lunes, 16 de junio de 2008

Introducción


En el sentido “fuerte” del concepto, la democracia no es un régimen determinado, no es un modelo aplicable a varias circunstancias, es un movimiento o una actitud constante de desconstrucción de autocracia.

Un concepto “fuerte” de democracia

No es posible conceptuar democracia sin conceptuar autocracia. Y no es posible hablar de la autocracia sin hablar de la guerra. Como decía la letra de una antigua canción alemana, en una frase que llegaría a ser cómica si no fuera trágica: “contra los demócratas, solamente los soldados ayudan”.
En virtud de una conjunción particularísima – probablemente fortuita – de varios factores, las sociedades humanas en la Antigüedad lograron abrir una brecha en la cultura autocrática (patriarcal, jerárquica y guerrera), ensayando pactos de convivencia establecidos en redes de conversaciones entre iguales, que aceptaban la legitimidad del otro y valoraban su opinión y no sólo su conocimiento técnico o su saber científico o filosófico. Registros históricos apuntan a que esto sucedió en las ciudades griegas, entre los años 509 y 322 antes de la Antigüedad, pero no es improbable que haya ocurrido también, de modo más fugaz, en otras ocasiones y lugares (el relato profético de la llamada Asamblea de Siquém, ocurrida en la Palestina entre los siglos 12 y 11 (?) tal vez constituya un indicio importante en ese sentido). Así surgió la democracia como una experiencia de conversación en un espacio público, quiere decir, no privatizado por el autócrata.
Desde el punto de vista de los sistemas autocráticos, ampliamente predominantes, la democracia – para usar una expresión de Saint-Exupery, empleada en otro contexto (en el libro “Correo Sur”) – fue “un error en el cálculo, un fallo en la armadura...” debidamente corregida en los dos mil años siguientes a la experiencia de los griegos. Cuando los modernos intentaron reinventarla, sólo entonces se pudo percibir toda la fuerza de la tradición autocrática. En los dos siglos posteriores a las osadías teóricas de Althusius (1603), Spinoza (1670) y Rousseau (1762) – que lanzaron los fundamentos para la reinvención de la democracia por los modernos: la idea de política como vida simbiótica de la comunidad, la idea de libertad como sentido de la política y la idea de democracia como régimen político capaz de materializar el ideal de libertad como autonomía –, los pensadores políticos se posicionaron, en su inmensa mayoría, francamente en contra la democracia. La sentencia de Burke (1790), según la cual “la democracia es la cosa más vergonzosa del mundo”, es emblemática del ánimo autocratizante que se vigorizó en los dos milenios anteriores a la época en que reinventamos la democracia.
Cuando, finalmente, la democracia comenzó a ser reensayada de verdad por los modernos, la política se hizo escenario de una tensión permanente entre tendencias de autocratización y de democratización de la democracia.
Nada indica que esa tensión haya desaparecido en la contemporaneidad. Aunque este sea un esquema explicativo, se puéde escribir la historia de la democracia como la historia de un enfrentamiento, en que, de un lado, permanecían las actitudes míticas, sacerdotales y jerárquicas que mantenían las tradiciones y, de otro, surgían actitudes utópicas, proféticas y autónomas que fundaron la modernidad.
La brecha democrática no fue abierta de una sola vez. Fue abierta y cerrada varias veces. Y continúa, en los últimos dos siglos, siendo ensanchada y estrechada de modo intermitente. De ese punto de vista, lo que llamamos democratización no es más que el proceso de alargamiento de esa brecha.
Muy antes que los griegos, el principal movimiento autocratizante fue la guerra. La guerra ya era considerada por los griegos como una actividad no-democrática (a rigor, de ellos, era una realidad apolítica, como observó genialmente Hannah Arendt: c. 1950, en sus varios estudios “Sobre el sentido de la política”, publicados póstumamente) (1). En el plano conceptual, guerra y democracia (o política practicada ex parte populis) son originalmente incompatibles.
Después de los griegos, la guerra fue el medio universal para acabar con la política (democrática) o para estrechar la brecha que abría en los sistemas de dominación. Guerra como modo de regular conflictos y de alterar la morfología y la dinámica de la red social para prepararse para el conflicto externo (por medio del llamado “estado de guerra”, instalado internamente) fue el medio por lo cual la tradición política pudo perpetuarse, no sólo derrotando enemigos de modo violento, sino también construyendo tales enemigos continuamente con el objetivo de preservar una morfología y una dinámica social que, erigida en función de la guerra, se constituyó como un complejo cultural. Usándose una metáfora contemporánea, se trata de un programa (software) que fue instalado en la red social y adquirió capacidad de modificar esa red (hardware) para poder auto-replicarse.
La guerra sintetiza lo contrario de la democracia: se niega la legitimidad del otro, se desvaloriza su opinión – a punto de no permitirse siquiera su pronunciamiento – y son abolidos totalmente los espacios (públicos) donde las opiniones de los ciudadanos puedan interaccionar y polinizarse mutuamente (por medio de la conversación en la plaza, ej. en el espacio público).
La guerra, por su propia naturaleza, impone mistificación de la historia, sacerdotalización del saber y jerarquización de las relaciones sociales. La visión de la historia pasa a ser orientada por la idea de que existe un homo hostilis (inherentemente competitivo) condenado a luchar eternamente para hacer prevalecer sus intereses (egotistas) sobre los de los demás. La visión del saber pasa a ser orientada por la idea de que el avance de la humanidad es consecuencia del avance tecnológico de un homo faber (fabricante de herramientas, que inmediatamente serán usadas como armas); y qué la mistificación del conocimiento técnico, entronizado como criterio meritocrático (sacerdotal por cuanto basado en el secreto que introduce opacidad en los procedimientos y organizado en grados de ordenación, quiere decir, de capacidad de reproducir una determinada orden). La visión del poder pasa a ser orientada por la idea de que existen formas de organización social que serían “naturales” o ineludibles para el establecimiento de aquel control social sin el cual la sociedad sería destruida por sus enemigos externos o por sus propios integrantes (en la base de la bellum omnium contra omnes están las ideas de orden top down, piramidal, como control centralizado o multicentralizado, de flujo comando-ejecución, de disciplina y obediencia, finalmente, de poder como capacidad de mandar a alguien hacer algo contra su voluntad). Todo eso pasa a valer no sólo como repertorio de iniciativas y medidas para destruir al enemigo externo (o para no ser destruido por él), pero también como norma para regir la vida interna de las sociedades, aún en tiempos de paz (tiempos esos que deben ser dedicados a la preparación para la guerra, en la línea de que “si quieres la paz, te debes prepara para la guerra”, lo que deja claro que la guerra es promovida a una condición de realidad inexorable u omnipresente). En este párrafo tal vez estén reunidos todos los elementos para una conceptualización de la autocracia e, inversamente, de la democracia.
Sin embargo, es obvio que por fuerza de sus consecuencias humanas, sociales y ambientales desastrosas, la guerra no puede ser bien-vista por los ciudadanos. Sin la guerra como institución, sin embargo, no hay cómo mantener las estructuras verticales de poder y las normas autocratizantes que a acompañan. Además, con la expansión de la democratización, las guerras tienden a reducirse; por ejemplo, naciones democráticas no suelen guerrear entre sí. Esa es la principal contradicción que vive la autocracia, visto que ella no puede subsistir sin la guerra.
En la ausencia de guerra, el proceso de autocratización sería inmediatamente suplantado por lo proceso de democratización. Por eso es por lo que, a partir de la modernidad, el ímpetu regresivo de las tendencias autocratizantes viene manifestándose no solo en la guerra sino en las concepciones y prácticas políticas que toman la política como una especie de continuación ‘de la guerra por otros medios’.
Es así que, en épocas actuales, el gran problema para la política democrática no es prioritariamente la guerra – si bien ella continúe siendo promovida por quistes autocráticos instalados en países democráticos contra países no-democráticos, por países no-democráticos contra países democráticos y por países no-democráticos entre sí – sino el ejercicio de la política como “arte de la guerra” (esa sí, practicada universalmente como realpolitik).

Lo que se ha escrtio sobre democracia.

