viernes, 6 de junio de 2008

Capítulo R | Reglas

... que la democracia no debe escoger alguien para una función de coordinación política en razón del contenido de sus propuestas (sustantivas) debe basarse en la evaluación de su disposición de respetar las reglas establecidas democráticamente y de su capacidad de promover la interacción democrática de todas las propuestas existentes;

La democracia es un sistema de principios plenos de los cuáles se desprenden reglas siempre transitorias y lugares vacíos.

Para la democracia basta que asuman las funciones de coordinación política los que respetan las reglas del juego democrático, no siendo necesario escoger alguien que, supuestamente, tenga las mejores ideas del mundo sobre la redención de la humanidad, el futuro de la especie humana, la sociedad perfecta, el hombre nuevo o sobre cualquiera otra cosa, por más maravillosa que sea. Los que imaginan que están haciendo la elección salvadora por medio del proceso político, están en el lugar errado (deberían, quien sabe, buscar una religión para satisfacer su ansia de sentido de la vida).
Basta para la democracia, en el sentido “débil” mismo del concepto (pero pleno), no respetar abiertamente – ni falsificar o manipular, usando excusas – las reglas que provienen de los principios de la libertad, de la publicidad, de la electividad, de la rotación (o alternancia), de la legalidad y de la institucionalidad y, como consecuencia de todos esos, de la legitimidad de los regímenes democráticos.
Libertad. Las reglas que provienen del principio de la libertad comprenden aquellas que vienen a asegurar el ejercicio de la libertad de ir y venir, de la libertad de organización social y política y de la libertad de creencia y de expresión (cosas que, por increíble que parezca, aún no existen en países como China, Corea del Norte o Cuba), incluyéndose hoy el derecho de investigar, recibir y transmitir informaciones e ideas sin interferencia por cualquier medio, inclusive en el cirberespacio y la libertad de prensa, stricto sensu y lato sensu, lo que debe contemplar la existencia de diversas fuentes alternativas de información y no sólo una libertad formal obstruida en la práctica por la imposición de dificultades legales o burocráticas para la apertura y el funcionamiento de medios de comunicación por parte de quien piensa diferente, sea por qué pretexto sea. Vía la regla de las protodictaduras (como Venezuela actual) y las dictaduras (como las citadas arriba) se intenta falsificar este principio alegando incitación al desorden o amenaza a la seguridad nacional.
Publicidad. Las reglas que provienen del principio de la publicidad tienen a ver con la transparencia necesaria (capaz de enseñar una efectiva rendición de cuentas) de los actos del gobierno y la disolución del secreto de los negocios de Estado (que constituye una exigencia real en circunstancias en que se pueda amenazar la seguridad de la sociedad democrática y el bienestar de los ciudadanos pero que, en la mayor parte de los casos, bajo el pretexto de mantener la seguridad nacional y el orden público, constituye un mero pretexto para ocultar procedimientos autocratizantes o privatizantes).
Electividad. Las reglas que se desprende del principio de la electividad son aquellas que disciplinan, para hacerla lo más ecuánime que fuera posible (dentro de las limitaciones impuestas por las diferencias de fuerza, riqueza y conocimiento existentes en la sociedad en cuestión), la elección de los gobernantes por los gobernados, lo que comprende al derecho a voto para elegir representantes parlamentarios y ejecutivos (gubernamentales) por el sistema universal, directo y secreto, en elecciones libres, periódicas y libres (limpias), atribuyéndose a todos los ciudadanos en condiciones legales de votar igual derecho a ser votados (y la exigencia adicional de que los ciudadanos deban pertenecer la partidos es, como se puede ver, un contrabando autocrático que atenta contra la transitividad del principio de elección, pero que aún está vigente en buena parte de los regímenes democráticos).
Rotación (o alternancia). Las reglas que derivan del principio de la rotación hablan respeto de la efectiva posibilidad de alternancia en el poder entre oficialismo y oposición. Esa cuestión es clave, como hemos visto, para distinguir las democracias de las autocracias y, inclusive, de los simulacros de democracia (o sea, de las democracias parasitadas por fuerzas autoritarias, aparentemente democráticas, pero que en verdad quieren la restringír o la restringen objetivamente, sea por medio de un proceso claramente protodictatorial, sea por medio de una obscura manipulación política, en general de naturaleza populista). Asumir la rotación o la alternancia en un sentido más ampliado significa también, como señaló Felipe González (2007), promover a la categoría de principio “la aceptabilidad de la derrota como elemento esencial del funcionamiento democrático” (1).
