lunes, 2 de junio de 2008

Capítulo O | Alianzas


... que las alianzas no son un trámite instrumental (para que alguien salga favorecido y derrotando sus supuestos enemigos, descartando al final sus propios aliados, cuando ya no necesita de ellos);

Así es como piensa un autocrático: los demás sólo sirve para servir a mis propósitos.

En la democracia, las alianzas no son un trámite instrumental del cual se puede echar mano en la lucha política a partir de evaluaciones tácticas pero sí son la esencia misma del proceso de comprensión que puede surgir entre distintas opiniones y proyectos a través de la conversación en el espacio público. Es por eso que se puede decir que la política democrática tiende a ser, cada vez más (o sea, mientras más se democratiza la política), sinónimo de política de alianzas.
El aumento de la complejidad, quiere decir, de la diversidad, de la organización y de la conectividad social, en la contemporaneidad, con la emergencia de la sociedad-red, produce, continua y aceleradamente, nuevas minorías, las cuales ya no consiguen expresarse en regímenes de mayoría, que aún extraen su legitimidad de la relación entre una minoría de hecho gobernante y la mayoría masificada que gobierna. En la medida en que las masas van dejando de ser totalidades indiferenciadas, van complejizando su estructura interna y van pasando de la condición de objetos a la de sujetos políticos, son las múltiples minorías que pasan a formar las mayorías, en configuraciones temporales de geometría variable. En esas circunstancias, la democracia se afirma, cada vez más, como un régimen de minorías, o sea, como un modo de regulación de conflictos que exige la constante composición y recomposición de mayorías a partir de la variedad de sujetos colectivos que se posicionan diferentemente de cara a los diversos temas sometidos a discusión Eso exige la formación, simultánea y sucesiva, de múltiples sistemas flexibles de alianzas como condición de gobernabilidad (democrática), que ya no podrán ser conquistadas ni mantenidas, autocraticamente, ni a partir de normas impositivo-punitivas, ni en virtud del carisma y de “la fuerza gravitacional” de los jefes.
En la democracia no debe haber un sujeto que pueda conducir solo a la sociedad –porque eso sería, por definición, autocracia – y mientras más aumenta la complejidad social, más difícil se hace privatizar el comando político o ejercer el poder a partir de la voluntad de uno o de pocos. Pero, usándose aquí el concepto de fuerza ‘política’ (lo que no es recomendable en términos democráticos), la alternativa de la política de alianzas no surge como expediente instrumental, para aumentar la fuerza de un sujeto con base en su posición de mayor fuerza dentro de un conjunto de fuerzas menores, que, sumadas a su fuerza, le confieren entonces la condición de fuerza hegemónica del conjunto de la sociedad.
Mientras más se democratiza la sociedad, menor será la oportunidad de una fuerza individual de conseguir mantenerse por mucho tiempo en una condición de prevalencia, aunque haga todas las alianzas posibles – al menos que suprima o restrinja la democracia, lo que también será cada vez más difícil de hacer en una sociedad más democratizada. Cada actor individual o colectivo tendrá, así, que compartir con otros actores las tareas de coordinación política y tendrá que hacerlo por los mismos motivos que lo hacen aceptar el juego democrático, o sea, eso lo haría formar parte de un nuevo pacto democrático ampliado o democratizado, para las sociedades que caminaran en esa dirección.
Hacer alianzas para fortalecerse y poder derrotar los enemigos, descartando, al final, los propios aliados, cuando ya no se necesita de ellos, es el recetario de la política autocrática en ambientes democráticos. Como no puede realizarse completamente como tal en esos ambientes, un sujeto autocrático es forzado a hacer alianzas (en la verdad, a disgusto, visto que me gustaría mandar solo, sólo porque no puede, no porque no quiera). Bajo el influjo de una mentalidad hegemonista, los autocratas son, así, forzados a captar aliados (poco importa lo que piensan tales aliados ante lo que, para ellos, es el fundamental, o sea, el incremento de fuerza que al pueden arribar). Se trata del uso (o del ab uso) que descalifica el otro al no tener en cuenta su contribución en el enriquecimiento del proceso político.
He ahí como piensa la mente autocrática: el otro sólo sirve a mis propósitos, de él nada puedo (y nada debo) aprender en términos sustantivos (a no ser, eventualmente, su sabiduría, derivada de la política como “arte de la guerra”, de cómo conquistar y retener el poder). Es fundamental en la medida en que solo no puedo obtener lo que se me antoja. Pero en la medida en que ya no necesito de él, se hace un estorbo y también un peligro: sea porque, teniéndolo temporalmente de mi lado, conoce mis debilidades y puede atacarme por esos flancos, sea porque, en la convivencia con él, acabo por desprotegerme de sus embestidas (es la máxima autocrática: “los enemigos lo fortalecen, los aliados lo debilitan”), sea, finalmente, porque su propia existencia ya es una alternativa a mi dominio (y las personas pueden preferir quedarse bajo su influencia en vez de permanecer bajo la mía).
Para la concepción y la práctica autocrática, el aliado, como un otro no plenamente aceptado, sólo instrumentalmente admitido, debe ayudarme a vencer, pero no debe vencer conmigo. Debo seducirlo, enamorarlo, pero no casarme con él. Pues la victoria – ¡ah! ¡La victoria! – sólo existirá (y sólo será dulce) si yo, el vencedor, me pueda llevar todo (“the winner takes all”), como veremos en el próximo capítulo.