Desde el punto de vista del concepto de democracia presentado mas arriba, es sorprendente el hecho que tengamos tan poca reflexión acumulada. Está claro que es más sorprendente aún el hecho que, después de la experiencia de los griegos, la democracia había retrocedido, no avanzado. Y que eso haya ocurrido tanto en la práctica como en la teoría.
Sobre el tema hay, por supuesto, muchas controversias. Algunos intentan interpretar la República romana como una versión (latina) de la democracia (griega) (2). Pero, todo indica, que no se trata exactamente de la misma cosa, visto que el sistema de gobierno con participación popular de los romanos no reunía aquellos tres atributos – de isonomia, isologia y isegoria – que caracterizaban el funcionamiento de la comunidad (koinomia) política de Atenas y de otras ciudades griegas del periodo democrático (509-322). Si encaráramos la democracia, en su sentido “débil”, sólo como sistema de gobierno (popular) – y no, en su sentido “fuerte”, como sistema de convivencia o modo de vida comunitaria que, por medio de la política practicada ex parte populis, regula la estructura y la dinámica de una red social – percibiremos que varias otras experiencias surgieron concomitante y posteriormente a la experiencia de los griegos: Roma (del final del siglo VI ac hasta mediados del siglo II), gobiernos locales en ciudades italianas (como Florencia y Venecia, por ejemplo, del inicio del siglo 12 hasta mediados del siglo XIV), así como otras experiencias endógenas de gobierno que admitían alguna forma de asamblea con participación más o menos popular (en Inglaterra, en la Escandinavia, en los Países Bajos, en Suiza y en otros puntos al norte del Mediterráneo). De cualquier modo, fueron experiencias insuficientes ante la tendencia autocrática predominante. En la mejor de las hipótesis, considerándose la República romana como una especie de democracia, un interregno autocrático de mil años (de 130 ac. a 1.100 dc). En el peor de los casos – que, no por casualidad, es de más necesita y la que hace más sentido – ese intervalo fue de más de dos mil años (de 322 a. Y. C. hasta el siglo 18).En la teoría, ocurrió el mismo. Además de la falta de experiencias suficientes de democracia, tuvimos la falta de reflexión teórica sobre el tema. Buena parte de la literatura política – que, no por casualidad, es más precisa y que la tiene más sentido – fue fuertemente influenciada por las ideas autocráticas. Basta ver que, con raras excepciones, los más conocidos pensadores de la política que surgieron desde Platón (y Sócrates, tanto el platónico, cuanto el xenofóntico), pasando por los medievales y hasta por los contemporáneos de Thomas Hobbes y sus sucesores (en las siete u ocho generaciones siguientes), eran contrarios a la democracia.
En una lista incuestionable de dos decenas de clásicos sobre política, del siglo V antes de cristo hasta finales del siglo XVI (de Platón a Althusius) no se encuentra un solo pensador democrático. Tal vez con excepción, parcial, de Aristóteles y del propio Althusius – aunque no militaban especialmente en contra de la democracia – la totalidad de esos pensadores eran autocráticos.
Cuando Spinoza afirmó (en 1670) – contrariando Hobbes – que el fin de la política no era la orden y sí la libertad, no se hizo la luz. Así como los antecesores de Spinoza (en los dos milenios anteriores) fueron contrarios a la democracia de alguna forma, sus sucesores (en los dos siglos siguientes) cuando no se posicionaron abiertamente contra la democracia, se pusieron a releerla de una forma que acabó vaciándola de su contenido. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII no hubo ninguna lectura decente de la democracia griega que hubiera rescatado o preservado sus propuestas fundamentales (su “gen” o meme) desde el punto de vista del concepto expuesto en la sección anterior de esta Introducción. En verdad, de Althusius (1603) a Stuart Mill (1861) no conocemos mucho más que media docena de pensadores políticos que haya, de ese punto de vista, contribuido decisivamente para recuperar y reinterpretar, a la luz de las condiciones de la modernidad, los elementos fundamentales de la democracia de los antiguos (la libertad, la igualdad de expresión y la valorización de la opinión y el ejercicio de la conversación en el espacio público).
Entre los clásicos de la política, del siglo VI antes de cristo hasta la mitad del siglo XX, es decir, desde los demócratas atenienses hasta Hannah Arendt, no tenemos, por increíble que parezca, muchas reflexiones sobre democracia (en el sentido “fuerte” del concepto). Aunque se pueda situar el surgimiento de la democracia a finales del siglo VI, a partir de la reforma de Clístenes (509), los escritos sobre democracia sólo van a aparecer realmente en el siglo V. Ésquilo, en “Los Persas” (472), afirma la libertad de los atenienses (opuesta a la servidumbre de aquellos que tienen un señor). Pero es con Eurípedes, en “Las Suplicantes” (422), que surge, por primera vez, un concepto más acabado de democracia (tomando como modelo Atenas, con la descripción de algunos de sus mecanismos, como la asamblea democrática, por ejemplo).
Desde el siglo VI, por lo tanto, no tenemos nada, sólo noticias de la legislación introducida por Sólon: si bien ese sea un marco importante para el desarrollo ulterior de la democracia, no hay aún propiamente una teoría democrática, sino menciones y delineamentos esparcidos que surgen en los géneros literarios de la historia y de la tragedia. Fuera del mundo griego, hay un libro importante que probablemente surgió en esa época (o un poco antes): el “Tao-te King” de Lao Tzu (604 ac.), pero solamente con mucho esfuerzo interpretativo (y alguna inspiración) podemos encontrar en sus páginas algún pensamiento compatible con la idea posterior de democracia. Aunque parezca haber de hecho algo profundamente democrático en Lao Tzu – en la medida en que, para él, la paz es el camino, tanto en términos individuales como colectivos – es difícil, muy difícil, establecer una relación entre esa raíz conceptual y las formas que la democracia vino a asumir en Atenas.
Del siglo V, tenemos dos textos que podrían ser considerados como discursos políticos, ambos autocráticos: “El Arte de la Guerra” (c. 500) de Sun Tzu; y “Los Analectos” de Confúcio (c. 490). Y, está claro, el ya mencionado “Las Suplicantes” (422) de Eurípedes. Y del siglo IV, tenemos a Platón (427-347): “La República”, “Lo Político” y “Las Leyes” (que no son obras a favor de la democracia; por el contrario). Y tenemos también Aristóteles (383-322): “La Política” y “La Constitución de Atenas”.
De los siglos III y II ac, para no decir que no tenemos nada, se registra, con alguna buena voluntad, sólo un clásico, de Han Fei Zi (280-234 ac.): “El Arte de la Política (Los hombres y la ley)”, pero nada hay, como es obvio, de democrático o de compatible con la democracia en ese texto. Y del siglo I antes de cristo, tenemos sólo Cícero (106-43 ac.): “De Republica”, “De Legibus” y “De Officiis” (lo que no es poca cosa, pero igualmente no recupera el concepto original de democracia en su sentido “fuerte”).
De los siglos II la XII de nuestra era, no conocemos absolutamente nada. Del siglo XIII, tenemos solamente Tomás de Aquino (1225-1274): “De Regimine Principum” (lejos, muy lejos de la idea de democracia). Y del siglo XIV, tenemos al Dante Alighieri: “De Monarchia” (1312); y Marcílio de Padua: “Defensor Pacis” (1324).
Del siglo XV, no tenemos nada significativo. Y del siglo XVI, tenemos cinco pensadores clásicos, ninguno de ellos democrático; por el contrario. Son los casos de Maquiavel: “El Príncipe” (1513) y Discursos “sobre la primera década de Tito Livio” (1519); Thomas Morus: “La Utopía” (1516); La Boétie: “Discurso de la servidumbre voluntaria” (1548); Francesco Guicciardini: “Recuerdos Políticos y Civiles” (1576); Jean Bodin: “Los Seis Libros del Estado (o de la República)” (1576); y Giovanni Botero: “La Razón de Estado” (1589).
El siglo 17, finalmente, surgieron algunos pensadores que lanzaron las bases para una reinvención de la democracia por parte de los modernos, como Althusius: “Política” (1603); y Spinoza: “Tratado Teológico-Político” (1670) y “Tratado Político” (1677). Pero la mayor parte de la literatura clásica sobre la política conocida de ese siglo no es democrática ni compatible con la democracia en el sentido “fuerte” del concepto, como se puede ver en Tommaso Campanella: “La Ciudad del Sol” (1602); Grotius: “De iuri belli ac pacis” (1625); Richelieu: “Testamento político” (c. 1632-1639); Baltazar Gracián :“El Arte de la Prudencia” (1647); Hobbes: “De cive” (1642) y Leviatã “” (1651); Cardenal Mazarin: “Breviario de los Políticos” (1683); Leibniz: “Elementa iuris naturalis” (1688); y Locke: “Dos Tratados sobre el Gobierno” (1690) – con excepción de este último (3).
Del siglo XVIII cabe destacar algunos pensadores (y el network de Filadelfia), comenzando con Rousseau: “Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres” (1754) y “El contrato social” (1762); pasando por Thomas Jefferson y por la “Declaración de Independencia de Estados Unidos de América” (1776), por “Publios” (Alexander Hamilton, John Jay y James Madison): “El Federalista” (1787-1788), en especial Madison en un comentario sobre la Constitución de Estados Unidos (1787); y llegando Thomas Paine: “Derechos del Hombre” (1791). Pero con la posible excepción de Montesquieu: “El Espíritu de las Leyes” (1749) y de algún otro, se constata aún una fuerte influencia autocrática en la mayoría de los pensadores de ese período, como François de Callières: “Como negociar con Príncipes” (1716); Hume: “Investigación sobre la Comprensión Humana” (1748); Beccaria: “De los Delitos y de las Penas” (1764); Sieyès: “Lo que es el Tercer Estado” (1789); la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” (1789); Bentham: “Introducción a los principios de la moral y de la legislación” (1789); Burke: “Reflexiones sobre la Revolución Francesa” (1790); von Humbolt: “Ensayo sobre los límites de la actividad del Estado” (1792); y Kant: “La paz perpetua” (1795) y “Metafísica de las Costumbres” (1797).
Fue solamente el siglo IXX en que comenzaron a aparecer, en mayor cantidad, las semillas de un pensamiento realmente democrático en el sentido “fuerte” del concepto (por ejemplo, con Tocqueville, Stuart Mill y algunos otros), pese a que aún es un pensamiento cercado por ideas autocráticas. Se registran como clásicos de ese periodo, Ficht: “Discursos a la Nación Alemana” (1808); Bentham: “Sofismas Políticos” (1816); Benjamin Constant: “Principios de la política” (1815) y “Discurso sobre la Libertad de los Antiguos Comparada con la Moderna” (1819); Hegel: “Principios de Filosofía del Derecho” (1821); Carl von Clausewitz: “De la Guerra” (1832); Tocqueville: “La Democracia en América” (1835) y “El Antiguo Régimen y la Revolución” (1856); Proudhon: “Lo que es la Propiedad” (1840); Marx: “Crítica de la filosofía hegeliana del derecho” (1843) y “La cuestión judaica” (1843); Thoreau: “Desobediencia Civil” (1849); Stuart Mill: “Sobre la Libertad” (1859) y Sobre “el Gobierno Representativo” (1861); y Mosca: “Elementos de Ciencia Política” (1896).
Así llegamos al siglo XX. Pero si incluimos la categoría de "clásicos" solo los escritos políticos surgidos hasta mediados de aquel siglo, percibiremos que no tuvimos una gran difusión de ideas y teorías democráticas. Con excepción de John Dewey y Hannah Arendt, aún hay una rancia concepción autocrática en los principales pensadores políticos de esa época, aún en aquellos que profesan convicciones democráticas y se ocupan principalmente de la democracia, como Sorel: “Reflexiones sobre la Violencia” (1908); Croce: “Filosofía de la Práctica” (1909); Michels: “Los partidos políticos: ensayos sobre las tendencias oligárquicas de las democracias” (1911); Gentile: “Fundamentos de la Filosofía del Derecho” (1916); Pareto: “Las Transformaciones de la Democracia” (1919); Weber: “Economía y Sociedad” (1922); Dewey: “El Público y sus Problemas” (1927), “Viejo y nuevo individualismo” (1929), “Liberalismo y acción social” (1935), “La democracia es radical” (1937) y “Democracia creativa: la tarea que tenemos por edelante” (1939); Carl Schmitt: “El Concepto del Político” (1932); Horkheimer: “Teoría tradicional y teoría crítica” (1937) y “El Estado autoritario” (1942); Schumpeter: “Capitalismo, socialismo y democracia” (1942); Hayek: “El camino de la servidumbre” (1944); Polanyi: “La Gran Transformación” (1944); Kelsen: “Teoría general del Derecho y del Estado” (1945) y “Los Fundamentos de la Democracia” (1955); Gramsci: “Cuadernos de la Cárcel” (1947); y Hannah Arendt: “¿Qué es la política?” (1950), “Los Orígenes del Totalitarismo” (1951), “¿Que es libertad?” (1954), “La condición humana” (1958) y “Sobre la revolución” (1963). En ese periodo, cabe destacar también, fueron lanzados los fundamentos del actual pensamiento autocrático disfrazados de democrático, propio de las llamadas izquierdas contemporáneas, en virtud de una fusión pragmática de la visión de Schmitt (realpolitik) con la de Gramsci (conquista de hegemonía).
Frente a este cuadro se puede afirmar que no se ha perdido gran cosa del “gen” (o del meme) de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto), quien rehiciera la trayectoria de los clásicos hilvanando una abreviadísima secuencia como la siguiente: (1º) Los demócratas de Atenas (Clístenes, Péricles, Temístocles, Protágoras, Polícrates etc, de los que se puede inferir de sus pensamientos valiéndose de la lectura de la historia, de las oraciones fúnebre, de la tragedia y de la filosofía – en especial por la vía de sus críticos, como Platón y Sócrates platónico) => (2º) Althusius => (3º) Spinoza => (4º) Rousseau => (5º) “Públius” (Alexander Hamilton, John Jay y James Madison)=> (6º) Paine => (7º) Tocqueville => (8º) Mill => (9º) Dewey => (10º) Arendt. O sea, para absorber la idea de democracia en el sentido “fuerte” (o la “democracia como idea”, como quería Dewey) – y esa es una constatación para lamentar, si bien la afirmación sea polémica, sobre todo a los ojos de los que gustan de historizar el concepto de democracia hasta que de él se desvanezca todo su contenido sustantivo – no es necesario más que leer los clásicos.
Hay muchas cosas que podrían ser consideradas importantes en el siglo IXX y en el siglo XX, como los escritos utopistas, anarquistas y socialistas (Fourier, Owen, Engels, Bakunin, Kropotkin, Kautski, Lenin, Trostski, Rosa Luxemburgo, Kollontai, Korsch, Lukács, y varios otros), pero – desde el punto de vista de la democracia, tanto en su sentido “débil”, cuanto en su sentido “fuerte” – no hay, vamos a decir así, grandes contribuciones a la teoría de la democracia en esos autores. En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, sobre todo en su tercero cuarto, surgieron obras importantes, como Sartori: “Democracia y definición” (1957) y “La teoría democrática revisada” (1987); Aron: “Paz y guerra entre las naciones” (1962) y “Democracia y totalitarismo” (1965); Berlin: “Cuatro ensayos sobre la libertad” (1969); Macpherson: “Teoría democrática” (1973) y “La democracia liberal y su época” (1977); Clastres: “La sociedad contra el Estado” (1974) etc.
Del final del siglo XX, ya de entre los contemporáneos (si consideramos a los que publicaron en los últimos 25 años o en el tiempo de la presente generación), tenemos aparentemente muchas cosa. Pero sólo aparentemente. Como fundamental, tenemos a Lefort: “La invención democrática: los límites de la dominación totalitaria” (1981); Bobbio: “Ética y Política” (1984), “El futuro de la democracia: una defensa de las reglas del juego” (1984) y “Estado gobierno, sociedad: para una teoría general de la política” (1985); Ágnes Heller (con Ferenc Feher) con varios textos, como los consolidados en las colecciones: “Anatomía de la izquierda occidental” (1985) y “La condición política post-moderna” (1987); Huntington: “La tercera ola” (1991); Przeworski: “Capitalism and Social Democracy” (1985) y “Democracy and the market” (1991); Amartya Sen: “Desigualdad reexaminada” (1992), “Libertades y necesidades” (1994), “Democracia como un valor universal” (1999) y “Desarrollo como libertad” (1999); Jürgen Habermas: “Facticidad y validez” (1992) y “Between Facts and Norms: Contributions to la Discourse Theory of Law and Democracy” (1996); John Rawls: “El liberalismo político” (1993); Robert Dahl: “La democracia y sus críticos” (1989) y “Sobre la democracia” (1998); y Cornelius Castoriadis: “Sobre ‘El Político’ de Platón” (edición póstuma de seminarios realizados en 1986) (1999). Tenemos aún una extensa literatura comprometida en el debate actual sobre la democracia directa, participativa y deliberativa, de la cual pueden ser citados, como ejemplos significativos, Gutman: “Liberal Equality” (1980) y “Democratic Education” (1987); Barber: “Strong democracy: participatory politics que sea la New Actúa” (1984); Burnheim: “Is democracy possible? The alternative to electoral politics” (1985); Fishkin: “Democracy and deliberation” (1991) y “The voice of the people: public opinion and democracy” (1997); Sunstein: “The Partial Constitution” (1993); Andrew Arato & Jean Cohen: “Civil Society and Political Theory” (1994); Hirst: “Associative Democracy: new forms of social and economic governance” (1994); Bohman: “Public Deliberation” (1996); Budge: “The new challenge of direct democracy” (1996); Nino: “The Constitution of Deliberative Democracy” (1996); Chantal Mouffe: “The return of the Political” (1993) y “The Democratic Paradox” (2000); Walzer: “On toleration” (1997) y Joshua Cohen: “Procedure and Substance in Deliberative Democracy” (1996) y “Democracy and Liberty” (1998).
Tenemos, por último, algunas de las cosas más prometedoras, como los trabajos sobre las propuestas cooperativas de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) de Humberto Maturana: “Biología del fenómeno social” (1985), “Herencia y medio ambiente” (con Jorge Luzoro) (1985), “Ontología del Conversar” (1988), “Lenguaje y realidad: el origen de lo humano” (1988), “Una mirada a la educación actual desde la perspectiva de la biología del conocimiento” (1988), “Lenguaje, emociones y ética en el quehacer político” (1988), “El sentido de lo humano” (1991), “Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado a la Democracia” (con Gerda Verden-Zöller) (1993) y “La democracia es una obra de arte” (s. /d). Y algunos buenos intentos de recuperar el pensamiento político de Dewey, como a de Axel Honneth: “Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy” (1998) (4).
En el siglo XXI, hay mucha gente que aún continúa anclada el siglo XX (o en el IXX). Permanece aquella curiosa corriente gramsciana (surgida en la década pasada) de defensores de la democracia participativa o deliberativa (supuestamente en favor del pueblo) contra la democracia representativa liberal (de las élites, supuestamente contra el pueblo) – compuesta, por más contradictorio que eso pueda parecer, por ‘pensadores de la democracia no convertidos a la democracia’ – que permanecen trabajando con el autocrático como concepto de hegemonía. Pero hay también una usina anticipadora de las semillas de un nuevo pensamiento democrático que, aunque haya comenzado a manifestarse en los últimos años del siglo pasado, ya se encaminaba hacia el futuro. Entran aquí las formulaciones sobre democracia digital o democracia en tiempo real (cyberdemocracy), las investigaciones sobre la inteligencia colectiva y sobre la emergencia (sobretodo en los estudios sobre las sociedades como sistemas complejos adaptativos), las reflexiones sobre las innovaciones políticas ensayadas en redes comunitarias de desarrollo y la llamada pluriarquia o la democracia en redes sociales distribuidas (peer-to-peer). Se incluyen en esta categoría las teorías del capital social que brotaron los años 90 y el llamado netweaving (una creación del final de la primera mitad de la década actual) (5).
Quien que quiera dar continuidad a su formación clásica desde el punto de vista del concepto (“fuerte”) de democracia esbozado en la primera sección de esta introducción, debería concentrarse, básicamente, en John Dewey, Hannah Arendt y Humberto Maturana. De los clásicos, vale la pena considerar, además de los ya citados Dewey y Arendt, en especial Aristóteles (confrontado con Platón), Althusius (confrontado con Jean Bodin), Spinoza (confrontado con Hobbes), Rousseau, Madison y Paine (confrontado con Burke), Tocqueville y Stuart Mill. Pero las nuevas teorías democráticas capaces de recuperar el meme democrático original y reinterpretarlo a la luz de las condiciones del siglo 21 aún están por ser elaboradas.