Legalidad e Institucionalidad. Las reglas que provienen de los principios de la legalidad y de la institucionalidad tienen a ver con la estructura y el funcionamiento del llamado Estado de derecho, contemplando la existencia y el funcionamiento de instituciones estables, capaces de cumplir papeles democráticamente establecidos en la ley y protegidas de influencias políticas indebidas del gobierno. Si las leyes son incumplidas o eludidas o si las instituciones son derruidas o sólo ocupadas, sujetas de aparatos, pervertidas y degradadas para servir a los propósitos políticos de un grupo privado (instalado dentro o fuera del gobierno), entonces el régimen democrático corre peligro. A las veces tal amenaza no es suficiente para colocar en riesgo el sistema representativo formal, pero – sin ninguna duda – cuando eso acontece es señal de que está habiendo una disminución en el proceso de democratización de la sociedad. Si la ley (democráticamente aprobada) hubiere sido incumplida y no hubiera la sanción correspondiente, la democracia (tanto en el sentido “débil”, cuanto en el sentido “fuerte” del concepto) siempre sufrirá con tal violación, aún cuando se argumente que la ley es injusta (y aunque lo sea de hecho: en este caso, el papel de los demócratas es proponer el cambio de la ley y no de subvertirla o incumplirla). Pero toda ley democráticamente aprobada es legítima (en la medida de la legitimidad del proceso que la generó).
Legitimidad. En la democracia sólo es legítimo (aún en el sentido “débil” del concepto) el actor político que respeta – sin intentar falsificar o manipular – el conjunto de las reglas que emanan de los principios mencionados. Pero si, basado en los votos que obtuvo o en los altos índices de popularidad que alcanzó, un representante (o militante) considera que puede no respetar, falsificar o manipular las reglas emanadas de esos principios debido a que cuenta con el apoyo de la mayoría de la población (o porque tendría la propuesta “correcta” o la “ideología verdadera” para resolver todos los problemas del mundo), entonces tal representante (o militante) deberá ser considerado ilegítimo desde punto de vista de la democracia.
La cuestión de la legitimidad es central para la democracia, aún cuando se la toma en el sentido “débil” del concepto. Como escribió, con maestría, Ralf Dahrendorf (2005):“La legitimidad es un concepto que va más allá de la noción de legalidad. Depende de lo que las personas afectadas consideren como real... Sin legitimidad, ningún sistema político puede alcanzar estabilidad y sin elecciones (quiere decir, sin una expresión explícita del consentimiento popular en relación a los que detentan el poder) no puede haber legitimidad. Pero si bien las elecciones libres son una condición necesaria para la legitimidad, están lejos de ser suficientes para garantizarlas. Las disposiciones constitucionales deben asegurar un lugar, en las instituciones políticas de los países, a todos los grupos existentes. Es igualmente imperativo establecer el imperio de la ley, ejercido por un poder judicial independiente y respetado” (2).
En el excelente artículo “Democracia sin demócratas”, Dahrendorf (2004) ya llamaba la atención del hecho de que la democracia meramente electoral (quiere decir, en nuestros términos, la democracia no sólo en el sentido “débil”, ni tampoco en el sentido pleno del concepto) no está protegida de los que quieren parasitarla (o sea, en nuestros términos, de los que quieren utilizarla para autocratizarla). Comentando la definición (“débil”) de Karl Popper, según la cual la democracia “es un modo de sacar a los que están en el poder sin derramamiento de sangre” por el método de depositar “los votos en las urnas”, Dahrendorf observa que tal definición “no es útil cuando se hace una pregunta que se convirtió en tema recurrente en varias partes del mundo: ¿Qué es lo que ocurre cuando los que salen del poder creen en la democracia mientras que los que los sustituyen no? En otras palabras: ¿Qué es lo que ocurre si los “chicos malos” son electos?” (3).
