jueves, 29 de mayo de 2008

Capítulo G | Paz

... que la democracia es un modo pacífico de regulación de conflictos;

El rechazo a la democracia ideal lleva a la autocracia.

Mohandas Gandhi afirmó cierta vez – y desde entonces el dicho ha sido mil veces repetido – que no existe camino para la paz: la paz es el camino. Tal vez sin saber, él estuviere definiendo la democracia en el sentido “fuerte” del concepto.
Se argumenta frecuentemente que esa es una visión ideal de democracia, para deslizar que, en la práctica, las cosas no pueden suceder de ese modo. Pero la única manera de tomar la democracia como un valor – y, más que eso, como el principal valor de la vida pública – es apropiársela como idea. La adhesión a una concepción ideal de democracia no significa incurrir en algún tipo de desvío idealista. Por otro lado, no aceptar una visión ideal de democracia bajo el pretexto de que, en la práctica, tal visión no puede materializarse plenamente, acaba llevando – eso sí – al realismo político. Al rechaza a la democracia ideal lleva a la autocracia.
Si, para una concepción ideal de democracia, la democracia debe ser comprendida como un “arte de la paz”, eso no significa que debamos rechazar la política realmente existente (que no es eso) en nombre de una política realmente inexistente (que eso sí sería). En un contexto en donde la democracia esta disputada por tendencias que quieren autocratizarla y tendencias que quieren democratizarla, parece obvio que una visión de democracia ideal equivale a un programa de democratización (de la democracia).
Porque la política realmente existente es también la política que permite la superación de lo que existe (inclusive de la superación de las formas por las cuáles ella, la propia política, se materializa). O sea, la política es siempre preferible a la no-política (a la guerra o a la “paz” como “estado de guerra”, como preparación para guerra, la “paz” de los imperios y de las autocracias o de los cementerios). Aunque sea frecuentemente pervertida como “arte de la guerra”, la política es la única posibilidad de evitar la guerra, en cualquiera de sus formas.
En otras palabras, mientras haya política permanece abierta la posibilidad de corrección de las perversiones autocratizantes de las que ella es víctima. Si eso no significa, por un lado, que debemos renunciar a la política realmente existente, con base en la evidencia de que ella aún es, predominantemente, una especie de “arte” de la guerra “sin derramamiento de sangre” (cómo quería Mao), por otro lado tampoco significa que no debemos apuntarle las heridas. Mientras que haya política, podemos siempre esforzarnos por contribuir con aquella corriente que quiera democratizar la política.Dicho esto, está claro que la política debería ser el “arte de la paz”, en un sentido, sin embargo, más profundo que simplemente aquel de evitar el desenlace violento de los conflictos. El “arte de la paz” debería ser entendida como una especie de “pacificaón” de las relaciones, quiere decir, no sólo evitar la violencia física, sino también otras formas de violencia o de constitución de enemistades que atentan contra el espíritu comunitario (desestimulando la comunidad política), tales como: el clima de contienda y la disputa permanente; la lucha incesante (que deriva indebidamente, de la política como modo de regulación de conflictos, una especie de conflitocultismo, en la base de lo “todo es lucha”) y la continua construcción de enemigos (políticos), propia de la realpolitik; la búsqueda paranoica de culpables de los problemas (en vez que la investigación de las causas de esos problemas); y, fundamentalmente, la imposición de restricciones a la libertad (de ahí sería deseable que la política pueda ser encarada también como un “arte de promover la libertad”). Es importante observar que todas esas formas pueden incidir en regímenes formalmente democráticos, generando permanentes conflictos de baja intensidad de los cuáles resultan, vía la regla, democracias con alto grado de antagonismo.
Para los griegos, por ejemplo, lo que fue practicado como política fue concebido como democracia y todo lo que no fue concebido como democracia fue practicado como guerra, o sea, como actividad apolítica. Basándone en los escritos de Hannah Arendt es posible articular una argumentación convincente sobre eso.
La política (propiamente dicha, o sea aquella que es hecha ex parte populis y que tiene como fin la libertad) debe haber sido ensayada por los seres humanos en varias circunstancias previas, pero sólo se afirmó como actividad reconocida socialmente, por parte de colectivos humanos estables, a partir de la experiencia de los griegos. En ese sentido, se puede decir que la política comenzó con los griegos y no por casualidad coincidió con el adviento de aquello que los griegos y sus sucesores resolvieron llamar de democracia. Política y democracia son actividades que conviven y reconocer eso no es poca cosa. Pero, además de eso, política y democracia son coetáneas porque son la misma actividad. Hacer política es, por lo tanto, sinónimo de hacer “democracia”.
Las investigaciones filosóficas de Hannah Arendt (1950-1959), publicadas póstumamente, sobre la naturaleza de la política, sobre el sentido de la política y sobre la cuestión de la guerra, refuerzan la hipótesis según la cual (“genéticamente”) lo que se practicaba como política fue concebido como democracia y todo o que había sido concebido como democracia se practicaba como guerra, o sea, como actividad apolítica. Para los griegos, según ella, la guerra era una actividad apolítica.En “La Cuestión de la Guerra”, Arendt escribió que “En lo que decía respeto a la guerra, la polis griega anduvo por otro camino en la determinación de la cosa política. Ella formó la polis en torno al ágora homérica, el local de reunión y conversación de los hombres libres, y con eso centró la verdadera ‘cosa política’, o sea, aquello que sólo es propio de la polis y que, así pues, los griegos negaban a todos los bárbaros y a todos los hombres no libres – en torno al conversar-uno-con-el-otro, el conversar-con-el-otro y el conversar-sobre-alguna-cosa, y vio toda esa esfera como un símbolo divino, una fuerza convincente y persuasiva que, sin violencia y sin coacción, reinaba entre iguales y todo decidía. En contrapartida, la guerra y la fuerza a ella atribuida fueron eliminadas por completo de la verdadera cosa política, que surgía y [era] válida entre los miembros de una polis; la polis se comportaba, como uno todo, con violencia en relación a otros Estados o Ciudades-Estados, pero, con eso, según su propia opinión, se comportaba de manera ‘apolítica’. Así pues, en ese actuar guerrero, también era abolida necesariamente la igualdad de principio de los ciudadanos, entre los cuales no debía haber ningún Señor y ningún vasallo. Justamente porque el actuar guerrero no puede darse sin orden y obediencia y hace imposible dejarse las decisiones por cuenta de la persuasión, un ámbito no-político formaba parte del pensamiento griego” (1).
Ora, el ejercicio de la conversación en la plaza es (uno de los elementos fundantes de la) democracia. Así, cuando guerreaban, los griegos se comportaban también de manera ‘ademocrática’, quiere decir, ‘apolítica’. En otras palabras, democracia y política están conectadas por una co-implicación, así como sus contrarios; o sea: autocracia <=> guerra.
Con efecto, en carta fechada de 7 de abril de 1959 al editor Klaus Piper sobre su “Introducción a la Política”, no publicado y jamás concluido, Hannah Arendt escribió: “No sé si ya le había dicho... que comienzo el libro con un capítulo detallado sobre la cuestión de la guerra. No con una discusión sobre la situación actual, pero sí lo que significa en general la guerra para la política. Mi razón para iniciarlo así fue bien simple: nosotros vivimos en un siglo de guerras y revoluciones, y una ‘Introducción a la Política’ no puede comenzar bien con otra cosa que no sea aquello a través de lo que llegamos, mientras contemporáneos, directo a la política. Yo había planeado eso originalmente en la introducción porque, a mi ver, guerras y revoluciones están fuera del ámbito político en el verdadero sentido. Ellas están bajo el signo de la fuerza y no, como la política, bajo el signo del poder” (2).
A rigor, no existía una democracia griega, pues allá existían actividades democráticas (que se ejercían por medio de la conversación en la ágora) y actividades autocráticas (que se ejercían por medio, por ejemplo, de la guerra con otros Estados y de la preparación para la guerra y del ‘estado de guerra’ instalado internamente en concordancia con la guerra externa). Pero eso significa que, originariamente, lo contrario de la guerra no es la paz, pero sí la política.
No hay política posible en autocracias, a no ser aquella que se ejerce con motivo de descontinuarlas, o sea, que, al ejercerse, las descontinúan. No hay política posible en la guerra, al menos aquella que sustituye modos violentos de solución de conflictos por modos no-violentos y, por lo tanto, descontinúan la guerra, quiere decir, que, a lo que regulen conflictos de modos no-violentos, quitan de la guerra su razón de ser o impiden hallar una razón para guerrear. ¿Por qué? Porque el sentido de la política es la libertad. Por eso no puede haber ninguna política, stricto sensu, hobbesiana – en la medida en que el fin de la política, para Hobbes, es la orden.
Es verdad que ese abordaje reduce considerablemente la visibilidad de aquello que convenimos llamar política. Pero llamamos política a lo que no es, en última e irreductible instancia, aquello que la política es, introducimos una ambigüedad teórica incontrovertible por cuanto radicada en el origen mismo de nuestro discurso y, simultáneamente, no conseguimos captar lo que es propio de la política, lo que sólo ella tiene o promueve, su característica genética distintiva, vamos a decir así.
En efecto, la paz, definida por su aparente opuesto, como ausencia de guerra, no puede tener un estatuto propio en términos de teoría política (i. e., de las formas y de los medios como se distribuye el poder y se ejerce la política, o sea, del patrón predominante de organización y del modo predominante de regulación de conflictos) si, lo que ocurre en la paz, que no fuera también el opuesto de lo que ocurre en la guerra. El conocido lema “Se quieres la paz prepárate para la guerra”, grabado en los muros de los cuarteles, dice al respecto, o sea, revela una simetría no-contradictoria, sino complementaria, entre paz e guerra. Pues la preparación para la guerra significa que la sociedad, aún en tiempos de paz, se organiza para la guerra y para la instalación de un ‘estado de guerra’ – lo que es contradictorio con una preparación para la paz. Una preparación para la paz implicaría organizar la sociedad de forma tal que los patrones de organización y los modos de regulación favorecieran el ejercicio de la libertad, llevando los seres humanos a establecer relaciones de no-subordinación y de no-violencia en la solución de los conflictos. Ora, eso tiene un nombre: se llama democracia – la única manera, no vuelta a la guerra, por la cual puede se efectiva la política.
No es por casualidad que no existe en nuestros vocabularios el verbo “pazear”, sólo el verbo guerrear, por la misma razón que no existe o no es empleado el verbo “politicar” (a no ser en sentido peyorativo). La razón es, esencialmente, la inexistencia – a no ser puntual y fugaz – de democracia como ‘estado de paz’. “Politicar”, en un sentido no-peyorativo, es sinónimo de “pazear”, prepararse para la paz. Y no hay otra manera de prepararse para la paz a no ser ejercitar la política, o sea, “hacer” democracia o “democratizar”. He ahí porque se debe afirmar, en ese sentido, que la democracia es sinónimo de política y antónimo de guerra.
Se puede argumentar que tal digresión filosófica está circunscripta a una experiencia fundante (la de los griegos) o a una interpretación particular de esa experiencia, y que desconoce las formas históricas por las cuáles las sociedades realmente existentes fueron intentando materializar el ideal de libertad como autonomía que, según Rousseau, constituye lo que llamamos de democracia.
Pero historizar en ese nivel el concepto de democracia es, antes de todo, desconocer que la democracia fue una invención arbitraria de los seres humanos, una “obra de arte”, gratuita, algo que los humanos podrían inventar en virtud de que poseen, como argumenta Maturana (1993), una emocionalidad cooperativa, pero no algo que ellos tendrían que inventar necesariamente en virtud de cualquier ley, determinación o condicionamiento de naturaleza histórica (3).
El mundo social no evoluciona, la historia no tiene ningún sentido y las sociedades no progresan de formas menos democráticas hacia formas más democráticas a no ser mientras se permite la ampliación del ejercicio de la libertad humana. En ese sentido, lo que hubo, en la mayor parte del tiempo, fue regresión, y no progresión, por cuanto después de la invención democrática de los griegos en general experimentamos arreglos sociales que restringieron, en vez de ampliar, el rayo de la esfera de la libertad humana y eso hay hasta bien poco.
La idea de que la democracia es una obra inacabable porque es resultado de un supuesto proceso histórico-civilizatorio cuya marcha es interminable es una tontería. La democracia es una obra inacabable en la medida en que la expansión de la libertad humana que sea ilimitable. Solamente en ese sentido se puede hablar de una “evolución” de la democracia, aunque hayamos observado frecuentemente en la historia ejemplos de “involución” de la democracia. Así, por ejemplo, los griegos esclavista pedían que haya más democracia – entre sus hombres libres – que los ingleses capitalistas o de lo que los rusos socialistas (entre sus “hombres libres”), dos mil años después. Es lo que veremos en los próximos capítulos.