Aprender democracia es desaprender autocracia

No basta, sin embargo, conocer las reflexiones teóricas sobre las diversas experiencias de democracia y las teorías normativas inspiradas por tales reflexiones. La democracia no es un régimen determinado, no es un modelo aplicable a múltiples circunstancias, sino un movimiento o una actitud constante de desconstrucción de autocracia. Así, según el concepto (“fuerte”) de democracia aquí presentado, aprender democracia es desaprender autocracia.
Una de las posturas más importantes en la formación de liderazgos para el ejercicio de la política democrática es aprender a percibir las señales de la mentalidad y de las prácticas autoritarias y los síntomas de los procesos de autocratización de la política. No se trata sólo de conocer las teorías y lo que dijeron los clásicos de la llamada ciencia política sobre el asunto. Se trata de la capacidad de identificar patrones, lo que forma parte de aquellos conocimientos tácitos del “arte” de la política que deben ser adquiridos por la observación atenta de la propia experiencia y de las experiencias ajenas.
Pequeño o grande, el poder autoritario se comporta siempre de manera semejante. No importa si el agente que no está convencido del valor de la democracia está dirigiendo una pequeña ONG de barrio, un partido o un gobierno. Hay un patrón de comportamiento que se hace presente en todas las prácticas antidemocráticas y que se revela como poder de obstruir, separar y excluir. En los casos más exacerbados, el poder ejercido de tal manera puede perseguir, detener, torturar y matar, sólo no haciéndolo, en muchas situaciones, en virtud de la falta de condiciones para ello.
Un proceso de formación política democrática debería contemplar el estudio cuidadoso de ese “patrón Darth Vader” (para usar la excelente metáfora de la serie “Star Wars”, de George Lucas). En ese sentido, se puede aprender mucho leyendo, por ejemplo, Ryszard Kapuscinski: “Cesarz” (1978), que fue publicado en Brasil bajo el título “El Emperador: la caída de un autócrata”. Por medio de una narrativa impresionante, basada en entrevistas hechas por el autor – el periodista polonés Kapuscinski – con antiguos colaboradores de Hailé Selassié I, él describe las bambalinas del palacio del tirano que gobernó Etiopía por 44 años (6). O con Simon Sebag Montefiore: “Stalin: la corte del cesar rojo” (2003), también basado en entrevistas hechas por el periodista Montefiore con los supervivientes y los descendientes de la era stalinista y en investigaciones, en cartas y otros documentos que sólo recientemente fueron liberados, el libro describe la intimidad del poder despótico que hasta hace poco era medio desconocida, revelando su faz brutal (7). O, también, con Jung Chang y Jon Halliday: “Mao: la historia desconocida” (2005), en lo cual Chang (ya conocida por su excelente “Cisnes salvajes”) y su marido Halliday, emprendieron una investigación monumental para describir la otra faz de la vida de Mao Tse-Tung, que – según la palabra de los autores – “durante décadas detentó el poder absoluto sobre la vida de un cuarto de la población mundial y fue responsable por más de 70 millones de muertes en tiempos de paz, más que cualquiera otro líder del siglo XX” (8). Este último es, de todos, el libro más impresionante que tal vez ya haya sido escrito sobre las consecuencias maléficas de la conducción del Estado en las manos de un líder con la determinación de conquistar y de mantener el poder a cualquier costo (9).
Se puede decir que las tragedias de esos regímenes comandados por Selassié, Stalin y Mao son cosas muy distantes de las situaciones en que viven los países democráticos actuales. Pero las cosas no están bien así. El “patrón Darth Vader” que se manifestó en alto grado en el comportamiento de esos tres autocratas puede también estar presente en otros líderes, pequeños o grandes, no consiguiendo muchas veces desarrollarse en virtud de circunstancias ambientales o institucionales adversas. Tales circunstancias, que provienen de configuraciones sociales colectivas, cuando son favorables al emplazamiento de un sistemas de dominación determinado tienden a reforzar y a retroalimentar actitudes míticas frente a la historia, sacerdotales frente al saber, jerarquías frente al poder y autocráticas frente a la política. Toda vez que la red social es obstruida, toda vez que se introducen centralizaciones en la tela de conexiones o de caminos que conectan los nudos de esa red distribuida, se genera una configuración más favorable al crecimiento y la manifestación de ese poder vertical que está en el “ADN” de la civilización patriarcal y guerrera. La democracia, como percibió Humberto Maturana (1993), es una brecha en ese paradigma civilizatorio (10).
Comprendiendo lo que puede florecer en ambientes sociales fuertemente centralizados y en los cuáles los modos de regulación de conflictos no son democráticos, podemos percibir las señales e interpretar los síntomas del proceso de autocratización de la política dondequiera que surjan, inclusive en el interior de los regímenes formalmente democráticos. Se puede, inclusive, aprender a detectar las tentativas contemporáneas de autocratización de la democracia, basadas en el uso instrumental de la democracia en el sentido “débil” del concepto (quiere decir, en la utilización de algunos de los mecanismos, instituciones y procedimientos de la democracia representativa, como el sistema electoral), para frenar el proceso de democratización de las sociedades, sea por la vía de las protodictaduras (que se caracteriza, fundamentalmente, por la abolición legal o de hecho del recambio democrática), sea por el empleo de la manipulación en amplia escala, como ocurre en las nuevas vertientes del populismo que vienen siempre acompañadas del saqueo del Estado, de la corrupción del Estado, de la corrupción de la política y de la degradación de las instituciones por medio de la privatización partidaria de la esfera pública y del aparatemiento de la administración gubernamental (11).
De cualquier modo, para conocer el poder vertical – su “anatomía” y su “fisiología”, vamos a decir así – debemos estudiarlo en estado puro (o casi), como ocurrió en la Etiopía de Selassié, en la Unión Soviética de Stalin y en China de Mao. Después será más fácil percibir sus indicios en nuestra vida cotidiana, inclusive cuando surgen en una pequeña organización (12).

Notas

(1) Arendt, Hannah (c. 1950). ¿Que es política? (Frags. de las “Obras Póstumas” (1992), compilados por Ursula Ludz). Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1998.
(2) Cf. Dahl, Robert (1998). Sobre la democracia. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(3) El caso de Hobbes es notable, pues además de haber producido los fundamentos para una justificación filosófica de la autocracia, también sustrajo las propuestas cooperativas de cualquier idea democrática, teniendo una influencia destacada sobre gran parte de los pensadores de otras disciplinas científicas que surgieron ulteriormente – como la biología de la evolución y la economía – hasta, prácticamente, el final del siglo IXX. Al respecto vale la pena leer el brillante pasaje de Matt Ridley (1996) en el libro Los orígenes de la virtud: “Thomas Hobbes fue el antepasado intelectual de Charles Darwin en línea directa. Hobbes (1651) generó David Hume (1739), quién generó Adam Smith (1776), quién generó Thomas Robert Malthus (1798), quién generó Charles Darwin (1859). Fue después de leer Malthus que Darwin dejó de pensar sobre competición entre grupos y pasó a pensar sobre competición entre individuos, cambio que Smith había hecho un siglo antes. El diagnóstico hobbesiano – aunque no la receta – aún está en el centro, tanto de la economía cuanto de la biología evolutiva moderna (Smith generó Friedman; Darwin generó Dawkins). En la raíz de las dos disciplinas está la noción de que, si el equilibrio de la naturaleza no fue proyectado desde arriba sino que surgió desde bajo, hay motivo para pensar que se trata de un todo armonioso. Más tarde, John Maynard Keynes diría que “El Origen de las Especies” es “simple economía ricardiana expresa en lenguaje científico”. Y Stephen Jay Gould dijo que la selección natural “era esencialmente la economía de Adam Smith vista en la naturaleza”. Karl Marx hizo más o menos la misma observación: “Es notable”, le escribió a Friedrich Engels, en junio de 1862 “, como Darwin reconoce, entre los animales y las plantas, la propia sociedad inglesa a la cual pertenencia, con su división de trabajo, competición, apertura de nuevos mercados, ‘invenciones’ y la lucha malthusiana por la existencia. Se trata de un 'bellum omnium contra omnes de Hobbes' ".. Cf. Ridley, Matt (1996). Los orígenes de la virtud: un estudio biológico de la solidaridad. Río de Janeiro: Record, 2000. Sobre las propuestas competitivas o cooperativas de la democracia ver el Epílogo de este libro.
(4) Honneth, Axel (1998).“Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”, (publicado originalmente en “Political Theory”, v. 26, diciembre 1998) traducido en la colección Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoy: nuevos desafíos para la teoría democrática contemporánea. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001. Maturana y los otros (pocos) pensadores, como Honneth, que buscan fundamentos cooperativos para la democracia – totalmente desconsiderados por los llamados ‘científicos políticos’ actuales – son excepciones. La mayoría de los contemporáneos – y nos referimos a aquellos realmente convertidos a la democracia y no a los que pretenden usarla instrumentalmente para implementar un proyecto autocrático de poder – parece haber heredado de los modernos la obligación de justificar, a cada instante, que la democracia en los moldes griegos no podría funcionar en las complejas sociedades de la actualidad, en países con un gran número de habitantes con derecho de opinar y decidir (tal vez olvidando de resaltar que la democracia de los griegos era una experiencia comunitaria, incluso imposible de materializar en el estado-nación de moderno y que el problema está en este tipo de organización política general y no en la imposibilidad técnica de encontrar procesos más proactivos capaces de viabilizar la formación democrática de la voluntad política colectiva). Es lo que veremos en el Epílogo de este libro.
(5) Hay una literatura no-directa o explícitamente política que comenzó a aparecer a partir del final de la década pasada y, en gran medida, ya en el presente siglo, que constituye, tal vez, la materia-prima para las nuevas formulaciones sobre la democracias que deberían surgir los próximos años (disponible en las indicaciones de lectura y en las notas del capítulo s) centralización de este libro).
(6) Kapuscinski, Ryszard (1978). El Emperador: la caída de un autócrata. São Paulo: Compañía de las Letras, 2005.
(7) Montefiore, Simon Sebag (2003). Stalin: a corte del cesar rojo. São Paulo: Compañía de las Letras, 2006.
(8) Chang, Jung y Halliday, Jon (2005). Mao: la historia desconocida. São Paulo: Compañía de las Letras, 2006.
(9) Sobre eso, valdría la pena conocer también el libro de Robert Service (2000), “Lenin, the Biography” (traducido en Brasil como “Lenin: la biografía definitiva”. Río de Janeiro: Difel, 2007).
(10) Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado a la Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(11) Tal uso de la democracia contra la democracia (toma como régimen electoral basado en el voto de la mayoría), sustituyendo los clásicos golpes de Estado de los años 60 y 70 del siglo pasado, constituye hoy la nueva amenaza a la democracia que necesita ser estudiada. El saqueo del Estado, en su forma hard, como en Rusia de Putin, constituye un excelente ejemplo de la vía protodictatorial, pero existen también las formas blandas, como veremos en los capítulos m) demagogia y r) reglas. Aún sobre la vía protodictarial rusa vale la pena leer el excelente libro de la periodista Anna Politkovskaya (2007), recientemente asesinada por el régimen de Putin, titulado “Un diario ruso” (Río de Janeiro: Rocco, 2007).
(12) Existen también algunas obras de ficción que ayudan a comprender la naturaleza y percibir las manifestaciones – explícitas o implícitas – del poder vertical. Poca gente se da cuenta de que es posible aprender más sobre política democrática leyendo atentamente esos libros que estudiando voluminosos tratados teóricos sobre política. Para quien está interesado en la "arte" de la política democrática es importantísimo leer, por ejemplo, la serie de libros de Frank Herbert, que se inicia con el clásico "Dune". Un curso práctico de política democrática debería recomendar la lectura de los seis volúmenes que componen esa serie: Dune (1965), Dune Messiah (1969), Children of Dune (1976), God Emperor of Dune (1981), Heretics of Dune (1984) y Chapterhouse: Dune (1985). Herbert falleció en 1986, cuando estaba trabajando en el séptimo volumen de la serie. Sus libros fueron publicados en Brasil por la Nueva Frontera, con los respectivos títulos: Duna, El Mesías de Duna, Los Hijos de Duna, El Emperador-Dios de Duna, Los Herejes de Duna y Las Herederas de Duna. Un bueno - y además de todo placentero – ejercicio de formación política sería intentar desvelar Dune, desde el punto de vista de aquellas manifestaciones del poder vertical que se contraponen a la práctica de la democracia - quiere decir, de las actitudes míticas frente a la historia, sacerdotales frente al saber, jerárquicas frente al poder y autocráticas frente a la política – realizando exploraciones en este maravilloso universo ficcional de Frank Herbert. Existen otras series de ficción en que se pueden aprender muchas cosas que los libros de política no enseñan. Se destaca, en especial, esa formidable mitología de nuestros tiempos que consagró el personaje Darth Vader: la serie "Star Wars". Sobre esa serie vale la pena leer Decker, Kevin (2005). “Por cualquier medio necesario: tiranía, democracia, república e imperio” in Irwin, William (2005). Star Wars y la filosofía: más poderoso de lo que usted imagina. São Paulo: Madras, 2005.

sábado, 14 de junio de 2008

El Libro

Aprender democracia es desaprender autocracia.