Dahrendorf señala, entonces, que “los ciudadanos activos que defienden la libertad deben ser su salvaguarda. Sin embargo hay otro elemento y más importante que proteger: el imperio de la ley”:
“Imperio de la ley no es lo misma que democracia, ni son elementos que necesariamente garanticen uno al otro. El imperio de la ley es la aceptación de que las leyes, no aquellas dictadas por alguna autoridad suprema, sino por la ciudadanía, valen para todos: los que están en el poder, los que están en la oposición y los que están fuera del juego del poder... Las así llamadas “leyes de excepción”, que suspenden el imperio de la ley son la primera arma de los dictadores. Por eso es más difícil usar el imperio de la ley para socavar la ley que usar las elecciones populares contra la democracia” (4).
De cualquier modo, la democracia en el sentido “débil”, sin embargo pleno, del concepto, parece exigir más que simplemente el respeto a las reglas que provienen del principio de la legalidad y de la institucionalidad. Ella exige legitimidad, comprendida como el respeto a las reglas que transcurren de todos los principios democráticos enunciados arriba. A rigor país algún considerado democrático obedece un 100% de las reglas emanadas del conjunto de esos principios – que constituye a una especie de programa “de máxima” de la democracia liberal – pero podemos decir que actualmente, por lo menos, entre 20 la un 30% de los países del mundo las observan en proporción que juzgan como satisfactoria (o sea, de una forma que no instrumentaliza o parasita la democracia) desde punto de vista del sentido “débil” de democracia.
Se puede decir que existen en la actualidad dos modos autoritarios de parasitar la democracia (o de usar la democracia en contra de la democracia) o sea, de usar instrumentalmente la democracia liberal (supuestamente a servicio de las élites, de los conservadores, de la derecha) – en la verdad, lo que es usado aquí es, en gran medida, el sistema electoral – para alcanzar una democracia popular (supuestamente a favor del pueblo): la “protodictadura” y aquello que podríamos llamar, a falta de un neologismo, “manipuladora”. Frecuentemente ambas amenazas hacia la democracia se expresan por medio de proyectos populistas o neopopulistas. Los “manipuladores” representan a la autocratización posible de la democracia en las condiciones de sociedades complejas y con más experiencia de democracia (como Brasil y Argentina, por ejemplo), mientras que las “protodictaduras” son posibles en sociedades más simples y donde la democracia es más incipiente (como son los casos de Venezuela, de Bolivia, de Nicaragua y de Ecuador). Hay casos de “protodictaduras” en sociedades complejas, sin embargo sin experiencia democrática, como la Rusia de Putin. La jocosa expresión “manipuladora” hace alusión al proceso de manipulación autoritaria que opera por medio de la perversión de la política y de la degeneración de las instituciones de la democracia liberal.
Pero si alguien fuera considerado capaz de respetar las reglas democráticamente establecidas (sin intentar de abolirlas, falsificarlas o manipularlas, como ocurre en las dictaduras, en las “protodictaduras” y en las “manipuladoras”) y de promover la interacción democrática de todas las propuestas presentadas, entonces la democracia no hace ninguna objeción que tal actor sea escogido para cualquier función de coordinación política (desde la dirección de un organismo partidario hasta la autoridad de un gobierno o de un Estado). Es eso quiere decir que los lugares en la democracia son vacíos, o sea, que esos lugares pueden ser ocupados por cualquiera que se comprometa con procedimientos democráticos de acuerdo a las reglas que procedan de los principios democráticos.
Pero no escoger alguien en base a diferencias con sus ideas (sustantivas) puede significar un prejuicio antidemocrático: por lo que un colectivo no tiene capacidad de construir una propuesta (su propuesta colectiva) por medio de la verificación y de la combinación de la variedad de opiniones que existen en su seno. Más que eso, significa, en el fondo, esperar que nuestro elegido manipule de algún modo el proceso democrático para conducirlo en la dirección de la propuesta con la cual acordamos y que queremos hacerla victoriosa, antes aún de su interacción con las otras propuestas. Sin embargo, sorprendentemente para la mentalidad autocrática, la democracia es un sistema de principios plenos de los cuáles se desprenden reglas siempre transitorias y lugares vacíos.
En el sentido “fuerte” del concepto, la democracia no es más que una radicalización de los principios antes enunciados con el propósito de producir continuamente reglas cada vez más democratizantes, como, por ejemplo, las que se sugieren a continuación, válidas, sin embargo, solamente para el interior de organizaciones formadas a partir de libre pacto entre iguales.
