Estado-Palacio-Templo sumeriano, pasando por las Ciudades-Estados monárquicas de la Antigüedad y por los Estados reales y principescos – es el resultado de una privatización de los asuntos comunes operada por el autócrata. El surgimiento de la democracia fue el resultado de una desprivatización, cuando los asuntos privatizados por el autócrata pasaron a ser discutidos por todos en la polis. Por eso tenía razón Aristóteles al sugerir que público es lo que es visible indistintamente para todos en la comunidad (koinomía) política. Democracia y esfera pública son realidades conexas. Sólo al Estado democrático se le puede atribuir carácter público, aún así dentro de ciertos límites bien estrictos (o estrechos).
Por ejemplo, veamos lo que ocurre en relación a las llamadas políticas públicas. En general, las políticas gubernamentales llamadas políticas públicas no son inmunes a la privatización (que es siempre una desconstitución del sentido público). Un partido puede, por ejemplo, alcanzar el comando de un gobierno y, como organización privada que es, al asumir el control administrativo, direccionar una determinada política según sus propios intereses que no son públicos.
El hecho de estar escrito en la Constitución que una cosa es pública, no significa que ella lo sea realmente. ¿Una empresa concebida como pública tiene sus cuentas, su hoja de personal y sus planes estratégicos visibles a todos indistintamente? ¿En ese sentido sería ella realmente pública según el criterio decurrente de la sugestiva definición aristotélica? Todo que es declaradamente público puede ser privatizado, ya sea por intereses económicos privados, o de intereses corporativos, o por intereses políticos (como los intereses partidistas y clientelistas).
Por eso es por lo que no deberíamos preocuparnos tanto en saber si una política es formal o nominalmente pública y sí en saber si ella es una política democratizante. Sólo puede ser publizante lo que es democratizante. Y eso vale también para la llamada ‘opinión pública’.
A rigor una opinión sólo puede ser pública si fuera el resultado de un proceso de publicación de opiniones privadas. Ese proceso de publicación es un proceso de democratización, o sea, de libertad de proclamación y de interacción de opiniones. En una dictadura es muy difícil hablar en opinión pública a no ser cuando la libertad de proferir opiniones es ejercida como un acto disruptivo, contra aquel orden establecido para impedir el ejercicio de esa libertad y para desvalorizarla, privatizando la esfera pública de las opiniones.
La autocratización es siempre una privatización. En Cuba hay una privatización clara de las opiniones en las manos del autocrata: el dictador, por medio de su partido-Estado y de las instituciones que le sirven de correa de transmisión. En Rusia de Putin y en Venezuela de Chávez están en marcha procesos de privatización de las opiniones, con el objetivo de impedir que se forme una opinión pública (y ese es el motivo de la persecución a los medios de comunicación en esos países). Otros países de América Latina están en curso procesos de devaluación de la opinión pública en nombre de la opinión privada de la mayoría de la población. Tal totalización de las opiniones privadas mayoritarias de la población que no son proferidas en el espacio público por sus actores, sólo puede ser hecha, ex post e inorgánicamente, por medio de las investigaciones de opinión y de las elecciones.
Ahora, si las opiniones privadas de la inmensa mayoría de una población – aquellas opiniones que son cotejadas, por ejemplo, por investigaciones de opinión o por las urnas – no indican ningún grado significativo de conversión a la democracia, entonces esto se coloca un enorme problema para la democracia. A punto de, en ciertos países, llevar algunos disconformes a reclamar, en términos un tanto groseros, que el problema es que “quien decide las elecciones no son quienes leen periódicos, pero sí quien se limpia el culo con él”. Antes de rechazar la etiqueta de chulo, debemos entender cual fue la confusión que lo motivó.
Ese problema tiene a ver con las relaciones entre el proceso de formación de la voluntad política colectiva y el proceso de composición de la llamada opinión pública. En una democracia esos dos procesos deberían caminar juntos o, por lo menos, tender a eso.
Finalmente, lo que parece ser fatal para la democracia es la confusión entre el proceso de formación de la voluntad política colectiva y algunos mecanismos utilizados para captar tendencias de opinión (como las investigaciones de opinión) y para escoger representantes (como las elecciones).
Aunque guarden relaciones entre sí, son cosas distintas. Si la suma de las opiniones privadas pudiera ser la misma cosa que la opinión pública, no habría necesidad del proceso político. Nadie debería proferir opiniones en la esfera pública y ni someterlas al debate político. Bastaría agudizar en el oído del entrevistador de un instituto de investigación su opinión. Bastaría, de tanto en tanto, depositar secretamente el voto en la urna.
Pero, como ya había percibido el joven-Dewey (1888), en el texto “Ética de la democracia”, la democracia no es sólo una mera forma organizacional de gobierno del Estado sometida a la regla de la mayoría (2). Como observó Axel Honneth (1998), ese concepto instrumental de democracia reduce la idea de formación democrática de la voluntad política al principio numérico de la regla de mayoría... Ahora, hacer eso significa asumir el hecho de que la sociedad sea una masa desorganizada de individuos aislados cuyos fines son tan incongruentes que la intención u opinión adoptada por la mayoría debe ser descubierta aritméticamente (3).

Indicación de lectura

Vale la pena leer el libro de John Dewey (1927). The Public and its Problems.

Notas

(1) Dewey, John (1927). The Public and its Problems. Chicago: Gataway Books, 1946 (existe edición en español: La opinión pública y sus problemas. Madrid: Morata, 2004)
(2) Cf. Dewey, John (1888). Ethics of Democracy, apud Honneth, Axel (1998).
(3) Cf. Honneth, Axel (1998). “Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”.

2 comentarios:

Lolamento dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Lolamento dijo...

¿persecución de los medios de comunicación en Venezuela?. ¡Por favor! Si dicen y hacen lo que quieren. Cosas que en otros paises "civilizados" no quedarian sin castigo no han recibido ni siquiera peresecucion judicial.

En este blog se habla de privatización de la opinion pública a manos del dictador pero nada se dice de la manufactura del consenso aberrante que un cartel de medios nada democraticos en su estructura y sus intenciones lleva adelante.

Considero que este blog presenta algunas ideas interesantes pero el integrismo ideologico de guerra fria lleva al autor a ignorar la realidad en determinadas cuestiones y somete al lector a un incesante trabajo para eliminar ese sesgo de guerra fria para asi separar la paja del trigo.

Habiendo tantos ejemplos recientes de ataques a las libertades (individual y de expresion) en EEUU cuesta entender que el autor ponga una ficcion sobre Venezuela como ejemplo.