Presentación


“The fundamental principle of democracy is that the ends of freedom and individuality for all can be attained only by means that accord with those ends... [but] There is no opposition in standing for liberal democratic means combined with ends that are socially radical”.
John Dewey (1937) in “Democracy is radical”.
Nuestro analfabetismo democráticoNada o casi nada aprendemos de democracia en la infancia o en la juventud, sea en casa, en las bromas callejeras con los amigos, en la escuela, en la iglesia, en las asociaciones juveniles o en el deporte. Cuando somos adultos, tampoco tenemos suficientes oportunidades de aprender y practicar la democracia en el cuartel, en la universidad, en el trabajo, en las entidades representativas o en otras organizaciones de la sociedad civil de las que participamos.
Hasta el mundo político – incluyendo los políticos tradicionales y sus partidos y las instituciones públicas, como los parlamentos y los gobiernos – está sólo semi-alfabetizado en términos democráticos; o sea, planteándolo a la inversa, el mundo político está compuesto por semi-analfabetos democráticos. Quién tenga alguna duda, que investigue tomando el universo de las conducciones partidarias, el Congreso, las Asambleas Legislativas, los Concejos y los órganos públicos de los tres niveles de gobierno, con preguntas simples sobre las supuestos, los principios, el significado estratégico y el valor de la democracia: les garantizo que los resultados serán impublicables.
Esa realidad decepcionante puede ser explicada. La democracia no es una cosa “natural” en el mundo en que vivimos. A pesar de las declaraciones de amor a la democracia expresadas por políticos de todos los matices, la palabra fue vaciada de su contenido. Tais declaraciones no reflejan una verdadera conversión a las ideas y a las prácticas democráticas, pues adherir realmente a la democracia no es algo fácil: es preciso remar contra la corriente, contrariar la cultura política establecida y, a menudo, negar el sentido común.
La democracia es una brecha – inestable – que fue abierta entre los sistemas míticos, sacerdotales, jerárquicos y autocráticos a los cuáles estuvimos sometidos en los últimos seis mil años.
En este sentido, no hay nada más subversivo que la democracia. Es una insubordinación contra el poder vertical, entendido como el poder de obstruir, separar y excluir, aquel poder que se estructura instalando centralizaciones en la red social para capacitar a sus agentes para mandar alguien hacer algo en contra de su voluntad.
El hecho de que, hasta ahora, la democracia (como sistema político o forma de administración del Estado) ha sido experimentada - en algunos lugares - en sólo un 7% de nuestra historia (durante 96 minutos, si tomáramos como referencia 24 horas = 6 milenios), explica, por lo menos en parte, por qué nuestra formación democrática es aún tan incipiente. Sí, desde que se organizo el primer sistema político de poder vertical estable – probablemente en alguna Ciudad-Estado-Templo de la antigua Mesopotámia, tal vez en Kish, en la Suméria, alrededor del año 3.600 antes de Cristo – tuvimos sólo frágiles y fugaces experiencias localizadas de democracia. De allí hasta acá, las diversas formas de Estado que se sucedieron, las instituciones públicas, las empresas y las demás organizaciones privadas de la sociedad civil e, inclusive, las tradiciones espirituales – para no hablar de las órdenes militares y religiosas – fueron, en gran medida, autocráticas, no democráticas. No es de extrañarse que sea tan alto nuestro índice de analfabetismo democrático.
¿Es posible una alfabetización democrática?

Somos menos analfabetos democráticos en relación a la comprensión del funcionamiento formal de nuestros actuales sistemas representativos que en relación a la democracia como modo de regulación de conflictos en lo cotidiano. Hasta conseguimos entender razonablemente la democracia como sistema de gobierno, pero, de modo general, no admitimos y no practicamos – como quería John Dewey – la democracia como modo de vida, en el día-a-día, en la base de la sociedad y en las organizaciones gubernamentales o no-gubernamentales de las que participamos.
Ocurre que el concepto de democracia puede ser tomado en dos sentidos: en el sentido “débil” o en sentido “fuerte”. En el sentido “débil” (y pleno) del concepto, democracia se refiere actualmente a un tipo de régimen – en la acepción como sistema de gobierno o forma política de administración del Estado – en que los gobernantes son escogidos por los gobernados y que responde a los siguientes requisitos: 1) libertad de ir y venir y de organización social y política; 2) libertad de expresión y creencia (incluyendo hoy el derecho de investigar, recibir y transmitir informaciones e ideas sin interferencia de cualquier medio, inclusive en el ciberespacio); 3) libertad de prensa stricto sensu y lato sensu (existencia de diversas fuentes alternativas de información); 4) publicidad (o sea, transparencia capaz de enseñar una real accountability) de los actos del gobierno e inexistencia del secreto de los negocios de Estado cuando no estén involucradas amenazas a la seguridad de la sociedad democrática y al bienestar de los ciudadanos; 5) derecho al voto para escoger representantes (legislativos y ejecutivos) por el sistema universal, directo y secreto; 6) condición legal de votar incluyendo la condición de ser votado; 7) elecciones libres, periódicas y exentas (limpias); 8) efectiva posibilidad de alternancia en el poder entre situación y oposición y aceptabilidad “de la derrota”; 9) instituciones estables, capaces de cumplir papeles democráticamente establecidos por ley y protegidas de influencias políticas indebidas del gobierno; 10) legitimidad: para que se considere legítimo el actor político individual o colectivo se debe respetar – sin intentar falsificar o manipular – el conjunto de reglas que emanan de los requisitos arriba mencionados, no estándole facultado a modificarlas o a eludirlas en base al argumento de que cuenta, a tal fin, con el apoyo de la mayoría de la población, aún ante las evidencias o pruebas de sus altos índices de popularidad o, aún, en base a la creencia de que posee la propuesta “correcta” o la “ideología verdadera” para alcanzar todo tipo de utopías, seas ellas el imperio milenario de los seres superiores o escogidos, el reino de la libertad o de la abundancia para todos, para redimir la humanidad o parte de ella o para salvar de algún modo la especie humana. Este es el sentido “débil” del concepto de democracia, en su concepción de máxima o plena.
En el sentido “fuerte” del concepto, sin embargo, democracia es más que eso, pero no propiamente mejor que eso por cuanto no constituye una alternativa o una realidad comparable a la democracia en su sentido “débil” (como sistema de gobierno). John Dewey (1939), por ejemplo, en el discurso “Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante”, en que lanzó su contribución final a las bases de una nueva teoría normativa de la democracia que podríamos llamar de democracia cooperativa, deja claro que estaba tomando el concepto en su sentido “fuerte”. La democracia, para Dewey, no se refiere – ni sólo, ni principalmente – al funcionamiento de las instituciones políticas, sino que es “un modo de vida” basado en la apuesta “en las posibilidades de la naturaleza humana”, en el “hombre común”, o como él dice, “en las actitudes que los seres humanos revelan en sus mutuas relaciones, en todos los acontecimientos de la vida cotidiana”. Aún según Dewey, la democracia es una apuesta generosa “en la capacidad de todas las personas de dirigir su propia vida, libre de toda coerción e imposición por parte de los demás, siempre que estén dadas las debidas condiciones” (1). Ese es el sentido “fuerte” del concepto.
En efecto, en “El Público y sus problemas”, John Dewey (1927) dejó en claro que existe una “distinción entre la democracia como una idea de vida social y la democracia política como un sistema de gobierno. La idea es estéril y vacía siempre que no se la encarne en las relaciones humanas. Sin embargo en la discusión hay que distinguirlas. La idea de democracia es una idea más amplia y más completa que la que se pueda ejemplificar en el Estado, aún en el mejor de los casos. Para que tenga lugar, debe afectar a todos los modos de asociación humana, la familia, la escuela, la industria, la religión. Inclusive en lo que se refiere a las medidas políticas, las instituciones gubernamentales no son sino un mecanismo para la proporcionar de esa idea en los canales de acción efectiva...” (2).
Eso no significa que la democracia, en su sentido “débil”, sea menos importante que en su sentido “fuerte”, por cuanto la condición para que la democracia en su sentido “fuerte” pueda llevarse a cabo es la existencia de la democracia en su sentido “débil”. Actualmente, donde no existe un sistema representativo funcionando, en general tampoco hay prácticas realmente participativas, en la base de la sociedad ni en lo cotidiano del ciudadano, que puedan ser consideradas como democráticas. En otras palabras, la llamada democracia liberal es condición para el ejercicio de las formas innovadoras de democracia radical, como, de hecho, el propio Dewey ya había reconocido, hace más de setenta años, cuando afirmó que “el principio fundamental de la democracia consiste en que los fines de la libertad y de la autonomía para todo individuo solamente pueden ser alcanzados empleándose medios coincidentes con esos fines... [pero] no hay contradicción alguna entre la búsqueda de medios liberales y democráticos combinados con la defensa de los fines socialmente radicales” (3).
Por otro lado, como veremos en la introducción de este libro, democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) no es un régimen determinado, no es un modelo aplicable a las variadas circunstancias, pero sí un movimiento o una actitud constante de desconstrucción de la autocracia.
No estamos condenados a convivir eternamente con las formas actuales de la democracia representativa, sin embargo no podemos abolirlas en nombre de las nuevas formas (supuestamente más participativas) que no aseguren lo esencial, el corazón mismo de la idea: la aceptación de la legitimidad del otro, la libertad y la valorización de la opinión y el ejercicio de la conversación en el espacio público.
No hay nada que impida a los seres humanos que inventen una nueva política democrática, a no ser su conciencia esté copada por las ideas autocráticas. No existen tales condiciones estructurales objetivas para la adopción de la democracia, como se supuso entorno de los años 70 del siglo pasado. El premio Nobel de Economía, Amartya Sen (1999), destruyó engaño cuando afirmó que la cuestión no es saber si un país está preparado para la democracia, sino mas bien, partir de la idea de que cualquier país se prepara por medio de la democracia. La democracia es una opción. Además de eso, la idea de democracia puede ser materializada de diferentes maneras (4).
Si la democracia no pudiera ser reinventada, no podría haber sido inventada. Al decir que la política es lo que es, no habiendo condiciones para cambiar su naturaleza (la relación amigo-enemigo), el realismo político está, en verdad, inoculando una vacuna contra los cambios políticos democratizantes: está diciendo que la política será siempre lo que fue y siempre como fue; o como se evalúa que siempre fue. Más allá que, en la mayor parte del tiempo la política no fue democratizante: a pesar de la onda democrática mundial del último siglo, en los últimos seis milenios la democracia no pasó de ser una experiencia localizada, frágil y fugaz. Después de su invención por parte de los griegos, la tendencia que la vigorizó ampliamente fue hacia la de la autocratización y no a de la democratización. Por eso tuvo razón más una vez Amartya Sen (1999) cuando, preguntado sobre cuál hubiera sido el acontecimiento más importante del siglo XX, respondió de pronto: la emergencia de la democracia.
Con efecto, la democracia está avanzando, a pesar de todo (aunque en el sentido “débil” del concepto, pero que es, como venimos, condición para que se pueda ensayar en su sentido “fuerte”). A finales de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, sólo 22 países presentaban formas de gobierno democráticas, siendo que todos los demás aún estaban sometidos a gobiernos totalitarios o autoritarios – en el sentido de que no cumplieran con aquellos diez requisitos presentados anteriormente. Sesenta años después (en 2005), se estimó que 117 países eran democráticos, por lo menos formalmente, atendiendo a uno (la elección) o de más de uno de los diez requisitos listados aquí, aunque no más que 60 países pudieran ser considerados plenamente democráticos, tomándose como tales los que atendían la totalidad o la mayor parte de los referidos requisitos. Todo eso, está claro, en el sentido “débil” del concepto, pues que en su sentido “fuerte”, como veremos más adelante, la democracia no se aplica propiamente a países – Estados-naciones – y sí a sociedades, o mejor, a comunidades (5).
El problema, por lo tanto, no parece estar en una dificultad mayor de aceptación formal de la idea de democracia como sistema de gobierno, sino en las ideas de la democracia que hemos necesitados, como: “democracia es votar para elegir quien va a mandar” o democracia “es todo el mundo decidiendo sobre todo”.
Por otro lado, aún es muy pequeño el número de personas que comprende la democracia como un pacto de convivencia basado en la aceptación de la legitimidad del otro, en la libertad y en la valorización de la opinión y en la conversación realizada en el espacio público, que tiene como objetivo resolver, pacíficamente, los dilemas de la acción colectiva de modo de privilegiar la construcción progresiva de consensos entre posiciones diferentes o conflictivas, transformando, así, enemistad política en amistad política.
Generalmente las personas tienden a creer que ‘democracia es elección’, que ‘democracia es la prevalencia de la voluntad de la mayoría’, que ‘democracia es la ley del más fuerte’ (de aquel que tiene mayoría, siendo, en el caso, más fuerte, el competidor que tiene más votos) o, aún, que ‘democracia es la regla del juego establecido para verificar quién tiene más audiencia y, así, entregar los cargos públicos representativos a quién ostenta del mayor índice de popularidad’.
En las consultas informales que he realizado en las multitudes de un curso de formación política que dirijo, a partir de 2007, para centenares de alumnos, constaté que la mayoría de los “entrevistados” no considera inaceptables afirmaciones como: ‘democracia es el régimen de la mayoría’ o democracia ‘es hacer la voluntad del pueblo’. Buena parte de esos alumnos considera que ‘los votos de la mayoría de la población están por encima de las decisiones de las instituciones democráticas (inclusive de los juicios de los tribunales) cuando tales instituciones representan sólo las minorías (o las élites)’. Una proporción no despreciable de los consultados cree que ‘para que un gobierno sea democrático basta con haber sido elegido sin fraude por la mayoría de la población’, que ‘quién tiene mayoría tiene siempre legitimidad’ o, aún, que ‘un gran líder identificado con el pueblo puede hacer más que instituciones repletas de políticos controlados por las élites’. Eso para no hablar de convicción – generalizada, si bien no siempre expresa – de que ‘no es un daelanto tener democracia si el pueblo pasa hambre’ o de que ‘no es un daelanto tener democracia política si no se reduce la desigualdad social’.
Ante este cuadro, sería poco razonable esperar que las personas comprendieran las relaciones existentes entre democracia y sustentabilidad y se comportaran de modo coincidente con tal comprensión. Pero sería demasiado esperar que, por lo menos, las personas comprendieran que la democracia es el principal valor de la vida pública y que todo –cualquier evento, cualquier propuesta – debe ser evaluada, medida y pesada, a partir de la siguiente pregunta: ¿eso ayuda o entorpece el avance del proceso de democratización de la sociedad? Si llegáramos a eso, creo que habríamos alcanzado el objetivo de la alfabetización democrática.
Las condiciones para tal cosa suceda, sin embargo, no han sido, en la historia reciente, particularmente favorables. En Brasil, en particular, no tuvimos experiencia suficiente de democracia, ni muchas oportunidades para aprender lo que es democracia. Ni la llamada derecha, ni las izquierdas que lucharon contra la dictadura militar (1964-1984) tuvieron aprendizaje de democracia. Dos generaciones enteras de brasileños (o, si quisiéramos, tres: de los nacidos entre 1945 y 1985) aprendieron que era preciso rechazar la dictadura, pero no aprendieron lo que era necesario para construir la democracia, ni aún en el sentido “débil” del concepto. Los que nacieron en las décadas de 1940 y 1950 y entraron en la universidad los años 60 y 70, fueron inducidos a rechazar el imperialismo norteamericano y a admirar la Unión Soviética, China, Albania o Cuba – pero nada de democracia. Con la caída del Muro de Berlín, en la ausencia de modelos para imitar, los que nacieron en el inicio de los años 70 y entraron en la universidad a partir de 1990 fueron "educados" para rechazar el nuevo Satán llamado neoliberalismo – pero, igualmente, nada de democracia.
Yo mismo, que combatí el régimen militar que se instaló en Brasil en 1964, no tenía la menor idea de la democracia como valor, nada sabía de sus principios y nisiquiera imaginaba sus relaciones intrínsecas con los patrones de organización en red y con los cambios sociales que hoy interpretamos como desarrollo o sustentabilidad. Si hubiéramos vencido el combate que libramos contra el régimen de los generales y coroneles que dieron el golpe de 64, probablemente no hubiéramos asistido a la transición democrática de 1984-1989 y estaríamos viviendo hoy en un régimen más autocrático que el actual (¡instalado por nosotros, incluso por mí!). Sí, es un hecho: nosotros no estábamos convertidos a la democracia.
De allí para acá, el cuadro mejoró sensiblemente. Pero los últimos años, en especial, parece estar habiendo un retroceso considerable en relación a las concepciones y a las prácticas de democracia. Eso ocurre no sólo en Brasil, sin embargo con más intensidad aún en otros países de América Latina (como Venezuela, Bolivia, el Ecuador y Nicaragua). Por otro lado, no se ve una reacción democrática proporcional a las amenazas en contra de la democracia que están en curso en el mundo actual.