En principio, todos deben poder decidir sobre todo y la instancia deliberativa máxima de una organización debe ser el conjunto de todos sus participantes. Pero ninguna decisión debe ser tomada sin previa discusión. Sí, pero política no es sólo decisión por deliberación. Antes de ser (proceso de) decisión, política es (el “arte” de la) conversación. Si bien parezca más democrático que puedan hacerlo, no siempre todos deben ser convocados (ni sentirse obligados) a decidir sobre todo. En cierto sentido, por raro que parezca, cuando hay necesidad de deliberar formalmente para decidir eso es señal que un asunto no está maduro, es una señal de que faltó conversación. Se argumenta que, en la mayoría de las veces, no hay tiempo suficiente para esperar la formación, desde bajo para arriba, de una opinión que atienda a las expectativas generales y, ahí, la solución entablar el debate inmediatamente para decidir. Pero eso, eso que es válido – en muchos casos, nunca en todos – para la esfera de la política institucional, no lo es para las organizaciones, articulaciones y movimientos de la sociedad civil. Aún en la política institucional algún tiempo se deberá hacer para discutir antes de decidir.
Ninguna votación se debería realizar sin que antes sean agotadas las posibilidades de acuerdo o de construcción del consenso. Tal vez bastara con adoptar esa regla para modificar totalmente el clima de animosidad característico de las asambleas u otros colectivos sociales contaminados por la política autocratizante. En las organizaciones socieales, no hay nada que obligue a la toma de decisión de apresurada, desembocando inmediatamente a la votación antes de intentarse construir el consenso. Aún en la política institucional, gran parte de las decisiones que se toman por votación bajo el pretexto de la urgencia, se podrían tomar más tarde, cuando la discusión estuviera más madura.
Las consultas deben ser, preferentemente, cualitativas y calificadas. Cuando eso no fuere posible, deberían basar en las múltiples proposiciones o elecciones. Sólo en casos extremos deberían ser plebiscitarias. En organizaciones, articulaciones y movimientos de la sociedad civil – salvo en casos extremos (que involucren, por ejemplo, a la supervivencia o la seguridad colectivas) – no hay una razón cualquiera para adoptar consultas plebiscitarias o convocar referendos.
Cuando hubiere votación, todas las posiciones, mayoritarias y minoritarias, deben ser anunciadas, juntamente con los votos obtenidos por cada una de esas posiciones, como resultado del proceso de votación. Es el mínimo que se puede hacer que se consideremos la votación como un episodio – procedimental – del proceso democrático y no como el corazón de la democracia. Conocer todas las posiciones y los apoyos que obtuvieron es fundamental para construir una historia de la deliberación y poder observar la trayectoria de las opiniones y del debate a lo largo del tiempo. Es esa serie de eventos que constituye la “tradición” democrática, si es que se puede hablar así. O mejor, es así que se construye la cultura democrática indispensable para crear el ambiente favorable para el ejercicio y la reproducción de prácticas democráticas.
Participar y votar son derechos, no deberes. El derecho de participar y de votar es el equivalente al derecho de no participar y de no votar. En principio, todos deben que pueda ser candidatos a todo. El derecho de indicar candidatos o votar en candidatos para cualquier cargo es el mismo derecho de no aceptar ser indicado o votado para cualquier cargo. No se debería exigir el voto a nadie, mucho menos otras formas más directas de participación política. Son actos voluntarios, no obligaciones. El voto obligatorio es un quiste. La participación compulsiva sería un crimen contra a libertad. Por otro lado, quien no califica para representar un colectivo tampoco debería estar calificado para integrarlo. No aceptar ser candidato o votado para cualquier cargo forma parte de la libertad del ciudadano.
Todas las acciones deben ser de coordinación y todas las coordinaciones deben ser organismos colegiados, inclusive las coordinaciones de coordinaciones, sin que haya presidentes, secretarios o coordinadores individuales. Normalmente las personas tienden a no aceptar reglas como esta, basadas en evaluaciones de la ineficacia de los cuerpos colegiados. Se argumenta que hasta (!) Lenin tuvo que reconocer las ventajas del comando unipersonal en ciertos tipos de organizaciones (en el caso, las industrias; pero después eso acabó valiendo – de hecho – para casi todos los tipos de instituciones, inclusive para el comando del partido y del Estado). Con todas las dificultades de funcionamiento, que ya son bien conocidas conocidas, es innegable sin embargo, que los organismos colegiados tienden a ser más democráticos que los comandos individuales.
