jueves, 12 de junio de 2008

Posfacio


Mi conversión a la democracia fue un largo proceso. Hace un poco más de veinte años, publiqué un libro intitulado “Autonomía y partido revolucionario” (1985) (1), en que cuestionaba la teoría leninista de la organización revolucionaria. Era un comienzo, tímido aún, pero que funcionó como una primera fisura en el dique. En la segunda mitad de los años 80 constaté que la idea de clase social y de lucha de clases contenía, en sí, el germen de la negación de la legitimidad del otro; o sea, negaba el supuesto fundamental de la democracia al definir “campos” de legitimidad con base en criterios extrapolíticos (como la posición en relación al proceso de producción). A finales de aquella década todos sabemos lo que sucedió: la caída del Muro de Berlín precipitó en mi cabeza y en la de varios otros militantes y dirigentes de izquierda, el derrumbada de ciertos “muros” conceptuales que nos hacían ver el mundo de la política como una realidad inexorablemente marcada, de arriba a abajo, por “campos” en eterno enfrentamiento. Aquella imagen de los jóvenes alemanes demoliendo el muro y al mismo tiempo bailando sobre él tuvo un efecto simbólico profundo, más de lo que generalmente se imagina. Fue la seña, o mejor, la piedra de toque para la desconstrucción de varios mitos que se alojaban, vamos a decir así, “el piso de abajo” de nuestra conciencia. Con el derrumbe de ese subsuelo en lo cual estaban fundados nuestros prejuicios se vino todo abajo. Para muchos, sin embargo, tal vez para la mayoría de mis compañeros de viaje, es difícil de reconocer que el muro parece que no se hubiera caído completamente aún.
De ahí en adelante mi proceso de conversión se aceleró. Y ya no paró. Los años 90 comencé a dedicarme al desarrollo humano y social sustentable y al papel estratégico de la sociedad civil en la promoción de ese desarrollo. Mi participación en la Ação da Cidadania contra a Fome, a Miséria e pela Vida (ndt. Acción Ciudadana contra el Hambre, la Miseria y por la Vida), en los años de 1993 la 1995, fue decisiva, tanto para hacerme ver la falta de horizontes (y de ideas) de la vida partidaria, cuanto para percibir la fuerza de una nueva sociedad civil vibrante que emergía en aquella época en Brasil.
Dedicado prioritariamente al desarrollo local, encontré el concepto y las teorías nacientes del capital social. A partir del final de la década de 1990 me obligué a realizar una investigación sistemática rbuscando rehacer una teoría del capital social que no omitiera el análisis de sus supuestod cooperativos. El trabajo con el capital social me llevó a leer Tocqueville, Jane Jacobs, Putnam, Fukuyama, Maturana, Castells y Levy. Escribí un volumen sistematizando de esas lecturas, en que ya quedaban claras las relaciones entre capital social, redes sociales y democracia (2).
A inicios de 2000, descubrí las redes e inicié mis explotaciones imaginativas sobre el asunto, que continúan hasta hoy. Fue cuando descubrí también las relaciones intrínsecas entre democracia y sustentabilidad, que han constituido – juntamente con la investigación sobre las redes sociales – mi objeto principal de trabajo teórico y práctico en esta primera década del presente siglo.
Aunque el concepto de capital social se haya sugerido hace mucho tiempo, a mediados del siglo IX a mi ver (pues que en general me gusta acentuar su carácter tocquevilliano) y aunque la expresión – con el sentido que hoy atribuimos al concepto – sea de fines de la década de 1950 (y el crédito aquí va innegablemente para Jane Jacobs), todas las teorías del capital social son teorías elaboradas a partir de los años 90 del siglo pasado (3).
No es de casualidad que el florecimiento de las ideas y prácticas innovadoras, basadas en la noción de capital social, hayan florecido justamente en el feliz intervalo vivido por el mundo entre aquel prometedor 9/11 y el fatídico 11/9, quiere decir, entre la caída del Muro de Berlín, en 1989 y el atentado a las torres gemelas del WTC, en 2001. Si el tiempo en la historia del mundo es contado en décadas, aquella fue una década virtuosa desde el punto de vista de los cambios sociales que posibilitaron la experimentación y la difusión de concepciones y prácticas compatibles con la noción de capital social.
Las ideas de red (social) y democracia (en la base a la sociedad y en lo cotidiano de los ciudadanos) tuvieron, en los años 90, condiciones particularmente favorables para prosperar. Después, como todo el mundo sabe, sobrevino un revés, una onda negativa, un recrudecimiento del estatismo en las políticas nacionales y del unilateralismo en la política internacional. Presionado por abajo y por arriba por la onda glocalizante, el viejo Estado-nación reaccionó, quiso retomar las riendas y, para lo cual, en el plano interno, recentralizó su actuación, reeditó programas asistencialistas y acciones clientelistas, degradó la sociedad civil y, en el plan externo, reforzó variantes belicosas de realpolitik; finalmente, envistió contra el capital social.