Indicaciones de lectura

Una sugerencia difícil de ser llevada a la práctica, si bien muy provechosa, sería leer al contrario (o por el envés) los libros que contienen la sabiduría tradicional del “arte de la guerra”, especialmente cuando abordan el tema sobre las alianzas: “El Arte de la Guerra”, de Sun Tzu (c. 500 a. C); “El Príncipe”, de Nicolau Maquiavel (1513); “El Arte de la Prudencia”, de Baltazar Gracián (1647); “El Libro de los 5 Anillos” (“Gorin En el Sho”), de Miyamoto Musashi (c. 1683); “Breviário de los Políticos”, de Jules (Cardenal) Mazarin (1683); “Como negociar con Príncipes”, de François de Callières (1716); y De “la Guerra”, de Carl von Clausewitz (1832) (1).

Nota

(1) Si la política de alianzas puede, de algún modo, resumir lo que se quiere entender aquí por política democrática en términos prácticos, entonces tenemos un problema. Pues lo que vulgarmente se entiende por política es lo que Agnes Heller llama política “pragmática de nuestros días”, que – según ella – “permanece intacta por teorías e ideas, y cuyos objetivos exclusivos son circunscriptos a las exigencias de obtener el poder y en él mantenerse” (Heller, 1985). También se toma por política, como señala aún Heller, “los formas modernas de teoría maquiavélica que proponen entender la política como una técnica” (Ídem). Pero Maquiavelo estaba preocupado, principalmente, en establecer principios para el mantenimiento del poder recién-conquistado, lo que generalmente ha hecho a lectura de sus ideas aproximarse a aquello que Heller llamó de política “pragmática”, aunque ella no afirme eso. Los conocimientos tácitos de articulación política se refieren, en gran medida, a recomendaciones de naturaleza “técnica” para la obtención y el mantenimiento del poder “deslizadas” del arte de la guerra. Básicamente esos conocimientos derivan de la experiencia de personas involucradas en ambientes competitivos en que el objetivo principal de los actores parece ser siempre conquistar posiciones de dominio o mantenerse en esas posiciones. Tales conocimientos –una especie de realismo político práctico cotidiano – presuponen también una visión del ser humano como un ser inherentemente competitivo. Pero lo curioso es que la política es, en cierto modo, como nos mostró Hannah Arendt, exactamente el contrario a eso. No se trata de establecer relaciones de dominio sino de desencadenar procesos por los cuáles las personas puedan sustraerse de las relaciones de dominación. Como ella escribió: “soy de la opinión que... la reducción de todas las relaciones políticas a la relación de dominio no sólo no puede ser justificada históricamente, como también deformó y pervirtió, de manera funesta, el espacio de la cosa pública y las posibilidades del hombre como ser dotado para la política” (Arendt, c. 1950). Para Arendt, el sentido de la política es la libertad y no la dominación. En ese sentido, ejercitar el “arte de la política” nada tiene a ver con ejercitar el “arte de la guerra”, a no ser por el envés. Se trata de transformar el “arte de la guerra” – actividad inherente a una sociedad de dominación – en “arte de la política”, estableciendo espacios de conversación entre seres libres e iguales o haciendo los espacios (públicos) de interacción humana ambientes propicios para la afirmación de la libertad. Toda dominación se basa en la repetición. La invención de lo nuevo y de lo inusitado requiere ejercicio de libertad. La política – en virtud de tomar como sentido la libertad – hace que los hombres “aptos a realizar lo improbable y el imprevisible” (Arendt, c. 1950). Cf. Heller, Agnes (1985). “Principios Políticos” in Heller, Agnes & Fehér, Ferenc (1987). La condición política post-moderna. Río de Janeiro: Civilización Brasileña, 1998; cf. también Arendt, Hannah (c. 1950). ¿Qué es política? (Frags. de las “Obras Póstumas” (1992), compilados por Ursula Ludz). Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1998.

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