Un movimiento por una Alfabetización Democrática

Ya vamos terminando la primera década de este siglo pienso que llegó el momento de iniciar un movimiento por una “alfabetización democrática”. Esa idea se me ocurrió ahora, diez años después de leer los escritos de Fritjof Capra sobre la necesidad de una “Alfabetización Ecológica”.
Según Capra (1996), en “La tela de la vida”, “reconectarse con la tela de la vida significa construir, nutrir y educar comunidades sustentables, en las cuáles podemos satisfacer nuestras aspiraciones y nuestras necesidades sin disminuir las oportunidades de las generaciones futuras. Para realizar esta tarea, podemos aprender valiosas lecciones extraídas del estudio de los ecosistemas, que son comunidades sustentables de plantas, de animales y de microorganismos. Para comprender estas lecciones, necesitamos aprender los principios básicos de la ecología. Precisamos nos tornar, por assim dizer, ecologicamente alfabetizados. Tenemos que ser, por así decirlo, ecológicamente alfabetizados. Ser ecológicamente alfabetizado o “eco-alfabetizado”, significa entender los principios de organización de las comunidades ecológicas (ecosistemas) y usar esos principios para crear comunidades humanas sustentables” (6).
Capra parece tener razón. Delante de las amenazas crecientes hacia el medio ambiente y de la acelerada destrucción de la biodiversidad del planeta y, sobre todo ahora, cara a la tragedia anunciada del calentamiento global, (casi) nadie osaría descalificar sus preocupaciones.
De hecho, sólo una década después de haber presentado la idea, se puede decir que Capra ya ha tenido éxito (por lo menos parcialmente) en su iniciativa. La idea de una alfabetización ecológica viene diseminándose en todos los lugares. De tal modo fue incorporada a la preocupación con el medio ambiente, inclusive en la educación escolar fundamental, que nuestros hijos y nietos, no raro, son los primeros a llamar nuestra atención para comportamientos, por así decir, no-sustentables desde el punto de vista ecológico o ambiental.
Sin embargo, lo mismo no ocurre en relación a otro campo de la acción colectiva que interfiere decisivamente en la sustentabilidad de las sociedades humanas: la política democrática.
Ya existen miles de organizaciones ecologistas, defensoras de la ecología, pero pueden ser contadas en los dedos organizaciones que se dediquen a divulgar y a defender la democracia (sobretodo en el sentido “fuerte” del concepto). Si existe el embrión de una educación centrada en la ecología, aún no hay nada como una educación centrada en la democracia. Los pueblos son prácticamente analfabetas (o semi-analfabetas) en lo que atañe a la comprensión de los supuestos, de los principios, del significado estratégico y del valor de la democracia. Recientes investigaciones de opinión sobre la importancia de la democracia (sobretodo en los países de América Latina, como las que se vienen siendo realizadas por el Latinobarómetro) revelan que el común de la gente no encuentra cualquier razón para afirmar que la democracia sea preferible a otros regímenes o a otros modos de regulación de conflictos.
Somos capaces de entender e intentar orientar nuestras acciones por los seis principios básicos de la ecología propuestos por Capra ‘interdependencia’, ‘reciclaje’, ‘asociación’, ‘flexibilidad’ y ‘diversidad’: y la ‘sustentabilidad’ (ambiental) como consecuencia de todos ellos – pero aún no somos capaces de elaborar la aceptación ‘de la legitimidad del otro’, la libertad ‘y la valorización de la opinión’ y el ‘ejercicio de la conversación en la plaza’ como principios capaces de orientar la regulación de los conflictos en que nos involucramos, orientándonos por ellos en nuestra práctica política cotidiana. Y, mucho menos aún, somos capaces de percibir las relaciones intrínsecas entre democracia y desarrollo o los nexos connotativos entre democracia y sustentabilidad.
Sí, desde el punto de vista de la sustentabilidad global – del medio ambiente planetario y de las sociedades humanas – democracia es tan importante como la ecología. Pero ni los propios ecologistas parecen comprender esto. Muy alfabetizados en términos ecológicos, no lo son tanto así en términos democráticos.
Voy a dar un ejemplo: mientras todos están leyendo el interesante libro de Al Gore (2006), "Una verdad inconveniente: lo que debemos saber (y hacer) sobre el calentamiento global", fui a releer el ya antiguo "Gaia: la cura para un planeta enfermo", de James Lovelock (1991, reeditado en 2004). Se trata de un texto científico (polémico, controvertido) de frontera. La tesis de Lovelock (que nada tiene a ver con el nuevo "fundamentalismo verde") es que una parte de Gaia, formulada por lo "que queda de la creación... moverá inconscientemente la propia Tierra hacia un nuevo estado, un estado en lo cual nosotros, seres humanos, podremos no ser más bienvenidos" (7).
Soy un admirador de Lovelock. Su hipótesis Gaia (en co-autoría con Lynn Margulis) –de que "la vida o la biosfera regula o mantiene el clima y la composición atmosférica en un nivel ideal para sí misma" – tiene un enorme potencial heurístico, aunque algunos hayan sacado de ella conclusiones que no pueden ser autorizadas por la ciencia (ej.. todas aquellas que atribuyen un propósito a la autorregulación planetaria). Pero aún estoy en duda sobre los juicios políticos que Lovelock deriva de una especie de determinismo biológico fatal. Es así que, en un prefacio de 2004, él hace un llamamiento a todos los ecologistas "para que depongan sus temores sin fundamento [por ejemplo, en relación al adelanto científico-técnico en la sintetización de alimentos o en la utilización de la energía nuclear] y su obsesión en relación a los derechos humanos". Esa es una conclusión, digamos, como mínimo temeraria, en un tipo de civilización como la que vivimos. "Seamos lo bastante corajudos [exhorta Lovelock] para reconocer que la verdadera amenaza provienen de los daños que causamos al ser vivo que es la Tierra, de la cual formamos parte, y que es realmente nuestro hogar" (8).
Sí, pero esa no es la única "verdadera amenaza"; estamos ante varias otras amenazas, que no pueden ser consideradas como no tan verdaderas.
Lovelock adhiere a las palabras de su científico en jefe, Sir David King, que declaró, al inicio de 2004, en Estados Unidos, "que el calentamiento global es una amenaza mayor que el terrorismo". Tal vez hasta sea, pero eso no puede desviar nuestra atención de las amenazas a la democracia y al desarrollo humano y social sustentable que son tan verdaderas y tan presentes como la amenaza del calentamiento del planeta.
No es una cuestión de comparar los riesgos. Está claro que la desaparición de la especie humana anulará todas las preocupaciones humanas. Pero en cierto modo, algún día, nuestra especie desaparecerá: por lo menos en este planeta, con la extinción del sol; o en este universo, con el Big Crunch. Sin embargo, pienso que estamos construyendo otro mundo, un mundo humano, que tiene como base el mundo natural (Gaia, en la visión de Lovelock) pero que no es consecuencia del mundo natural. La tentativa humana de humanizar el mundo (o de humanizar la "alma del mundo" por medio del ‘social’) es una especie de segunda creación... Para quien piensa así, la vida es un valor principal, pero no el único: los patrones de convivencia social, además de la vida (biológica), también constituyen valores inegociables, quiero decir, valores que no pueden ser intercambiados por el primero.
En otras palabras, no podemos olvidar todo - sobre todo la democracia y el desarrollo humano y social - para que nos concentremos ahora solamente en la tentativa de retardar la desaparición biológica de la especie. No vale estar a salvo de la destrucción prematura para vivir en un mundo deshumanizante, en que las sociedades humanas –que tienen lo más prometedor en: su capacidad de humanizar el mundo – no serán sustentables. Así, pienso que tenemos que cuidarnos de las dos cosas, simultáneamente.
Ocurre que no cuidamos suficientemente de la democracia. Antes de cualquier cosa porque continuamos analfabetos en términos democráticos. Entonces este “Alfabetización Democrática” es sobre eso: sobre la necesidad de comprender mejor la democracia para cuidar mejor de la democracia.

Augusto de Franco, Inverno de 2007.

Notas
(1) Cf. Dewey, John (1939). “Creative Democracy: the task before us”in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998.
(2) Cf. Dewey, John (1927). The Public and its Problems. Chicago: Gataway Books, 1946 (existe edición en español: La opinión pública y sus problemas. Madrid: Morata, 2004).
(3) CF. Dewey, John (1937). “Democracy is radical” in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998.
(4) Cf. Sen, Amartya (1999). “Democracy as a Universal Value”, Journal of Democracy: 10 (3); pp. 3-17.
(5) Según las estimataciones de Robert Dahl (1998), en 1860, del total de los 37 países sólo uno era democrático, mientras, en 1995, de 192 países, 65 podrían ser considerados democráticos (tomándose sobre todo el criterio de la existencia de sufragio masculino o sufragio pleno). En términos porcentuales, saltamos del 2,4% para un 33,8%. Pero tal crecimiento no fue siempre lineal. De 1860 al 1990, contando por décadas, el número de países democráticos (según el criterio “débil”) aumentó, en el periodo de un siglo y medio, según la progresión: 1: 2: 3: 4: 6: 8: 15: 22: 19: 25: 36: 40: 37: 65. Nótese que hubo regresión del número absoluto de democracias como regímenes electorales, en la década de 1940 en relación a la década de 1930 y en la década de 1980 en relación a la década de 1970. Pero en términos de porcentajes, en relación al número total de países, podríamos establecer una relación, a partir de la tabla de Dahl, como la siguiente: 1860 (un 2,7%); 1870 (un 5,1%); 1880 (un 7,3%); 1890 (un 9,5%); 1900 (un 13,9%); 1910 (un 16,7%); 1920 (un 29,4%); 1930 (un 34,4%); 1940 (un 29,2%); 1950 (un 33,3%); 1960 (un 41,4%); 1970 (un 33,6%); 1980 (un 30,6%); 1990 (un 33,8%). Nada de eso, sin embargo, es muy revelador, sobre todo por cuanto la creación de nuevos países se dio, en general, por motivos que no tienen necesariamente a ver con la expansión de las democracias en el mundo. De cualquier modo, a mediados de los años 90 del siglo pasado estábamos, en términos porcentuales, en la misma situación (en la verdad un poco abajo) de aquella que fue alcanzada los años 30 (que sólo fue superada los años 60, inmediatamente seguida, sin embargo, de una fuerte regresión). Pero si hubo algo como una ola mundial de democratización el siglo 20, sus mayores saltos ocurrieron en las tres primeras décadas (sobretodo en la década de 1920 en relación a la década de 1910), en el pasaje de los años 50 a los años 60 y en la década de 1990. Cabe notar que hubo fuerte regresión porcentual (tasas negativas relativas) en la década de 1940 en relación a la década de 1930, en la década de 1970 en relación a la década de 1960 (la mayor de todas) y en la década de 1980 en relación a la de 1970. Cf. Dahl, Robert (1998). Sobre la democracia. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(6) Cf. Capra, Fritjof (2002). Las conexiones ocultas. São Paulo: Cultrix/Amana-Key, 2002.
(7) Cf. Lovelock, James (1991). Gaia: cura para un planeta enfermo. São Paulo: Cultrix, 2006.
(8) Ídem.