Para elección de las coordinaciones se puede adoptar la rotación o el sorteo, o combinarlas, en un sistema mixto, votación y sorteo. Esa es otra reglita cuya introducción desorganizaría completamente los mecanismos de poder establecidos por la política no suficientemente democratizada (en el sentido “fuerte” del concepto). La rotación y, sobre todo, el sorteo, desbaratan la construcción de organizaciones (autocráticas) que suelen surgir, con el objetivo de alcanzar y retener el poder en mano de un grupo, dentro de organizaciones (democráticas). He ahí el punto: los grupos – tendencias, facciones – que se forman para disputar el poder dentro de organizaciones democráticas, en general son (por varias razones, inclusive la de la eficacia) más autocráticos que las organizaciones que los abrigan. Inconscientemente, la dinámica que enseña la formación de esos grupos se ubica en favor de la autocratización de la democracia y no de su democratización. Generalmente los “demócratas” formales no quieren ni oír hablar de sorteo. Argumentan que eso descalifica la elección colectiva, la cual debería darse con base a propuestas o proyectos presentados por los candidatos. Pero, en rigor, todos estos argumentos tienen un fondo autocrático. Si un grupo de personas es bueno lo suficiente para integrar una organización, entonces debería también ser bueno para coordinarla en nombre del conjunto. Es claro que todo eso presupone otros procesos democráticos complementarios, como los expresados más arriba; por ejemplo, el sorteo no podría convivir adecuadamente con la posibilidad del control unipersonal de corte autocrático, pues, en este caso, el infortunio podría conducir a la dirección de una organización a un protodictador, un sociópata. Además de eso, el sorteo no combina con la votación como método exclusivo o prioritario de decisión, a la vez que la elección de conducciones no puede ser confundida con la elección de propuestas. Pero, como venimos más arriba, a rigor no se debería votar a alguien en razón de una propuesta sustantiva y sí en base a su propuesta procedimental. Si las reglas democráticas están claras y si hay una seguridad mínima de que sean respetadas, entonces cualquier miembros de la organización pueden asumir su coordinación (quiere decir la conducción de los procesos democráticos regidos por tales reglas).
Siempre que haya disputa de cargos, para cubrir esos (una parte) cargos para la instancia de conducción, debe haber composición proporcional. También parece obvio que el vencedor no puede se llevar todo. Bajo cualquier punto de vista, esto no es muy democrático. Si hubiera votación para cubrir cargos de conducción o para la elección de delegados (y eso, como se señala mas arriba, debería ser admitido solamente para una parte de los cargos disponibles, ya que el sorteo y la rotación constituyen, en general, alternativas más democráticas que el voto), entonces el mínimo aceptable es que haya una composición proporcional al número de votos obtenidos por los cargos.
Cuando hubiera empate en votaciones, a nadie se le puede atribuir el poder de desempatar. El empate en votaciones obliga la apertura de nuevo proceso de discusión. En último caso, el desempate deberá ser hecho por sorteo. ¿Por qué alguien debería tener el poder de decidir solo en caso de empate? El tal “Voto de Minerva” sería un eco del pasado, una sombra (o ocultamiento) de otros tiempos, en que se atribuía unción divina a alguien que, en virtud de ese munus extraordinario (y extrapolítico), ¿estaría habilitado a ejercer el poder como moderador (un papel tan especial que otros no serían capaces de desempeñar)? ¿Qué tendría que ver la democracia a ver con tales tradiciones míticas, sacerdotales y autocráticas? ¿No parece obvio que el empate indica que no hubo convencimiento suficiente? ¿Cual es el problema de rediscutir la cuestión y, si no hubiera consenso, después de varias tentativas, desempatar por sorteo? ¿La urgencia? Pero la urgencia no es una categoría de la política: es un problema para el pronto-socorro, para la antigua “radiopatrulla”, del cuerpo de bomberos o para los salvavidas. Parece obvio que esos argumentos son inventados para reproducir un determinado tipo de práctica política. Un colectivo que, después de discutir y rediscutir varias veces una misma cuestión, aclara que en los internos en donde no muta, tiene algún problema grave desde punto de vista de su percepción de la democracia (que no podrá ser resuelto con la atribución la una persona con poder de desempate de votaciones). ¿Si fuera así, es decir, si las opiniones estuvieran irreductiblemente equilibradas, qué diferencia hay entre el sorteo y el poder unipersonal de desempatar?
