miércoles, 4 de junio de 2008

Capítulo X | Dejar


... que la democracia no es un enseñar, pero si un dejar aprender (y que la misión del Estado no es educar la sociedad, corrigiendo los supuestos “defectos de fábrica” del ser humano para producir cualquier monstruosidad como un “hombre nuevo”);
Solamente psicópatas y sociópatas autocráticos imaginan que poseen la fórmula para producir un “hombre nuevo”.

Más vale un error cometido en democracia que los muchos aciertos de una autocracia. La democracia presupone libertad para errar y para aprender de los propios errores. Pero, además de eso, democracia siempre implica un aprendizaje colectivo en el proceso de experimentación sin el cual no puede ser valorada – y, en verdad, ni aún realizada – por los sujetos políticos que participan. La comunidad política desarrollándose es sinónimo de su red social aprendiendo.
Pero es la red social que aprende con su propia experiencia y no los individuos aislados
adoctrinados por una especie de Estado- “reformatorio”. En la democracia (y eso vale tanto en el sentido “fuerte”, cuanto en el sentido “débil” del concepto) no cabe al Estado reformar al individuo. No hay nada que reformar. Solamente psicópatas y sociópatas autocráticos imaginan que poseen la fórmula para producir un “hombre nuevo”, basados en la creencia de que el ser humano vino con una especie de defecto “de fábrica” que debe ser corregido por los poseedores de la doctrina verdadera, de la ideología correcta, los cuales tendrían el derecho de apoderarse del poder de Estado para, por medio de éste ejercido autocráticamente, regenerar las imperfecciones de los seres humanos, comenzando por intentar colonizar, top down, sus conciencias.
El trágico siglo XX ha suministrado ejemplos suficientes de lo que acontece cuando reformadores de seres humanos (como Mao o Pol Pot) se apoderan del poder de Estado para enseñar al pueblo como caminar en dirección a las sus utopías generosas e igualitarias: el mejor indicador para evaluar los resultados de esos movimientos autocratizantes tal vez sea el número de cadáveres por hora que producen como efecto colateral en su empeño reformador.
Ocurre que la democracia no es realmente un enseñar, pero un dejar aprender. Es una apuesta de que los seres humanos comunes pueden, sí, aprender a autoconducirse – aunque no posean ninguna ciencia o técnica específica – cuando inmersos en ambientes que favorezcan al ejercicio colectivo de esa educación democrática.
Más una vez John Dewey debe ser evocado. En el discurso, “Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante” (1939) – en que lanza su contribución final a las bases de una nueva teoría normativa de democracia que podríamos llamar de democracia cooperativa – Dewey afirma que:
“La democracia es un modo de vida orientado por una fe práctica en las posibilidades de la naturaleza humana. La creencia en el hombre común es uno de los puntos familiares del credo democrático. Esta creencia carece de fundamento y de sentido salvo cuando significa una fe en las posibilidades de la naturaleza humana tal como se revela en cualquier ser humano, no importa cual sea su raza, color, sexo, nacimiento u origen familiar, ni su riqueza material o cultural. Esa fe puede ser promulgada en estatutos, sin embargo quedará sólo en el papel la menos que se refuerce en las actitudes que los seres humanos revelen en sus mutuas relaciones, en todos los acontecimientos de la vida cotidiana... Abrazar la fe democrática significa creer que todo ser humano, independientemente de la cantidad o del nivel de sus capacidades personales, tiene derecho a gozar de las mismas oportunidades que cualquiera otra persona para desarrollar cualquier aptitud que posea. La creencia democrática en el principio de la iniciativa revela generosidad. Es universal. Es la creencia en la capacidad de todas las personas para dirigir su propia vida, libre de toda coerción e imposición por parte de los demás, siempre que estén dadas las debidas condiciones.La democracia es un modo de vida personal que no está guiado por la mera creencia en la naturaleza humana en general, sino por la fe en la capacidad de los seres humanos para juzgar y actuar inteligentemente en las condiciones apropiadas. En más de una ocasión, fui acusado, por críticas provenientes de diversas posiciones, de abrazar una fe impropia, utópica en las posibilidades de la inteligencia y en la educación como su