jueves, 12 de junio de 2008

Posfacio


Mi conversión a la democracia fue un largo proceso. Hace un poco más de veinte años, publiqué un libro intitulado “Autonomía y partido revolucionario” (1985) (1), en que cuestionaba la teoría leninista de la organización revolucionaria. Era un comienzo, tímido aún, pero que funcionó como una primera fisura en el dique. En la segunda mitad de los años 80 constaté que la idea de clase social y de lucha de clases contenía, en sí, el germen de la negación de la legitimidad del otro; o sea, negaba el supuesto fundamental de la democracia al definir “campos” de legitimidad con base en criterios extrapolíticos (como la posición en relación al proceso de producción). A finales de aquella década todos sabemos lo que sucedió: la caída del Muro de Berlín precipitó en mi cabeza y en la de varios otros militantes y dirigentes de izquierda, el derrumbada de ciertos “muros” conceptuales que nos hacían ver el mundo de la política como una realidad inexorablemente marcada, de arriba a abajo, por “campos” en eterno enfrentamiento. Aquella imagen de los jóvenes alemanes demoliendo el muro y al mismo tiempo bailando sobre él tuvo un efecto simbólico profundo, más de lo que generalmente se imagina. Fue la seña, o mejor, la piedra de toque para la desconstrucción de varios mitos que se alojaban, vamos a decir así, “el piso de abajo” de nuestra conciencia. Con el derrumbe de ese subsuelo en lo cual estaban fundados nuestros prejuicios se vino todo abajo. Para muchos, sin embargo, tal vez para la mayoría de mis compañeros de viaje, es difícil de reconocer que el muro parece que no se hubiera caído completamente aún.
De ahí en adelante mi proceso de conversión se aceleró. Y ya no paró. Los años 90 comencé a dedicarme al desarrollo humano y social sustentable y al papel estratégico de la sociedad civil en la promoción de ese desarrollo. Mi participación en la Ação da Cidadania contra a Fome, a Miséria e pela Vida (ndt. Acción Ciudadana contra el Hambre, la Miseria y por la Vida), en los años de 1993 la 1995, fue decisiva, tanto para hacerme ver la falta de horizontes (y de ideas) de la vida partidaria, cuanto para percibir la fuerza de una nueva sociedad civil vibrante que emergía en aquella época en Brasil.
Dedicado prioritariamente al desarrollo local, encontré el concepto y las teorías nacientes del capital social. A partir del final de la década de 1990 me obligué a realizar una investigación sistemática rbuscando rehacer una teoría del capital social que no omitiera el análisis de sus supuestod cooperativos. El trabajo con el capital social me llevó a leer Tocqueville, Jane Jacobs, Putnam, Fukuyama, Maturana, Castells y Levy. Escribí un volumen sistematizando de esas lecturas, en que ya quedaban claras las relaciones entre capital social, redes sociales y democracia (2).
A inicios de 2000, descubrí las redes e inicié mis explotaciones imaginativas sobre el asunto, que continúan hasta hoy. Fue cuando descubrí también las relaciones intrínsecas entre democracia y sustentabilidad, que han constituido – juntamente con la investigación sobre las redes sociales – mi objeto principal de trabajo teórico y práctico en esta primera década del presente siglo.
Aunque el concepto de capital social se haya sugerido hace mucho tiempo, a mediados del siglo IX a mi ver (pues que en general me gusta acentuar su carácter tocquevilliano) y aunque la expresión – con el sentido que hoy atribuimos al concepto – sea de fines de la década de 1950 (y el crédito aquí va innegablemente para Jane Jacobs), todas las teorías del capital social son teorías elaboradas a partir de los años 90 del siglo pasado (3).
No es de casualidad que el florecimiento de las ideas y prácticas innovadoras, basadas en la noción de capital social, hayan florecido justamente en el feliz intervalo vivido por el mundo entre aquel prometedor 9/11 y el fatídico 11/9, quiere decir, entre la caída del Muro de Berlín, en 1989 y el atentado a las torres gemelas del WTC, en 2001. Si el tiempo en la historia del mundo es contado en décadas, aquella fue una década virtuosa desde el punto de vista de los cambios sociales que posibilitaron la experimentación y la difusión de concepciones y prácticas compatibles con la noción de capital social.
Las ideas de red (social) y democracia (en la base a la sociedad y en lo cotidiano de los ciudadanos) tuvieron, en los años 90, condiciones particularmente favorables para prosperar. Después, como todo el mundo sabe, sobrevino un revés, una onda negativa, un recrudecimiento del estatismo en las políticas nacionales y del unilateralismo en la política internacional. Presionado por abajo y por arriba por la onda glocalizante, el viejo Estado-nación reaccionó, quiso retomar las riendas y, para lo cual, en el plano interno, recentralizó su actuación, reeditó programas asistencialistas y acciones clientelistas, degradó la sociedad civil y, en el plan externo, reforzó variantes belicosas de realpolitik; finalmente, envistió contra el capital social.
Es interesante observar que, para producir tal regresión, no importan mucho las ideologías tradicionales: derecha e izquierda actuaron – como aliadas tácitas – a modo de intento por refrenar el soplo de libertad que barrió el mundo bajo el impulso de las grandes corrientes históricas de la globalización (económica), de la democratización (política) y de la post-modernización (cultural) (4).
Sin embargo, a despecho de ese movimiento regresivo, algo parece estar avanzando subterráneamente en los últimos años. Esto es algo que no es muy visible aún en este momento, pero que prepara, tal vez, una transformación más profunda.
Quería destacar este punto, pues fue a partir de los años 2000 que comenzamos a comprender más profundamente la estructura y la dinámica de la red social. Ya disponíamos de muchos insights en ese sentido, pero no teníamos aún un pensamiento organizado al respeto y no podíamos justificar tales avistamientos con una especie de base científica. Por ejemplo, fue recién a partir de 2002 que conseguimos tener una visión más clara de los efectos de la red P2P (peer-to-peer, punto-a-punto, persona-a-persona) sobre el “tamaño del mundo” en términos sociales y no geográfico-poblacionales (“Small World Networks”). Y fue recién a partir de esa comprensión que conseguimos justificar las estrategias de inversión en capital social como incentivos al aumento de la conectividad, estableciendo finalmente un nexo connotativo entre democracia (como una especie de “metabolismo” propio de las redes sociales) y desarrollo (como sinergia entre los diversos tipos de recursos – además de la renta y la riqueza –, con énfasis en un tipo de “capital”, extra-económico, que fue llamado capital social pero que, en el fondo, es, simplemente, la red social).
Sin embargo, eso tampoco es poca cosa. Significa que las teorías del capital social son teorías-puente entre la vieja sociología y las nuevas teorías de las redes sociales. Cuando expresé eso por primera vez, en un seminario científico para un pequeño grupo en un doctorado de la Universidad de Brasilia, no tenía aún las ideas muy claras al respeto y me quedé con miedo de haber desestimulado alumnos que pretendían dedicar sus mejores esfuerzos a las teorías del capital social. Ahora, sin embargo, veo con más nitidez un escenario futuro para el desarrollo de las teorías de las redes sociales con lo que ya no tendrá sentido que haya que apelar al recurso de bautizar a la cooperación ampliada socialmente (que se viabiliza a través de los ‘múltiples caminos’, es decir, de las redes) con el nombre de “capital social” sólo para reforzar su carácter de recurso o factor del desarrollo.
El mismo concepto de desarrollo está pasando por transformaciones importantes en esta década. Una nueva visión del desarrollo está emergiendo, que no toma ya esa noción como un producto (y sus condiciones de producción) y sí como un proceso permanente de cambio, de un tipo de cambio congruente con el medio (o sea, a aquel tipo que podría llamarse sustentabilidad). Un proceso que, en el fondo, no es nada más que el aprendizaje colectivo de las comunidades de proyecto y de la afirmación de nuevas identidades en el mundo.
Durante la oscura noche en que estamos viviendo en los primeros años de este siglo he intentado trabajar un poco con esas ideas, haciendo explotaciones imaginativas en el universo de las conexiones ocultas que producen lo que llamamos como ‘social’. Y he trabajado con las ideas de democracia y de radicalización –en el sentido de democratización – de la democracia.
En ese camino fui muy bién asistido por la mente brillante de Humberto Maturana y por dos importantes pensadores de la democracia: Hannah Arendt y John Dewey, que descubrí tardíamente. De cierto modo, este libro es un tributo John Dewey.Notas(1) Franco, Augusto (1985). Autonomia e partido revolucionário. Goiânia: Ferramenta, 1985.
(2) Franco, Augusto (2001). Capital Social: leituras de Tocqueville, Jacobs, Putnam, Fukuyama, Maturana, Castells e Levy. Brasília: Instituto de Política, 2001.
(3) Jacobs, Jane (1961). Morte e vida das grandes cidades. São Paulo: Martins Fontes, 2000.
(4) Utilizo aquí el interesante esquema de Claus Offe; cf. Offe, Claus (1999). “A atual transição da história e algumas opções básicas para as instituições da sociedade”, in Bresser Pereira, L. C., Wilheim, J. e Sola, L. Sociedade e Estado em transformação. Brasília: ENAP, 1999.

EPÍLOGO



“The idea of democracy is la wider and fuller idea than can be exemplified in the State even at its best. To be realized it must affect all modes of human association...”John Dewey (1927) in “The Public and its Problems”.

