miércoles, 28 de mayo de 2008

Capítulo A – Otro


... que es posible aceptar la legitimidad del otro (aún cuando el otro está en otro “campo”);

No existen enemigos naturales o permanentes.
El primer presupuesto de la democracia es que las personas acepten la legitimidad de las otras personas, que son diferentes de ellas, que tienen puntos de vista diversos sobre algo o sobre todo, y que, por lo tanto, acepten el conflicto que puede devenir de esa diferencia como algo normal.
Eso parece obvio, pero no lo es. Es muy difícil aceptar el conflicto como algo inherente a la pluralidad social en vez de juzgarlo como una disfunción que deba ser corregida.
De la aceptación del conflicto deviene un modo no-violento de regulación del conflicto. La manera (política) de hacer eso es preservando la existencia y buscando mantener la convivencia entre los conflictuantes y no apartando las personas que divergen, haciéndolas callar la boca en base en nuestra autoridad o excluyéndolas de los lugares que frecuentamos.
En política, todo comienza en la relación con el otro. No es en mí, ni en él, es entre yo-y-él que la política acontece. Como escribió Hannah Arendt (1950), “la política se basa en la pluralidad de los hombres... [pero] el hombre es a-político. La política surge entre-los-hombres; por lo tanto totalmente fuera de los hombres. Así pues, no existe ninguna sustancia política original” (1).
Así, no sólo el primer presupuesto fundamental de la democracia es reconocer y aceptar la legitimidad del otro. Es admitirlo en nuestro espacio de vida. No rechazar en principio, participar de su espacio de convivencia.
La democracia está fundada en el principio de que los seres humanos pueden generar colectivamente proyectos comunes de convivencia que reconozcan la legitimidad del otro. Al contrario de la autocracia, en que el modo predominante de regulación del conflicto pasa por la negación del otro, por medio de la violencia y de la coacción, la democracia, como afirmó el biólogo chileno Humberto Maturana (1993), es un sistema de convivencia “que solamente puede existir a través de las acciones propositivas que le dan origen, como una co-inspiración en una comunidad humana” (2), por lo cual se generan acuerdos públicos entre personas libres e iguales en un proceso de conversación que, por su parte, sólo puede realizarse a partir de la aceptación del otro como un libre y un igual.
La idea de que existen “campos” dentro de los cuáles podemos aceptar la legitimidad del otro y “campos” en relación a los cuáles sea legítimo negarle legitimidad, conspira contra la democracia. Más que eso: impide la democracia. Nadie puede ser considerado un participante ilegítimo de un proceso democrático por el hecho de haber sido colocado en otro “campo” por obra de ideología y así transformado en enemigo.
Para la democracia todas las enemistades políticas son circunstanciales y reversibles. Por lo tanto, no existen enemigos naturales o permanentes que puedan ser definidos por razones extrapolíticas: por su posición en relación al proceso de producción, por su riqueza, conocimiento, cultura, creencia, lengua, nacionalidad, género, etnia, color u otra condición física o psíquica.
La no-aceptación de la legitimidad del otro lleva necesariamente a la autocracia. Si, siguiendo la sugerencia del pensador alemán Carl Schmitt (1932), concebimos el otro como la alteridad que representa la negación del propio modo de existir y si, así, en nombre de la supervivencia de un grupo, de la conservación y de la afirmación de su identidad, creemos que él debe ser encarado, antes que cualquier cosa, como enemigo real o potencial, entonces ya no hay posibilidad de democracia.
La idea de que el otro es un potencial enemigo – en vez (o antes) de ser un probable compañero – lleva a la idea de la necesidad de estar siempre en guardia en contra de él, de prevenirse, de armarse en contra el otro para tener cómo reaccionar si él resuelva atacarnos o aún para disuadirlo de intentar tal embestida.
Pero ser demócrata es aceptar que nuestro modo de vida pueda ser alterado por el modo de vida del otro. Significa reconocer que el otro puede constituir una alternativa válida a nuestro way of life, a nuestro propio modo de ser. Significa admitir que las personas que están bajo nuestra influencia pueden pasar a ser influenciadas por el otro. Significa asumir que el otro, por el hecho de no ser un yo-mismo, no configura un “otro lado” y que, por eso, no debe ser exiliado en otro “campo”. No, él es apenas un otro, sin lo cual no puede acontecer la política.
Si los españoles no aceptan la legitimidad de los vascos y viceversa no puede haber solución democrática para el conflicto que surgió de la separación entre tales culturas. Si los palestinos no aceptan la legitimidad de los israelíes (y viceversa), ídem. Si los estatistas no aceptan la legitimidad de aquellos que consideran neoliberales y cierran las puertas de los encuentros que realizan a su participación, ídem-ídem. No habiendo solución democrática, sobrevendrán modos autocráticos de regulación de conflictos: o la guerra, que no es la continuación de la política por otros medios y sí su falencia; o la práctica de la política como “arte de la guerra”, que es igualmente autocratizante.
Toda política que divide el mundo en “campos” opuestos, entendiendo a quienes no está en el mismo “campo” como un enemigo, como un actor ilegítimo, se inserta en una corriente de autocratización de la democracia.
Convivir con el otro – o aceptarlo en la convivencia – es ser capaz de dialogar con él. La democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) es una capacidad de diálogo amistoso que surge en el ejercicio de la conversación en la plaza (queriendo decir, en el espacio público), que puede ser perfeccionado a punto de generar aquello que Pierre Levy (1994) comparó, en “La inteligencia colectiva”, con “un coral polifónico improvisado”. Según Levy, en contraposición a los sistemas de convivencia en que se enuncian proposiciones monótonas, repeticiones de palabras de orden en manifestaciones y argots de identidad de militantes del mismo partido, la democracia puede tomar como modelo el coral polifónico improvisado:
“Para los individuos el ejercicio es especialmente delicado, pues cada uno es llamado al mismo tiempo a escuchar los otros coristas; a cantar de modo diferenciado; a encontrar una coexistencia armónica entre su propia voz y a de los otros, o sea, mejorar el efecto de conjunto.
Es necesario, por lo tanto, resistir a los tres “malos atractores” que incitan los individuos a cubrir la voz de sus vecinos, cantando demasiado fuerte, a callarse, o a cantar en unísono.
En esa ética de la sinfonía, el lector habrá percibido las reglas de la conversación civilizada, de la cortesía, o del savoir-vivre – lo que consiste en no gritar, en no repetir lo que ellos acaban de decir, en responderles, en intentar ser pertinente e interesante, llevando en cuenta la práctica de la conversación...
Esa nueva democracia podría asumir la forma de un gran juego colectivo, en lo cual ganarían (pero siempre provisoriamente) los más cooperativos, los más urbanos [o con más civilidad], los mejores productores de variedad consonante...
Y no los más hábiles en asumir el poder, en sofocar la voz de los otros o en captar las masas anónimas...” (3).

Indicaciones de lectura

Para comenzar, sería bueno leer algunos textos importantísimos, de Hannah Arendt (c. 1950), compilados por Ursula Ludz como fragmentos en las “Obras Póstumas” (1992): ¿Que es la política?
También sería muy importante leer, por lo menos, dos textos de Humberto Maturana: con Gerda Verden-Zöller, Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado a la Democracia (1993) y La Democracia es una Obra de Arte (s./d.)

Notas

(1) Cf. Arendt, Hannah (c. 1950). ¿Qué es la política? (Frags. de las “Obras Póstumas” (1992), compilados por Ursula Ludz). Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1998.
(2)Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado a la Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(3) Levy, Pierre (1994). La inteligencia colectiva. Por una antropología del ciberespacio. São Paulo: Loyola, 1998.

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