Es interesante observar que, para producir tal regresión, no importan mucho las ideologías tradicionales: derecha e izquierda actuaron – como aliadas tácitas – a modo de intento por refrenar el soplo de libertad que barrió el mundo bajo el impulso de las grandes corrientes históricas de la globalización (económica), de la democratización (política) y de la post-modernización (cultural) (4).
Sin embargo, a despecho de ese movimiento regresivo, algo parece estar avanzando subterráneamente en los últimos años. Esto es algo que no es muy visible aún en este momento, pero que prepara, tal vez, una transformación más profunda.
Quería destacar este punto, pues fue a partir de los años 2000 que comenzamos a comprender más profundamente la estructura y la dinámica de la red social. Ya disponíamos de muchos insights en ese sentido, pero no teníamos aún un pensamiento organizado al respeto y no podíamos justificar tales avistamientos con una especie de base científica. Por ejemplo, fue recién a partir de 2002 que conseguimos tener una visión más clara de los efectos de la red P2P (peer-to-peer, punto-a-punto, persona-a-persona) sobre el “tamaño del mundo” en términos sociales y no geográfico-poblacionales (“Small World Networks”). Y fue recién a partir de esa comprensión que conseguimos justificar las estrategias de inversión en capital social como incentivos al aumento de la conectividad, estableciendo finalmente un nexo connotativo entre democracia (como una especie de “metabolismo” propio de las redes sociales) y desarrollo (como sinergia entre los diversos tipos de recursos – además de la renta y la riqueza –, con énfasis en un tipo de “capital”, extra-económico, que fue llamado capital social pero que, en el fondo, es, simplemente, la red social).
Sin embargo, eso tampoco es poca cosa. Significa que las teorías del capital social son teorías-puente entre la vieja sociología y las nuevas teorías de las redes sociales. Cuando expresé eso por primera vez, en un seminario científico para un pequeño grupo en un doctorado de la Universidad de Brasilia, no tenía aún las ideas muy claras al respeto y me quedé con miedo de haber desestimulado alumnos que pretendían dedicar sus mejores esfuerzos a las teorías del capital social. Ahora, sin embargo, veo con más nitidez un escenario futuro para el desarrollo de las teorías de las redes sociales con lo que ya no tendrá sentido que haya que apelar al recurso de bautizar a la cooperación ampliada socialmente (que se viabiliza a través de los ‘múltiples caminos’, es decir, de las redes) con el nombre de “capital social” sólo para reforzar su carácter de recurso o factor del desarrollo.
El mismo concepto de desarrollo está pasando por transformaciones importantes en esta década. Una nueva visión del desarrollo está emergiendo, que no toma ya esa noción como un producto (y sus condiciones de producción) y sí como un proceso permanente de cambio, de un tipo de cambio congruente con el medio (o sea, a aquel tipo que podría llamarse sustentabilidad). Un proceso que, en el fondo, no es nada más que el aprendizaje colectivo de las comunidades de proyecto y de la afirmación de nuevas identidades en el mundo.
Durante la oscura noche en que estamos viviendo en los primeros años de este siglo he intentado trabajar un poco con esas ideas, haciendo explotaciones imaginativas en el universo de las conexiones ocultas que producen lo que llamamos como ‘social’. Y he trabajado con las ideas de democracia y de radicalización –en el sentido de democratización – de la democracia.
En ese camino fui muy bién asistido por la mente brillante de Humberto Maturana y por dos importantes pensadores de la democracia: Hannah Arendt y John Dewey, que descubrí tardíamente. De cierto modo, este libro es un tributo John Dewey.Notas(1) Franco, Augusto (1985). Autonomia e partido revolucionário. Goiânia: Ferramenta, 1985.
(2) Franco, Augusto (2001). Capital Social: leituras de Tocqueville, Jacobs, Putnam, Fukuyama, Maturana, Castells e Levy. Brasília: Instituto de Política, 2001.
(3) Jacobs, Jane (1961). Morte e vida das grandes cidades. São Paulo: Martins Fontes, 2000.
(4) Utilizo aquí el interesante esquema de Claus Offe; cf. Offe, Claus (1999). “A atual transição da história e algumas opções básicas para as instituições da sociedade”, in Bresser Pereira, L. C., Wilheim, J. e Sola, L. Sociedade e Estado em transformação. Brasília: ENAP, 1999.

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