Expresando posiciones asumidas colectivamente, cualquier participante puede hablar en nombre de su organización, sin necesidad de delegación. Sin embargo, las cosas no pasan así en las organizaciones que conocemos. Para hablar en nombre de una organización, un integrante necesita recibir una delegación, que, sin embargo, en nada garantiza que él será fiel a las opiniones colectivas, en la medida en que no se puede separar – al no ser en términos formales – sus opiniones personales de las opiniones de la organización que dirige o de la cual recibió una representación especial para ser el portavoz. En la política institucional basta analizar las declaraciones de los jefes de Estado y de gobierno y de los presidentes de los poderes legislativos y judicial, para percibir que todo eso es más o menos una farsa. En la política que se practica en las organizaciones, articulaciones y movimientos sociales, esa situación es todavía peor. Tales reglas, no es raro, sólo esconden el antojo de los dirigentes de mantener en sus manos el monopolio de la palabra colectiva, o sea, su antojo de retener el poder en sus manos.
Es bueno insistir que, si un conjunto arbitrario (y siempre transitorio) de reglas, como el que se comentaba arriba, no puede constituir marco legal regulatorio para las sociedades actuales y para sus instancias normativas basadas en el patrón de organización jerárquico y en la (o en el monopolio de la) violencia, eso no significa que ellas no puedan inspirar procedimientos y mecanismos democratizantes de las relaciones de esas instancias con las sociedades actuales.
La democracia de los modernos también fue refutada como inaplicable por la inmensa mayoría de los teóricos de la política durante, por lo menos, tres siglos (contados a partir de Hobbes). Se cuestionaba, por ejemplo, el sufragio universal, como una idea incompatible con la naturaleza del ser humano en sociedad. Sin embargo, como constatamos, el mecanismo del voto era incompatible sólo con los prejuicios de algunos seres humanos, con las ideas que estaban en sus cabezas. Y que no se diga que no había, entre los siglos XVII al IXX, condiciones materiales para la adopción de la democracia representativa (condiciones que sólo se habrían reunido, según el pensamiento economicista, a partir de la revolución industrial). Si así hubiera sido, los antiguos griegos no habrían conseguido inventar y ensayar, durante largo tiempo, procesos democráticos, hay dos mil años.
La razón por la cual tales reglas democratizantes (que realizan la democracia, en el sentido “fuerte” del concepto) no son aplicables en las instituciones políticas formales que aún tenemos, es su patrón de organización centralizador, como veremos en el próximo capítulo.

Indicaciones de lectura

Vale la pena leer el artículo “Aceptabilidad de la derrota”, de Felipe González, publicado por el periódico El Padres (29/06/07). Vale la pena también leer los artículos de Ralf Dahrendorf, ya indicados anteriormente.
Vale la pena, igualmente, leer el artículo “Democracia y Constitución” de Celso Lafer, publicado por el periódico El Estado de São Paulo (16/09/07).
Sobre las nuevas reglas (sugeridas arriba sólo a título de ejemplo) para una política democratizada (en el sentido “fuerte” del concepto), no hay mucho para indicar, sobre todo por cuanto los actuales teóricos de la radicalización de la democracia no parecen muy preocupados en ejercitar su imaginación creadora en ese sentido (dando alas a aquella creatividad que Dewey (1939) juzgó tan necesaria en su último discurso sobre el tema de la democracia), sino con la constitución de una fuerza para combatir aquello que juzgan ser la hegemonía liberal de las concepciones representativo-elitistas de democracia, como veremos en el capítulo v) democratización.

Notas

(1) González, Felipe (2007). “Aceptabilidad de la derrota”. Madrid: El País (29/06/07).
(2) Dahrendorf, Ralf (2005). “Legitimidad y elecciones”. www.project-syndicate.org/contributor/77.
(3) Dahrendorf. Ralf (2004). “Democracia sin demócratas”. www.project-syndicate.org/contributor/77. (4) Ídem.

No hay comentarios: