La democracia tiene la obligación de aceptar todas las verdades, menos aquellas que pretendan legitimar la ilegitimidad del otro.
Para que haya democracia es necesario que no exista una verdad política (pues si hubiere una verdad, alguien acabaría apropiándose de ella).
La verdad del otro, o sea, lo que él juzga como verdad para sí, puede ser tan legítima como la nuestra y su derecho de proponerla para el debate es, definitivamente, tan legítimo como el nuestro. Esa idea, en parte decurrente de la anterior –aceptar que la verdad del otro nos sea expuesta significa aceptar la legitimidad del otro –, abre la posibilidad para continuidad de la convivencia entre los diferentes, siendo, así, la base de la conversación sin la cual no hay posibilidad de democracia.
La democracia tiene la obligación de aceptar todas las verdades, menos aquellas que pretendan legitimar la ilegitimidad del otro, descalificando en principio su opinión o impidiendo su proclamación.
Por cierto, sistemas de pensamiento que trabajan con la categoría de verdad, sea trascendente (como la verdad “revelada”), o inmanente (como la verdad “descubierta”, por ejemplo, por la ciencia), pueden existir sin inviabilizar la democracia, la menos que quieran alterar sus presuposiciones y procedimientos con base en esa verdad. Así, por ejemplo, el descubrimiento de una ley científica ciertamente informará el debate de las opiniones que digan respeto a un determinado fenómeno que esté presente en una discusión (por ejemplo, si debimos o no realizar una obra para cruzar un río) y afirmar el contrario sería oscurantismo. Sin embargo, no se puede alegar eso para restringir el debate sólo a los que tienen condiciones de acceso la tal “verdad” excluyendo los demás.
Además, es muy discutible la afirmación de que la ciencia lidia con la verdad o de que le sea posible al conocimiento científico alcanzar una certeza absoluta y final o suministrar una comprensión completa y definitiva de la realidad (sea allá lo que eso sea). Todas las elaboraciones teóricas que componen las hipótesis científicas son provisionales y todos los datos obtenidos experimentalmente son aproximados y, por lo tanto, no se puede establecer una correspondencia exacta entre las descripciones y los fenómenos descritos.
Eso no quiere decir que las descripciones suministradas por la ciencia no revelen patrones de comportamiento, tesis de relaciones que no son percibidas por la mirada no-científico. Pero las descripciones suministradas por la ciencia no son puramente objetivas, i.e., independientes de los sujetos que las construyen. El proceso de conocimiento implica una interacción entre objeto y sujeto, entre fenómeno y observador, entre la cosa que está siendo estudiada y las elaboraciones construidas para describir su comportamiento. El conocimiento es el resultado de esa interacción y, por lo tanto, la manera como conocemos condiciona lo que conocemos, si mezcla con lo que conocemos, de suerte que no se puede, a rigor, separar el proceso de conocimiento de la descripción que resulta de ese proceso. De cierto modo todo conocimiento es creado por el conocedor y el propio objeto del conocimiento – suponiendo que tal objeto exista independientemente del sujeto que conoce – es vuelto a crear como objeto conocible por la interacción con el sujeto.
De cualquier modo, el estatuto de la ciencia es diferente del estatuto de la política. Si, aún para la ciencia, el concepto de verdad ya es de difícil aplicación, para la política (democrática) es totalmente inaplicable. Si alguien ya detenta la verdad, entonces para nada sirve la opinión del otro. En cierto sentido, la (supuesta) posesión de la verdad hace al otro ilegítimo en la medida en que su opinión, cualquiera que sea ella, si fuera diferente, será descalificada en principio como no-verdadera y, por lo tanto, considerada inválida en la discusión.
Todos los sistemas autocráticos se basan, de diferentes maneras y con grados de intensidad diversos, en la asunción o la alegada posesión de la verdad por parte de un jefe o de un grupo. Más directa e intensamente cuando tal verdad (mítica) fue revelada a alguien que la transmitió (sacerdotalmente) a sus sucesores, como ocurre, por ejemplo, en los fundamentalismos religiosos (contra la verdad de un ayatolá, de que valdría la opinión de alguien).
La democracia es laica, aún cuando convive con dioses, como en Atenas (1). Así, la democracia puede, por cierto, convivir con opiniones míticas, como las de un aytolá o las de un creacionista (que reniega los descubrimientos científicos de la biología de la evolución). Lo que la democracia no puede es descalificar en principio una opinión con base en la alegación de que ella está contra una verdad trascendente, revelada por cualquier medio sobrenatural, en sueños o en virtud de interpretación inspirada de una escritura considerada sagrada (como a del Corán por un ayatolá o a de la Biblia por un creacionista). Por otro lado, la democracia tampoco puede descalificar en principio una opinión con base al alegato de que ella está contra una verdad desvelada por el pensamiento analítico, descubierta por la filosofía o “probada” por la ciencia.
Sí, porque puede haber también un fundamentalismo político basado en la “verdad” científica. Por ejemplo, la idea de Kautski (1901), elogiada por Lenin (1902), según la cual la conciencia socialista moderna no puede surgir sino en la base de profundos conocimientos científicos (2), fue un atentado a la democracia. Durante más de ochenta años los movimientos de la izquierda, en el plan internacional, trabajaron con esa idea autocrática, que sirvió para legitimar que su política era más científica que las otras, pues estaba basada en ‘leyes de la historia’ supuestamente descubiertas por el llamado “socialismo científico”. Pero cualquier idea de que pueda existir una política más verdadera, por cuanto más científica, que otra, es autocratizante. Así como la idea de que sea posible una ciencia política, como veremos en el próximo capítulo.
Indicaciones de lectura
Vale la pena leer dos artículos de Hannah Arendt; el primero intitulado “Verdad y Política” (que fue publicado por primera vez en The New Yorker, en febrero de 1967) incluido en la colección “Entre el pasado y el futuro” (1968); y el segundo titulado “La mentira en la política: consideraciones sobre los Documentos del Pentágono”, incluido en la colección “Crisis de la República” (1972).
Y también los siguientes textos de Humberto Maturana: “Biología del fenómeno social” (1985), “Herencia y medio ambiente” (con Jorge Luzoro, 1985), “Ontología del Conversar” (1988), “Lenguaje y realidad: el origen de lo humano” (1988), “Una mirada la educación actual desde la perspectiva de la biología del conocimiento” (1988), “Lenguaje, emociones y ética en el quehacer político” (1988) y “El sentido de lo humano” (1991).
Notas
(1) Pero depende mucho de los dioses en cuestión. Inanna y Marduk de los sumérios y la mayoría de los panteones derivados de los antiguos mesopotámicos son compuestos por dioses hechos a la imagen y semejanza de los poderosos, adecuados a la reproducción de los sistemas autocráticos. En Grecia democrática de los siglos siglo 6 y 5 antes de la nuestra era, las cosas eran un poco diferentes. Cuando Sócrates fue acusado de afrentar “los dioses de la ciudad” de Atenas, los dioses que él ofendió fueron, probablemente, la diosa cívica de la democracia, Peito – la persuasión deificada – y Zeus Agoraios, quiere decir, el dios de la asamblea (del ágora), divinidad tutelar de los libres debates. En “El juicio de Sócrates”, Isidor Feinstein Stone (1988) observa, con razón, que “esos dioses encarnaban las instituciones democráticas de Atenas”. No cabe discutir aquí por qué existían dioses en todas las ciudades de la Antigüedad. En Grecia antigua, por lo menos, la religión tenía una función cívica, reflejaba las costumbres locales y contenía el “nomos” contra lo cual Sócrates se insurreccionó. Sócrates no fue acusado de ateísmo: no había ninguna ley en Atenas que prohibiera el ateísmo. Pero Atenas hizo un esfuerzo notable para adaptar su mitología y su historia a las sus concepciones de democracia. Y el hecho de Sócrates de haber ofendido “los dioses de la ciudad”, significa, muy probablemente, que él rechazó – no sólo por palabras, también por acciones – las costumbres (“nomos”) democráticas. Entre los griegos, sin embargo, ni aún la deificación de procedimientos e instancias, como la persuasión (como Peito) y la plaza (ágora) donde ocurría el libre cambio de opiniones (como Zeus Agoraios), evitó la corrupción de la política (e. g., entre Sócrates y sus discípulos) y el uso de la democracia contra la democracia (inclusive por los discípulos de Sócrates), como veremos adelante. Cf. Stone, I, F. (1988). El juicio de Sócrates. São Paulo: Compañía de las Letras, 2005.
(2) Lenin, V. I. (1902). “¿Qué hacer?” (Incontables ediciones).
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