correlato. Sea como que sea, no fui yo quien inventó esa fe. La adquirí de mi entorno, en la medida en que ese entorno estaba infundido de un espíritu democrático. ¿Pues, qué es la fe en la democracia, en su papel de consulta, discurso, persuasión, discusión y formación de opinión pública, que en el largo plazo se autocorrige, sino la fe en la capacidad de la inteligencia del hombre común para responder con sentido común al libre juego de los hechos e ideas, asegurados por las garantías efectivas de la investigación, de la asamblea y de la libre comunicación? Estoy dispuesto a dejar en mano de los defensores de los estados totalitarios, derechistas y de izquierda, la creencia en el carácter utópico de dicha fe. Pues la fe en cuestión está tan profundamente arraigada en métodos intrínsecamente democráticos que cuando alguien que confiesa ser demócrata niega esa fe, se condena a sí mismo en traicionar la causa que dice defender...
La democracia como modo de vida está orientada por la fe personal en el trabajo del día-a-día con otras personas. La democracia es la creencia de que inclusive cuando las necesidades, los fines o las consecuencias difieren de individuo a individuo, el hábito de la cooperación amistosa – hábito que no excluye la rivalidad ni la competencia, como en el deporte – es por sí una valiosa contribución a la vida. En la medida del posible, extraer cualquier conflicto que surja – y continuarán surgiendo conflictos –fuera del contexto de la fuerza y de la resolución por medios violentos, para situarlo en el de la discusión y de la inteligencia, es tratar a quienes desacuerdan con nosotros – por muy grave que sea la discrepancia – como personas de las cuales podemos aprender y, en este sentido, como amigos. La auténtica fe democrática en la paz es aquella que confía en la posibilidad de dirimir las disputas, las controversias y los conflictos como iniciativas cooperativas en las cuáles cada una de las partes aprende dando a la otra la posibilidad de expresarse, en lugar de considerarla como un enemigo a derrotar y suprimir por la fuerza, supresión esa que no es menos violenta cuando se obtiene por medios psicológicos como la ridiculización, el abuso, la intimidación, que cuando es consecuencia del confinamiento en la prisión o en campos de concentración. La libre expresión de las diferencias no es solamente un derecho de los demás, sino un modo de enriquecer nuestra propia experiencia. Cooperar, dejando que las diferencias puedan ganar libre expresión, es algo inherente al modo de vida democrático...
Formulada en esos términos [de una posición filosófica], la democracia es la creencia en la capacidad de la naturaleza humana para generar objetivos y métodos que sumen y enriquezcan el curso de la experiencia. Las restantes formas de fe moral y social nacen de la idea de que la experiencia debe estar sujeta en un punto u otro en cierta forma de control externo, la alguna “autoridad” que supuestamente exista fuera de los procesos de la experiencia. El demócrata cree que el proceso de la experiencia es más importante que cualquier resultado particular, de modo que los resultados concretos tienen verdadero valor si se emplean para enriquecer y ordenar el proceso en curso. Ya que el proceso de la experiencia puede ser un agente educativo, la fe en la democracia y la fe en la experiencia y en la educación son una misma cosa. Cuando los fines y los valores se separan del proceso en curso, se convierten en hipótesis, en fijaciones que paralizan los resultados obtenidos, impidiendo que se reviertan sobre la marcha, abriendo el camino y señalando la dirección de nuevas y mejores experiencias. En ese contexto, la experiencia significa la libre interacción de los seres humanos con el entorno y sus condiciones – en particular, con el entorno humano. Tal interacción transforma las necesidades y satisface los deseos mediante el aumento del conocimiento de las cosas. El conocimiento de las condiciones reales es la única base sólida para la comunicación y la participación; toda comunicación que no esté basada en ese conocimiento implica sujeción a las otras personas o a las opiniones personales de los otros. La necesidad y el deseo – de donde nace el fin y la dirección de la energía – va más allá de lo que existe, y por lo tanto, del conocimiento de la ciencia. Abren continuamente camino para un futuro inexplorado e inalcanzado...
