jueves, 29 de mayo de 2008

Capítulo H | Libertad

... que el sentido de la política (democrática) es la libertad, no la igualdad;

La igualdad es la condición para la política democrática, no su significado o su finalidad.

Esa es la confusión que causó la tragedia de la falta de acomodamiento de las izquierdas a la democracia. Como las izquierdas quieren regresar a una mítica igualdad – en la verdad, un supuesto igualitarismo – primordial u original, imaginan que si la democracia no se utiliza para eso, para nada más servirá. Se trata, evidentemente, de una confusión entre democracia y ciudadanía. Si hubiera ciudadanía, es la democracia que conduce a la inclusión en la comunidad política. Si no hubiera ciudadanía, la democracia no se podría siquiera ejercer.
La igualdad es la condición para la política democrática, no su sentido o su finalidad. Pero la igualdad la que se refiere la democracia es una igualdad de condiciones de pronunciamiento de opiniones (la materia-prima de la política). La democracia no sirve para llevar a un conjunto humano a la igualdad social y económica. No puede ser el instrumento para transformar débiles en fuertes, pobres en ricos o ignorantes en sabios (para considerar aquellas tres separaciones básicas que, según Bobbio, estarían en la raíz del fenómeno del poder co-implicado en la transformación de diferencias en divisiones). Es un modo (político) de convivencia en que los débiles, los pobres y los ignorantes tienen las mismas condiciones de opinar – y, en un sentido más amplio, de participar de la definición de los destinos colectivos – que los fuertes, los ricos y los sábios. Eso no es poca cosa en la medida en que tal ejercicio continuado terminará incidiendo no sobre esas diferencias en sí, sino sobre las divisiones que se instalan a partir de ellas.
Al no ver que el sentido de la política es la libertad, se deja de percibir lo que es propio de la política, lo que pertenece propiamente a su esfera, y se tiende a incluir en la esfera de la política (y en la esfera de la democracia) entes que en ella no pueden habitar, como, por ejemplo, relaciones sociales y económicas de igualdad y equidad. Pero la democracia, como percibió Hannah Arendt y no percibieron los defensores de una supuesta “democracia socialista”, sólo vale para iguales. Por eso, los esclavos no podrían participar de la democracia griega y el hecho de que esos no-ciudadanos no pudieran participar del ágora no desacredita el concepto griego de democracia, antes lo afirma.
El hecho de ser justa la preocupación con la igualdad y de que juzguemos, correctamente, como indeseable una sociedad esclavista nada tiene a ver con la democracia en sí mismo, y sí con un otro imperativo ético: lo de la universalización de la ciudadanía.Otra cosa son las consecuencias de la democracia – o del ejercicio de la política como “pacificación” – a lo que se ha convenido llamar democratización de la sociedad, ahí está inmerso el sentido de inclusión universal de sus componentes en las decisiones colectivas, o sea, la llamada ciudadanía política. Pero las relaciones sociales democráticas, así como democracia social y democracia económica, son conceptos deslizados. Democracia es, definitivamente, política. La cuestión aquí es saber cómo la democracia (política) puede repercutir sobre la igualdad (social) o sobre la repartición más igualitaria de los recursos (económicos), lo que no es lo misma que decir que sólo podrá existir “verdadera” democracia en la medida que exista igualdad social y equidad económica, como hace, por ejemplo, un sector de los autócratas, quiere decir, de los que practican la política como una cuestión de ‘bando’ (aquella parte que se caracteriza como “izquierda”).
Por otro lado, con respecto a la inclusión en la ciudadanía política, aún en ese caso tal inclusión, después de los griegos y hasta hoy, siempre ha sido relativa y limitada, por ejemplo, el derecho de delegar y de hacerse representar, al derecho a voto de vez en cuando, por lo cual renuncia a participar en cualquier momento (y en tempo real) de las decisiones – cosa que, dígase de pasada, no fue inventada por los griegos y que no puede ser juzgada como más democrática que los procedimientos que ellos inventaron, sólo puede ser justificada en virtud de imposibilidades técnicas (por lo tanto, extrapolíticas) cuando se alega que sociedades populosas no estarían en condiciones de adoptar mecanismos de democracia directa. Pero esa no parece ser la verdadera “razón”, ya que siempre existieron medios de hacer cada vez más frecuentes, directos y participativos los procesos de decisión (hasta con tambores y señales de humo, para no hablar, en los últimos diez años, de la posibilidad de hacer eso en tiempo real usando recursos telemáticos). Además, parece haber aquí una imprecisión factual: las comunidades griegas en las cuáles se practicaba la política stricto sensu, quiere decir, la democracia no predominantemente delegativa – las polis, incorrectamente caracterizadas como Ciudades-Estado – no eran tan pequeñas. Según Finley (1981), “al suceder la Guerra del Peloponeso, en 431, la población ateniense, entonces en auge, era del orden de 250 mil a 275 mil habitantes, incluyéndose libres y esclavos, hombres, mujeres y niños... Corinto tal vez haya alcanzado 90 mil; Tebas, Argos, Corcira (Corfu) y Acraga, en Sicilia, 40 a 60 mil cada una, siguiendo de cerca el resto, en escala decreciente...” – o sea, el tamaño de nuestros actuales municipios (1).
La verdadera “razón”, aludida aquí, por la cual no se amplía la llamada ciudadanía política es la misma razón por la cual no se ejerce la política como “pacificadora” de las relaciones, o sea, porque algo está impidiendo que eso ocurra. La democracia, desde que fue inventada, es disputada por tendencias que quieren autocratizarla y tendencias que quieren democratizarla. El efecto de esas últimas tendería a instalar el ‘estado de paz’ al ejercicio de la política, lo que no puede ocurrir mientras hubiere incidencia y reincidencia predominantes de las primeras.
Restaría una última cuestión: ¿por qué el ejercicio de la política como libertad – o sea, la práctica de la democracia – no ha conseguido evitar las guerras al largo de la historia? La respuesta es mucho más simple de lo que puede parecer: porque a lo largo de la historia no existieron, en cantidad suficiente, tales prácticas democráticas. Basta ver que las democracias (en el sentido “débil” del concepto) – por lo menos las que existen como regímenes de gobierno en la contemporaneidad – no han guerreado entre sí. Ese es un buen indicio (y un buen comienzo). Acerca de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) como modo de practicar la política en la vida social, podemos decir que no consigue evitar las guerras en la exacta medida en que tampoco consigue ejercerse en la base de la sociedad y en lo cotidiano del ciudadano. O sea, la guerra acontece en la medida en que no se consigue practicar la política como “pacificadora” de las relaciones, porque algo está impidiendo que eso ocurra.

Indicaciones para la lectura

Sería bueno para seguir leyendo los textos de Hannah Arendt, sobre todo los fragmentos de "Obras Póstumas" compilado por Ursula Ludz y también el texto: "¿Es que la política de alguna manera todavía tiene un sentido?", publicado en la colección La dignidad de la política (Río Enero: Relume-Dumará, 1993). Y también el texto "¿Qué es la libertad", que forma parte del volumen entre el pasado y el futuro (1968).
Para entrar en la "controversia" fundante de la reinvención de la democracia moderna sería importante confrontar dos clásicos: el Tratado Político-Teológico (por lo menos el último capítulo), Spinoza (1670) con el Leviatán, Hobbes (1651).

Nota

(1) Véase Finley, M. I (ed.) (1998). El legado de Grecia. Brasilia: Editorial Universidad de Brasilia, 1998.

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