Indicaciones de lectura

Es importante releer el texto de Hannah Arendt “El sentido de la política” (sobre todo el Fragmento 3b), contenido en la colección compilada por Ursula Ludz (1992) y ya indicada aquí con anterioridad.
Pasemos entonces a aquellas lecturas más heterodoxas, que jamás serían indicadas por los científicos políticos en sus academias. En primer lugar es importante leer a Mahatma Gandhi y lo que escribieron sobre él hasta entender la esencia del Satyagraha. Tal vez sea bueno comenzar leyendo la autobiografía (intitulada “Una autobiografía”) escritura en 1925 y publicada en Brasil bajo el título "Mi vida y mis experiencias con la verdad" (São Paulo: Palas Athena, 1999). En el inicio de este siglo (2002), ya existían 8.800 libros sobre Gandhi. Se puede efectuar una búsqueda visitando, por ejemplo, la web de la GandhiServe Foundation: www.gandhiserve.org.
Dos indicaciones desconcertantes más: El Tao de la Paz, de Diane Dreher (Río de Janeiro: Campus, 1990) que parece estar agotado, en Brasil y también en los EUA y la excelente colección de Connie Zweig y Jeremiah Abrams (1991), tulada "Meeting the shadow: the hidden power of the dark side of human nature" (Al encuentro de la sombra: el potencial oculto del lado oscuro de la naturaleza humana. São Paulo: Cultrix, 1994), sobre todo los artículos de las partes 7 y 8, pero en especial el capítulo 40, compuesto por el texto de Andrew Bard Schmookler (1988), “El reconocimiento de nuestra escisión interior” (extractos de Out of weakness. New York: Bantam, 1988); el capítulo 41 “, El creador de enemigos”, de Sam Keen (1986) (Faces of the enemy. New York: Harper Collins, 1986); y el capítulo 48, “Quién son los criminales”, de Jerry Fjerkenstad (1990) (compuesto a partir del ensayo Alchemy and criminality. Mineapolis: Inroads, 1991). En la verdad, el libro todo organizado por Zweig y Abrams debería ser leído, atentamente y varias veces. Feliz o infelizmente, será necesario leer esos textos para entender las razones de la indicación.
Notas
(1) Arendt, Hannah (c. 1950). ¿Qué es política? (Frags. de las “Obras Póstumas” (1992), compilados por Ursula Ludz). Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1998.
(2) Ídem.
(3) Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado la la Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.

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