Todo modo de vida carente de democracia limita los contactos, los intercambios, las comunicaciones y las interacciones que estabilizan, amplían y enriquecen la experiencia. Esa liberación y enriquecimiento son una tarea que debe ser colocada el día-a-día. Aunque esa tarea no puede llegar a su fin hasta que la experiencia misma finalizada, el propósito de la democracia es y será siempre la creación de una experiencia más libre y más humana, en la cual todos participemos y para la cual todos contribuyamos” (1).
Parece quedar en evidencia, en los tramos transcritos mas arriba, que Dewey no tenía una visión procedimental de la democracia, ni a encaraba sólo como “las reglas del juego” o, aún, como una mera forma de legitimación institucional. Más importante, sin embargo, es su visión “fuerte” de la democracia – con la cual trabajamos aquí – como modo de vida, medio que es simultáneamente un fin, capaz de promover la conversión de enemistad en amistad política.
Vale la pena repetir un pasaje: “tratar los que descuerdan con nosotros – por mas grave que sea la discrepancia – como personas con las cuales podemos aprender y, en este sentido, como amigos...”. Ora, eso es algo capaz de sorprender quien aprendió a rezar por la cartilla del realismo de Carl Schmitt (en “El Concepto del Político”, escrito pocos años antes de la conferencia de Dewey, de la cual transcribimos algunos tramos mas arriba). Sí, la democracia para Dewey era, como él aún afirma, una especie de fe “democrática en la paz”, aquella fe “que confía en la posibilidad de dirimir las disputas, las controversias y los conflictos como iniciativas cooperativas las cuáles cada una de las partes aprende dando a la otra la posibilidad de expresarse, en lugar de considerarla como un enemigo a derrotar y suprimir por la fuerza...” (idem).
El juicio de Dewey, de que “cooperar, dejando que las diferencias puedan ganar libre expresión, es algo inherente al modo de vida democrático”, por eso es que “la democracia es la creencia de que inclusive cuando las necesidades, los fines o las consecuencias difieren de individuo a individuo, el hábito de la cooperación amistosa – hábito que no excluye en la rivalidad y la competencia, como en el deporte – es por sí una valiosa contribución a la vida” y establece una ruptura con las concepciones adversariales de democracia que contaminaron las prácticas totalitarias o autoritarias, sean originadas por la “derecha” o de la “izquierda”.
Sin embargo, lo que parece más relevante en ese discurso de Dewey es su visión anticipatoria de la red social. Cuando él dice que “todo modo de vida carente de democracia limita los contactos, los intercambios, las comunicaciones y las interacciones que estabilizan, amplían y enriquecen la experiencia... [y que] el propósito de la democracia es y será siempre la creación de una experiencia más libre y más humana, en la cual todos participemos y para la cual todos contribuyamos”, está previendo las relaciones entre la democracia (como modo de vida comunitario) y la dinámica de redes sociales distribuidas. Está diciendo que el poder (autocrático) actúa obstruyendo flujos o colocando obstáculos a la libre circulación, separando y excluyendo nodos de la red social. Y con eso, al mismo tiempo, está indicando lo que debemos hacer para librarlos de la dominación de ese tipo de poder.
Parece claro que tal concepción cooperativa de la democracia calza perfectamente con aquello de que, muchos años después, llamamos capital social (que no es más que cooperación ampliada socialmente), como veremos en el Epílogo de este libro.
Indicaciones de lectura

Es bueno releer el discurso de John Dewey (1939): “Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante” (“Creative Democracy: the task before us” in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998).

Nota

(1) Fue en 1939 que Dewey escribió “Creative Democracy: the task before us”, para una conferencia, leída por Horace M. Kallen, en una cena celebrada en su homenaje, el 20 de octubre, día en que el filósofo cumplía ochenta años. Ese texto fue publicado, por primera vez, en “John Dewey and the Promise of America”, Progressive Education Booklet nº 14 (Columbus, Ohio: American Education Press, 1939). Aunque sea la última contribución de Dewey a la teoría de la democracia, continúa siendo ignorada en el debate actual sobre el tema de la radicalización de la democracia.

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