sábado, 31 de mayo de 2008

Capítulo J | Legitimidad


... que para un que gobierno sea democrático no basta que haya sido elegido sin fraude por la mayoría de la población (pues quién tiene mayoría no siempre tiene legitimidad);

Democracias que transforman urnas en tribunales acaban mutando en protodictaduras.

Decir que para un gobierno sea democrático basta con haber sido elegido sin fraude por la mayoría de la población es una falacia autoritaria. El hecho de que un gobierno haya sido elegido por la mayoría en elecciones limpias es una condición necesaria pero no suficiente para que tal gobierno pueda ser calificado de democrático. Es necesario que el gobierno, elegido democráticamente, también gobierne democráticamente. La elección no es un cheque en blanco, que le da derecho al electo de hacer lo que quiera en nombre de la mayoría obtenida en las urnas: es sólo un episodio en un proceso democrático que de rutina. El carácter democrático de un gobierno debe ser conquistado diariamente por sus opciones y acciones democráticas. Así, un gobierno electo democráticamente dejará de ser plenamente democrático si incumpliese las leyes o promoviese la degradación de las instituciones, ya sea a través de la corrupción o de otras acciones destinadas a desacreditarla, ya sea a través de la perversión de la política; por ejemplo, ocupándolas y subordinándolas para vaciarlas de sentido.
Fujimori, aquel delincuente que gobernó el Perú en la década de 1990, tenía – en el auge de su popularidad, cuando saqueaba las finanzas públicos y violaba derechos humanos – cerca de 70% de aprovación popular. Hitler e Mussolini también tenían la abrumadora aprobación de los pueblos alemanas e italianas antes y aún durante la Segunda Gran Guerra. A causa de eso no se puede decir que hubieren gobernado democráticamente o que tuvieran legitimidad.
Así como la legitimidad no puede ser conferida por la mayoría, tampoco es un atributo de la popularidad (y la confusión entre las dos cosas – como lo hace el electoralismo – acaba siempre siendo letal para la democracia). En un régimen democrático representativo quien da legitimidad a la mayoría, en términos políticos, son las (múltiples) minorías que acatan el resultado de las urnas y acatan, además de eso, el derecho de la mayoría de gobernar, aún no acordando con el contenido de sus acciones, por el hecho de que reconocen que las normas democráticas y las instituciones están siendo respetadas. Si las leyes no fueren respetadas por la mayoría, ella (la mayoría) pierde la legitimidad (y es en ese contexto conceptual que tiene sentido la afirmación de que “la democracia es el imperio de la ley”), aún cuando sus representantes continúen sosteniendo altos índices de popularidad (1).
Si la verificación de los índices de popularidad tuviera la importancia que la política tradicional le atribuye hoy día, el proceso electoral sería casi prescindible: bastaría cotejar los índices de popularidad de dos postulantes a cualquier cargo. La democracia, entretanto, abarca un proceso más complejo aún que la verificación de preferencias individuales. El propio proceso electoral es más complejo, no es raro que provoque cambios bruscos en las corrientes de opinión. Por otra parte, la democracia no puede restringirse al proceso electoral, provocado por el desvío del llamado electoralismo (que puede ser extremadamente peligroso para la democracia cuando, confundiendo popularidad con legitimidad, permite que las mayorías se inicie en el camino del crimen y la corrupción y permanezcan impunes, ya que contarían con el apoyo popular). Pero democracias que transforman urnas en tribunales acaban volcando protodictaduras. ¿Pero si la legitimidad no es conferida por la mayoría, cual sería su fuente en el régimen democrático? Como veremos en el capítulo r) reglas, la legitimidad en la democracia es una consecuencia de la aceptación de los principios de la libertad, de la publicidad (de los actos de gobierno), de la elección, de la rotación (o alternancia), de la legalidad y de la institucionalidad democráticas. Si, basado en los votos que obtuvo o en los altos índices de popularidad que alcanzó, un representante considera que puede no respetar, falsificar o manipular las reglas emanadas de esos principios porque cuenta para eso con el apoyo de la mayoría de la población, entonces tal representante deberá ser considerado ilegítimo. Eso es válido también para aquellos actores políticos que, aún sin haber conseguido ningún tipo representación o sin haber conquistado altos índices de popularidad, que no respeten tales reglas basados en la convicción de que son portadores de la propuesta “correcta” o de la ideología “verdadera” (supuestamente a favor del pueblo – o de una parte escogida de ese pueblo – lo mismo cuando el pueblo, como ocurre frecuentemente, no sepa nada de esto).

Indicaciones de lectura

Aquí también las mejores lecturas son las de noticias y artículos políticos publicados los últimos años, en especial, los ya mencionados textos de Ralf Dahrendorf.

Nota

(1) Sobre la legitimidad, ver los comentarios del capítulo r) reglas.

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