Se ha convertido en una costumbre hacer declaraciones en favor de una democracia más participativa, en que los ciudadanos puedan ejercer su poder de fiscalización, de proposición y de acción para mejorar sus condiciones de vida y de convivencia social y no sólo que sean llamados a votar periódicamente. Esa democracia más participativa sería una democracia radicalizada, en el sentido de más-democratizada.
Lo que tal vez todavía no se haya percibido claramente es que la democracia puede radicalizarse a nivel local, aún cuando, institucionalmente, en los países que la adoptan, permanezca aún circunscripta – bajo el influjo de las concepciones liberales – a las formas representativas conocidas de legitimación de los gobiernos.
En este libro, como el lector debe haber percibido, sostenemos la tesis de que la democracia, en el sentido “fuerte” del concepto (como sistema de convivencia o modo de vida comunitaria que, por medio de la política practicada ex parte populis, regula la estructura y la dinámica de la red social) depende de la existencia de la democracia en su sentido “débil” (como sistema representativo del gobierno popular); o sea, de que sin democracia liberal no puede haber democracia radical. En otras palabras, aquí sostenemos que sólo es posible radicalizar la democracia mientras existir esa democracia formal, de la cual siempre se dice – atribuyendo tal juicio Churchill – que es el peor régimen del mundo si se exceptúa a todos los otros. Y si esto es posible, sí, radicalizar la democracia, tal posibilidad existe en la exacta medida en que tales instituciones y procedimientos de democracia liberal que no fueran corrompidos y degradados por las prácticas de la política como una ‘continuación de la guerra por otros medios’ (la fórmula inversa de Clausewitz).
Cabría ver ahora que si puede radicalizar la democracia – no, por supuesto, inmediatamente en el ámbito de la política del Estado, sino en la base de la sociedad – eso tiende a ocurrir en las redes comunitarias, sobre todo en aquellas orientadas al desarrollo local. Y que esa democracia radicalizada – en el sentido de democratizada – es, necesariamente, una democracia cooperación.
Una argumentación más rigurosa, capaz de sostener esta hipótesis debería, como sugirió Axel Hooneth comentando la contribución de John Dewey a la teoría de la democracia, intentar abrir un nuevo camino entre el republicanismo de Hannah Arendt y el procedimentalismo de Jürgen Habermas, sin dejar de reconocer los aciertos de las críticas de esos pensadores a las formas liberales de democracia pero, también, sin satanizar a las concepciones que dan sustentación a la concepción liberal, descalificándolas de modo simplista (como parece estar en la moda en ciertos medios hoy día) como mero artificio de dominación de las élites (1). Debería mostrar que, de un punto de vista teórico, sin liberalismo político no podría ser ubicada, en sociedades complejas, la cuestión de la democratización de la democracia. Y que, de un punto de vista práctico, sin la democracia que conocemos (la verdadera democracia que se adoptan en los países contemporáneos; es decir, sin la democracia en su sentido “débil”) no se puede intentar radicalizar la democracia (o sea, ensayarla en su sentido “fuerte”), ni aún en ámbitos localizados de la sociedad civil.
Tal esfuerzo teórico implicaría un análisis de los fundamentos de la democracia y requeriría una revisión de sus supuestos. Pues dígase lo que se diga, no hay como negar que las concepciones de democracia que comparecen en el debate político contemporáneo están asentadas de supuestos socioantropológicos que, en general, permanecen ocultos. ¿Qué es lo que funda lo humano y o social? ¿El ser humano es competitivo o cooperativo? ¿Inherentemente o contingentemente? ¿Cómo estas preguntas no son, stricto sensu, objetos del estudio de la política, los pensadores políticos no suelen tratar de responderlas, lo que no significa que, los que teoricen sobre la democracia, no lo hagan a partir de las respuestas que tienen para ella, que (aunque, en general, que ellos mismos no sepan bien de donde vinieron) permanecen de algún modo en sus cabezas.
Sí, existen teorías de la competición (y de la cooperación) subsumidas en las teorías de la democracia, pero tales teorías raramente se explicitan. El biólogo chileno Humberto Maturana viene haciendo un esfuerzo, en los últimos veinte años, para abordar la cuestión de la democracia de un modo que no pasa el examen de sus hipótesis de cooperación. En “Amor y juego” (1993) escribió que la democracia es un sistema de convivencia “que solamente puede existir a través de las acciones propositivas que le dan origen, como una co-inspiración en una comunidad humana” por lo cual se generan acuerdos públicos entre personas libres e iguales en un proceso de conversación que, por su parte, sólo puede realizarse en la cooperación, a partir de la aceptación del otro como un libre y un igual (2).
Las consideraciones de Maturana sobre el papel de la cooperación en la base de lo social desembocan, ineludiblemente, en una teoría de democracia. La democracia sería, para él, un caso particular de cambio cultural, una brecha en el sistema de participación que surge como una ruptura súbita de las conversaciones jerárquicas, de autoridad y de dominación que definen todas las sociedades pertenecientes a ese sistema. Esa hipótesis de la “brecha” introducida en el modelo civilizacional patricarcal por la práctica de la política como libertad, es decir, de la invención de la democracia y de la radicalización de la democracia como “alargamiento de la brecha”, suministra, tal vez, la única base para explicar por qué pueden surgir sociedades de asociación de sociedades de dominación, o sea, por qué pueden surgir comunidades – compuestas por conexiones horizontales entre personas y grupos – y por qué tales comunidades pueden ser capaces de alterar la estructura y la dinámica que prevalece en las sociedades, jerárquicas y autocráticas, de dominación. Según Maturana:
"La democracia surge en la plaza de mercadeo de las Ciudades-Estado griegas, en el ágora, en la medida en que los ciudadanos hablaban entre sí acerca de los asuntos de su comunidad y como resultado de sus conversaciones sobre tales asuntos. Los ciudadanos griegos eran una comunidad patriarcal en el momento en que la democracia comenzó a surgir, de hecho, como un aspecto de la praxis de su vivir cotidiano... No cabe duda, de que todos ellos conocían y estaban personalmente preocupados por los asuntos de la comunidad acerca de los cuáles hablaban y discutían. De suerte que el hablar libremente sobre los asuntos de la comunidad en el ágora, como si se tratara de problemas comunes legítimamente accesibles a la evaluación de todos, con seguridad comenzó como un acontecimiento espontáneo y simple para los ciudadanos griegos.
Sin embargo, en la medida en que los ciudadanos griegos comenzaron a hablar de los asuntos de la comunidad como si estos fueran igualmente accesibles a todos, los asuntos de la comunidad se convirtieron en entidades que podían ser observados y sobre las que se podía actuar como si tuvieran existencia objetiva en un dominio independiente, es decir, como si fueran "públicos" y, por eso, no apropiables por el rey.
El encontrarse en el ágora o en la plaza del mercado, haciendo públicos los asuntos de la comunidad al conversar sobre ellos, llegó a convertirse en una manera cotidiana de vivir en algunas de las Ciudades-Estado griegas... Más aún, una vez que ese hábito de hacer públicos los asuntos de la comunidad se estableció, por medio de las conversaciones que los hacía públicos, de una manera que, constitutivamente, excluía estos asuntos de la apropiación del rey, el oficio de rey se hizo, de hecho, irrelevante e indeseable.
Como consecuencia, en algunas Ciudades-Estado griegas, los ciudadanos reconocieron esa manera de vivir por medio de un acto declaratorio que abolió la monarquía y la sustituyó por la participación directa de todos los ciudadanos en un gobierno que mantuvo la naturaleza pública de los asuntos de la comunidad, implícita ya en esa misma manera cotidiana de vivir; y eso ocurrió mediante una declaración que, como proceso, era parte de esa manera de vivir. En esa declaración, la democracia nació como una red pactada de conversaciones, que:
a) realizaba el Estado como un modo de convivencia comunitaria, en el que ninguna persona o grupo de personas podía apropierse de los asuntos de la comunidad, y que mantenía estos asuntos siempre visibles y accesibles al análisis, al examen, a la consideración, a la opinión y a la acción responsables de todos los ciudadanos que constituían la comunidad que era el Estado;
b) hacía de la tarea de decidir acerca de los diferentes asuntos del Estado responsabilidad directa o indirecta de todos los ciudadanos;
c) coordinaba las acciones que aseguraban que todas las tareas administrativas del Estado fueran asumidas transitoriamente, por medio de un proceso de elección, en lo cuál cada ciudadano tenía que participar, como un acto de fundamental responsabilidad" (3).
Para Maturana, "el hecho de que, en una Ciudad-Estado griega, como Atenas, ni todos sus habitantes fueran originalmente ciudadanos, sino que lo fueran solamente los propietarios de tierras, no altera la naturaleza fundamental del acuerdo de convivencia comunitaria democrática como una ruptura básica de las conversaciones autoritarias y jerárquicas de nuestra cultura patriarcal europea... Y el hecho de que democracia es, de hecho, una ruptura en la coherencia de las conversaciones patriarcales, aunque no las niegue completamente, se hace evidente, por un lado, en la lucha histórica por mantener la democracia, o por establecerla en nuevos lugares, contra un esfuerzo recurrente por reinstalar, en su totalidad, las conversaciones que constituyen el estado autoritario patriarcal y, por otro lado, en la gran lucha por ampliar el ámbito de la ciudadanía y, por lo tanto, la participación en el vivir democrático de todos los seres humanos, hombres y mujeres, que están fuera de ella" (4).
Es obvio que no se puede decir que todo aconteció exactamente así, ni intentar de justificar la aparición de la democracia entre los griegos, a partir de una evaluación distintiva del nivel de su capital social inicial. La democracia – reconoció el propio Maturana – es “una obra [arbitraria] de arte, un sistema de convivencia artificial, generado conscientemente” (5). O sea, aconteció en Grecia porque los griegos quisieron que eso ocurra.
El filósofo americano John Dewey, a fines de la década de 1920, ya se había ocupado la cuestión de las relaciones entre democracia y vida comunitaria. En el libro “El Público y sus Problemas” (1927) escribió que “vista como una idea, la democracia no es una alternativa a otros principios de la vida asociativa. Es la idea misma de vida comunitaria” (6). A finales de los años 30, en el artículo “Democracia Creativa” (1939) añadiría que en la democracia lo que se recoge es la cooperación “amigable”, ya que ella es un modo de vida sujeto al conflicto pero también a la posibilidad de aprender alguno de aquellos de quienes estamos en desacuerdo, lo que los hace potenciales amigos (7).
Esto, sin embargo, no bastaría. Sería necesario, también, partiendo de las relaciones entre democracia y cooperación, evidenciar el nexo connotativo entre democracia y desarrollo comunitario, como de hecho estamos intentando hacer – a menudo sin declararlo y, a las veces, hasta sin que se den cuenta de eso – los teóricos del capital social.
Dando un paso mas allá, sería necesario mostrar las relaciones entre capital social y redes sociales. Para sólo entonces examinar las relaciones entre democracia y redes comunitarias. Todo eso para llegar a la conclusión de que las democracias radicalizadas (altamente democratizadas) pueden ejercerse en redes comunitarias (altamente distribuidas), tanto más democratizadas cuanto mayor que sea el grado de distribución de esas redes.
En un libro como este, sobre “alfabetización democrática”, deberíamos darnos por satisfechos en conseguir, por lo menos, plantear la cuestión. Sin embargo, es posible avanzar un poco más.
Democracia cooperativa.
Antes que nada es preciso reconocer que las actuales formas de democracia liberal, que intentan materializar la democracia en el sentido “débil” del concepto, no estimulan la cooperación y sí la competitividad. Tal vez se encuentre aquí una razón para explicar por qué la democracia (representativa) ha sido frecuentemente asociada al capitalismo o, por lo menos, la una visión mercadocéntrica del mundo.
En el sistema representativo moderno, constituido en base a la competencia entre partidos, se imagina que la esfera pública pueda ser regulada por la competición entre organizaciones privadas (como los partidos). Es difícil tragarse todos los supuestos de esa convicción, que vienen en el paquete. Cuando se explican, tales supuestos revelan una cierta confusión entre tipos diferentes de apropiación.
Es posible concebir formas de autorregulación económica a partir de la competencia entre empresas o, más genéricamente, entre agentes económicos, por cuanto la racionalidad del mercado se constituye con base en la competición entre entes privados y no hay aquí ninguna pretensión de generar un sentido público. También es posible admitir que la diversidad de las iniciativas de la sociedad civil acabe generando una orden “bottom up”. A partir de cierto grado de complejidad, la pulverización de iniciativas privadas acabará generando un tipo de regulación emergente.
Cuando miles de micromotivos diferentes entran en interacción, puede constituirse un sentido colectivo común que ya no está vinculado a los motivos originales de los agentes privados que contribuyeron para su constitución. Sin embargo, eso no es posible cuando el número de agentes privados es muy pequeño y, menos aún, cuando ellos mantengan en sus manos – como ocurre en el caso de los partidos – el monopolio legal de las vías de acceso a la esfera pública (en el caso, confundida con El Estado). En estas circunstancias, no hay como concluir – en sana conciencia – que la competencia entre una docena de organizaciones privadas pueda tener el don de generar sentido público.
Se establece entonces un dilema que podría ser descrito así:
‘No podemos ayudar a un gobierno dirigido por un partido adversario a mejorar su desempeño porque si hiciéramos así disminuiríamos nuestras propias oportunidades de conquistar el gobierno para nuestro partido. Luego (aún declarando públicamente lo contrario), tenemos que alentar y hasta contribuir para empeorar el desempeño del gobierno dirigido por el partido adversario. Porque cuanto que peor fuera el desempeño de ese gobierno “de los otros”, mayores serán las oportunidades de sustituirlo por un gobierno “nuestro”. Ocurre que un gobierno, sea cual fuere, es una institución pública y sus problemas, por lo tanto, merece el respeto de todos nosotros. Como un bien común de la nación, el gobierno, en cierto modo, nos pertenece. Si su desempeño fuera contraproducente, las consecuencias serán contraproducentes para todos. Contribuir a su fracaso significa, en alguna medida, perjudicar el país. Por otro lado, contribuir a su éxito puede significar mantenerlo en el poder y si hacemos eso estaremos trabajando, por lo tanto, objetivamente, para el fracaso de nuestro partido’.
Para salir de ese dilema sería preciso desconstituir la lógica competitiva entre los partidos – o, por lo menos, no conferir a esa lógica un papel tan céntrico y exclusivo en la regulación de la política institucional – o sea, sería preciso desconstruir el sistema de partidos tal como está conformado en la actualidad (inclusive disipando la confusión entre democracia y partidocracia). Todo indica que esa propuesta, si quisiéramos incorporarla en un programa de reforma de arriba para bajo, para usar una expresión de Bobbio, aún está “en la categoría de los futuritas”.
Una alternativa sería aumentar la participación política de los ciudadanos, incluyendo nuevos actores en el sistema político en una cantidad tal que las vinculaciones entre los motivos privados originales y el resultado final de la interacción de todos los motivos acabaran perdiéndose o ya no podrán ser reconstruidos mas. De un modo o de otro, eso va a acabar sucediendo en la medida en que la sociedad adquiere la morfología y la dinámica de su red cada vez más distribuida. Pero, cuando suceda, será señal de que nuestro sistema representativo, tal como existe hoy, también se habrá jubilado por obsolescencia y lo será por su dinámica social y no en virtud de una reforma política hecha a sus propios interesados (que no lo harán, con la profundidad deseada, pues saben exactamente lo que está en juego y lo que tienen para perder). Aún estamos aquí en la categoría de los futuristas, pero de un futuro que está llegando bien deprisa.
Como venimos en el capítulo k, tal vez el público propiamente dicho sólo pueda constituirse a partir de la emergencia.
El sistema competitivo de partidos no es esencial para la democracia, ni aún en el pleno sentido de “débil”. Sin embargo, como las cosas funcionan así en la totalidad de las democracias realmente existentes, se tiene la impresión de que tal mecanismo es, de alguna forma, necesario para llevar a cabo la democracia como sistema de gobierno en los países contemporáneos.
Sin embargo, mientras más competitiva sea la democracia, menos democratizada (o más autocratizada) estará (inclusive sobre la base de la sociedad y en la vida cotidiana de los ciudadanos). Quien tiene que ser competitivo es el mercado (y la economía es que debe ser de mercado) no la sociedad. Los mercados competitivos, todo indica, exigen como base una sociedad cooperativa (por razones económicas, aún cuando la reducción de las incertidumbres en lo relacionado a las inversiones productivas de largo plazo, con la reducción de los costos de transacción e, inclusive, de la inseguridad jurídica). Es lo que vienen revelando, en los últimos quince años, todas las teorías del capital social. Una sociedad competitiva constituye un pésimo ambiente para un mercado competitivo (8).
Asociada a la visión mercadocéntrica de una sociedad competitiva parece haber un nuevo tipo de fundamentalismo de mercado, que pode hasta ser democratizante en relación al estadocentrismo que, en general, acompaña las autocracias, pero, si por caso, se manifiesta sólo en lo que respecta a la democracia como sistema de gobierno y no a la democracia en la sociedad. Está claro que es mejor tener varios partidos – legal y legítimamente – disputando el poder del Estado que un partido sólo (en general confundido con el Estado) autorizado a emplazarlo (en una especie de régimen de monopolio político). Sin embargo, varios partidos también pueden constituir un oligopolio político, como, de hecho, ocurre frecuentemente, expropiando la ciudadanía política, siendo que, en ese caso, no hay ninguna instancia “superior” capaz de regular la competencia (en vez que el Estado, en esas circunstancias, habría sido ocupado y dividido o loteado por el oligopólio partidario).
Por otro lado, el Estado autocrático tampoco practica una democracia cooperativa pero se organiza, en cierto modo, contra la sociedad para controlarla. Su patrón de relación con la sociedad es competitivo (aún en la ausencia de competidores políticos autorizados) y adversarial. Es un Estado que compite con la sociedad por la regulación de las actividades y que, así, no permite, siquiera, la autonomía asociativa.
Tal como aún se estructura y funciona, el Estado, autocrático o declaradamente democrático, no es capaz de asumir una democracia cooperativa. La razón básica es que una democracia cooperativa no puede funcionar en estructuras piramidales, en verdaderos mainframes, como son el Estado, sus instituciones jerárquicas y sus procedimientos verticales, basados en el flujo comando-ejecución. Desde el punto de vista de la democracia en el sentido “fuerte” del concepto, la diferencia está en que un Estado democrático de derecho permite o estimula el proceso de democratización de la sociedad, mientras que el Estado autocrático no. Esa es la razón por la que la democracia en el sentido “fuerte” del concepto, la democracia radicalizada (en el sentido de más democratizada) desde la base de la sociedad y en lo cotidiano del ciudadano, depende de la democracia en el sentido “débil” del concepto, de la democracia como sistema de gobierno o modo político de administración del Estado.
Una democracia cooperativa (que es siempre una democracia radicalizada), exige un patrón de organización en red. Y podrá ser tanto más cooperativa cuanto mayor sea la conectividad de esa red y mientras presente una mayor una topología distribuida (o mientras menos centralizada sea).
Eso significa que la democracia en su sentido “fuerte” no es un proyecto destinado al Estado-nación, a sus formas de administración política (tal como hasta hoy las conocemos), y sí a la sociedad, o mejor, a las comunidades que se forman por libre pacto entre iguales, caracterizadas por múltiples relaciones horizontales entre sus miembros. Y que, por lo tanto, no se puede pretender sustituir los procedimientos y las reglas de los sistemas políticos democráticos representativos formales por las innovaciones políticas inspiradas por concepciones democráticas radicales.
Por otro lado, la emergencia de innovaciones políticas en la base de la sociedad y en lo cotidiano de los ciudadanos, inspiradas por concepciones radicales de democracia cooperativa, puede ejercer una influencia en el sistema político, de fuera para dentro y de bajo hacia arriba, capaz de cambiar la estructura y el funcionamiento de los regímenes democráticos formales. O sea, por esa vía, la democracia en el sentido “fuerte” acaba democratizando la democracia en el sentido “débil”, pero no exactamente para tomar su lugar y sí para democratizar cada vez más la política que se practica en el ámbito del Estado y de sus relaciones con la sociedad. No podemos saber – y sería inútil intentar adivinar ahora – como serían los nuevos regímenes políticos más democratizados a los cuáles les cabrían administrar las nuevas formas de Estado que surjan en el futuro (quien sabe el “Estado-red”, como Castells (1999) propuso). Pero ya podemos saber que hacer, a partir de la sociedad, para democratizar más tales regímenes, sean ellos que cuáles fueran o que vengan a ser (9).
El camino es más democracia en la sociedad, más participación cooperativa de los ciudadanos, lo que, obviamente, sólo es viable en la dimensión local (y bajo regímenes políticos que no prohíban ni restrinjan seriamente tal experimentación innovadora: de ahí la necesidad de una democracia liberal).
Es bueno ver lo que los pioneros de la democracia cooperativa, como John Dewey, pensaban sobre eso. Comencemos rescatando su percepción de que toda democracia es local, en el sentido de que la democracia es un proyecto comunitario; o, como escribió, de que “la democracia tiene que empezar en casa, y su casa es la comunidad vecinal” (10).
La formación democrática de la voluntad política no puede darse sólo por medio de la afirmación de la libertad del individuo ante el Estado, sino que involucra un proceso social. La actividad política de los ciudadanos no puede restringirse a controlar regularmente el aparato estatal (con el fin de asegurar que el Estado garantice las libertades individuales).
La libertad del individuo depende de relaciones comunicativas (cada ciudadano sólo puede alcanzar autonomía personal en asociación con otros), pero el individuo sólo alcanza libertad cuando actúa comunitariamente para resolver un problema colectivo, lo que exige – necesariamente – cooperación voluntaria. Hay por lo tanto, una conexión interna entre libertad, democracia y cooperación. Eso evoca un otro concepto (deweyano) de esfera pública, como instancia en que la sociedad intenta, experimentalmente, explorar, procesar y resolver sus problemas de coordinación de la acción social. Así, con la sola experiencia de participar voluntaria y cooperativamente en grupos para resolver problemas y aprovechar oportunidades, es que se puede enseñar al individuo la necesidad de un espacio público democrático. El individuo como participante activo de iniciativas comunitarias – teniendo conciencia de la responsabilidad compartida y de la cooperación – es el agente político democrático (en el sentido “fuerte” del concepto).
La concepción de esfera pública democrática como medio por el cual la sociedad intenta procesar y resolver sus problemas (como Dewey ya había propuesto a finales de la década de 1920), permite el descubrimiento de una relación intrínseca entre democracia y desarrollo, sólo implícitamente sugerida por él y sus comentaristas cuando percibieron la existencia de un nexo connotativo entre democracia y cooperación.
Dewey elabora una idea normativa de democracia como un ideal social. Si quisiéramos inferir consecuencias de esa concepción, debemos explorar la conexión entre su concepto de ‘democrático-social’ y el papel regulador de la red social en el establecimiento de lo que actualmente se llama, según una visión sistémica, de sustentabilidad (o desarrollo).
Ese trabajo de articulación entre democracia y sustentabilidad (o desarrollo) viene siendo desarrollado, como dijimos, por algunos teóricos del capital social (o de las redes sociales). Capital social es un recurso para el desarrollo sugerido recientemente para explicar por qué ciertos conjuntos humanos consiguen crear ambientes favorables para un buen gobierno, la prosperidad económica y la expansión de una cultura cívica capaz de mejorar sus condiciones de convivencia social. Como tales ambientes son entornos sociales cooperativos, capital social es, fundamentalmente, ampliar la cooperación social. Sin embargo, la red social (distribuida) es un medio por lo cuál (o en lo cuál) la cooperación puede ampliarse socialmente (inclusive, en ciertas circunstancias especiales, convirtiendo competición en cooperación). La democracia que se conjuga con la idea de capital social es la democracia cooperativa o comunitaria. Por lo tanto, la democracia puede entonces ser vista como una especie de “metabolismo” propio de redes sociales (y será una democracia democratizada en proporción directa al grado de distribución de estas redes). Por lo que se puede inferir de las tendencias actuales, que es la democracia radical – deseable y posible – y no el retorno a las concepciones asambleístas, sovietistas, consejistas, practicadas como “arte de la guerra”, según las cuales cabría a un desplazamiento organizado, un partido de intervención, “acarrear” gente para vencer los enemigos de clase y para “acumular fuerzas” en pro de la toma (legal o ilegal) del poder e instaurar el paraíso en la Tierra después de haber conquistado hegemonía sobre (o destruida) las élites supuestamente responsables de todo el mal que asola la humanidad.
¿Pero, desde el punto de vista teórico, el desarrollo podría ser tratado en los mismos términos (o en el mismo ámbito conceptual) en que se trata la democracia? ¿No estaría ocurriendo aquí algún tipo de deslizamiento epistemológico, de una transposición indebida de conceptos desde un campo del conocimiento (en lo cual los conceptos tienen un estatus propio), hacia otros campos (en los cuáles esos conceptos deben ser torturados para confesar un sentido que no poseen)?
Dewey no pensaba así. Para él, como venimos, una práctica democrática radicalizada – tomándose la democracia en el sentido “fuerte” del concepto – debería ser, necesariamente, cooperativa. De John Dewey se puede tal vez inferir una democracia cooperativa; o una “democracia como cooperación reflexiva”, como sugirió Axel Honneth (1998), profesor de la Universidad de Frankfurt; o, aún, una democracia valorada en su aspecto comunitario, como ya había propuesto Hans Joas (1994) (11). En efecto, en el libro “El Público y sus Problemas”, John Dewey (1927) escribió que “vista como una idea, la democracia no es una alternativa a otros principios de la vida asociativa. Es la propia idea de vida comunitaria” (12).
Tanto Honneth como Joas – dos creativos teóricos de la nueva generación de pensadores alemanes – llaman la atención por el hecho de que existen puntos de vista liberales y visiones mas radicales sobre democracia; como ejemplos de esas últimas: las visiones republicanistas, como la de Hannah Arendt y las visiones procedimentalistas, como a de Jürgen Habermas. Pero aceptan que pueden existir también otras visiones radicales, como a de Dewey (o como podría existir a partir de una reconstrucción de la teoría democrática deweyana).
Honneth observa que “Dewey, en contraste con el republicanismo y con el procedimentalismo democrático, no está orientado por el modelo de consulta comunicativa, sino por el de la cooperación social... [Porque] desea entender la democracia como una forma reflexiva de cooperación comunitaria... él es capaz de combinar deliberación racional y comunidad democrática, ambas separadas en posiciones adversas en la actual discusión sobre la teoría democrática” (13).
La cuestión central es saber como se forma democráticamente la voluntad política. Según la visión liberal, si un asunto ha sido debatido antes con cierto grado de libertad individual ya podemos darnos por satisfechos. Ocurre que esa es una incautación individualista de la libertad personal, concebida como algo independiente de los procesos de integración social. Así, como consecuencia, para la concepción liberal de democracia “la actividad política de los ciudadanos tiene que consistir principalmente en el control regular sobre la aparato estatal, cuya tarea esencial, por su parte, es la protección de las libertades individuales. En contraste con ese abordaje reduccionista sobre la participación democrática, las variadas tradiciones alternativas al liberalismo, surgidas en los últimos doscientos años, parten de un concepto comunicativo de la libertad humana. A partir de la evidencia de que la libertad del individuo depende de relaciones comunicativas, ya que cada ciudadano sólo puede alcanzar autonomía personal en asociación con otros, se sugiere una comprensión amplia sobre la formación democrática de la voluntad política. Así, la participación de todos los ciudadanos en la toma de decisión política no es la mera forma por la cual cada individuo puede afianzar su propia libertad personal. Por el contrario, lo que se defiende es el hecho de que sólo en una situación de libre interacción de la dominación de la libertad individual que se pueda ser alcanzar y proteger” (14).
“En los dos dibujos de democracia hasta ahora identificados como alternativas al liberalismo – argumenta Honneth – la libertad comunicativa de los seres humanos es vista de la misma manera, es decir, de acuerdo con el modelo del discurso intersubjetivo. En Hannah Arendt y Jürgen Habermas – sólo para mencionar, por un lado, la principal representante del republicanismo político y, por el otro, del procedimentalismo democrático – la idea de la formación democrática de la voluntad política se origina de la noción de que el individuo sólo alcanza libertad en el reino público constituido por la argumentación discursiva... Para Dewey, que comparte con Arendt y Habermas la intención de criticar la interpretación individualista de la libertad, la encarnación de la libertad comunicativa no es el discurso intersubjetivo, sino el empleo común [gemeinschaftlich] de las fuerzas individuales para lidear con el problema. A partir de la idea de cooperación voluntaria, Dewey... intenta trazar una alternativa para la comprensión liberal de democracia” (15). En que, pese a los buenos argumentos de Honneth, tal vez haya aquí un equívoco: todo indica que Dewey no proponía una alternativa a la democracia liberal y sí un proceso de democratización de la sociedad partiendo desde la sociedad hacia el Estado.
Para Dewey, por lo tanto, la democracia no es “sólo una mera forma organizacional de gobierno de Estado” sometida a la regla de la mayoría. Ese concepto instrumental de la democracia reduce “la idea de formación democrática de la voluntad política al principio numérico de la regla de mayoría”... Por lo tanto, hacer eso “significa asumir el hecho de que la sociedad sea una masa desorganizada de individuos aislados cuyos fines son tan incongruentes que la intención u opinión adoptada por la mayoría debe ser develada aritméticamente” (16).
Al sostener que “la democracia no puede ser entendida instrumentalmente como un principio numérico para la formación del orden estatal”, el joven Dewey (1882-1898), en el texto “Ética de la Democracia” (1888), ya establece nuevas bases para pensar una alternativa basada en la conexión interna entre cooperación, libertad y democracia, pensamiento que va a retomar de más adulto en el Dewey de la madurez (1925-1953), en su nuevo concepto de esfera pública, centrado en la articulación “de la demanda por la resolución conjunta de conflictos comunes” (17).
Para Dewey “la esfera política no es – como Hannah Arendt y, de una forma menos notable, Habermas creen – el lugar del ejercicio comunicativo de la libertad, sino el medio cognitivo que ayuda la sociedad a intentar, experimentalmente, explorar, procesar y resolver sus problemas de coordinación de la acción social”. Eso significa una vuelta a la comunidad: “sólo la experiencia de participar, por medio de una contribución individual, en las tareas particulares de un grupo puede convencer al individuo de la necesidad de un público democrático” (18).
Así, “el individuo debe verse como un participante activo en una iniciativa comunitaria, pues, sin tal conciencia de responsabilidad compartida y cooperación... nunca conseguirá hacer de los procedimientos democráticos los medios para resolución de conflictos comunes...” (19).
John Dewey “comparte con el republicanismo y con el procedimentalismo la crítica de la visión liberal sobre democracia. Sin embargo procede de un modelo de libertad comunicativa que habilita el desarrollo de un concepto más fuerte, más exigente, de formación democrática de la voluntad política. Pero la noción de Dewey sobre el surgimiento de la libertad individual de la comunicación no es obtenida del discurso intersubjetivo, sino de la cooperación común. Como consecuencia – concluye Axel Honneth – esa diferencia conduce a una teoría muy diferente de democracia...” (20).
El hecho es que el esfuerzo de Dewey para recoger una nueva noción de público desemboca en lo comunitario. No importa lo que se diga para intentar reinterpretar las ideas deweyanas a la luz de cualquier visión particular hodierna centrada en la legitimación o en la negación de los sistemas representativos de los que se ocupa el Estado. Pues es así – y no de cualquiera otra manera – lo que determina que aquella, tal vez, constituya su principal contribución a la teoría de la democracia: el libro “El público y sus problemas” (1927). Añádase que no se trata de aquel gran y tal vez demasiado vago concepto de comunidad de los alemanes (con lo cual, de hecho, ya trabajaba Althusius, desde los albores del siglo XVII) – de la gran comunidad – y sí de una pequeña comunidad aún (en términos sócioterritoriales y no necesariamente geográfico-poblacionales), quiere decir, de la vecindad, de la comunidad local. Veamos si no es así, “escuchando” directamente Dewey:
“La gran comunidad, en el sentido de una intercomunicación libre y plena, es concebible. Sin embargo nunca podrá poseer todas las cualidades que distinguen una comunidad local... Los vínculos vitales y plenos brotan solamente de la intimidad de un intercambio cuyo alcance es necesariamente limitado... Se dice, con toda razón, que la paz del mundo exige que comprendamos a los pueblos extranjeros. ¿Sin embargo hasta que punto comprendemos – me pregunto – nuestros vecinos? También se dijo que si el hombre no ama al semejante que ve a su lado, no puede amar a un Dios que no ve. Mientras no exista una experiencia estrecha de vecindad que arribe una verdadera percepción y comprensión de los que están cerca, la posibilidad de una afectiva consideración de los pueblos extraños no mejorará. Una persona que no ha sido vista en las relaciones cotidianas de la vida puede inspirar admiración, ejemplo, sujeción servil, militancia fanática, adoración heroica; sin embargo ni amor ni comprensión, porque esos solo son irradiados de los vínculos generados por una unión estrecha y prójima. La democracia tiene que comenzar en casa, y su casa es la comunidad vecinal...
Sea lo que fuere que el futuro nos reserve, algo está seguro. A menos que se pueda recuperar la vida comunitaria, el público no podrá resolver adecuadamente su problema más cruciante: hallarse e identificarse a sí mismo. Sin embargo conseguir restablecerse, revelará una totalidad, una variedad y una libertad de posesión y de disfrute de significados y bienes desconocidos en las asociaciones cercanas del pasado. Porque estará viva y flexible, además de estable, receptiva del panorama complejo e internacional en que se encuentre inmersa. Será local, sin embargo no por eso estará aislada... Se mantendrán los estados territoriales y las fronteras políticas, sin embargo no serán barreras que empobrezcan la experiencia aislando al hombre de sus semejantes; no serán divisiones rígidas y definitivas que conviertan la separación externa en celos, temor, suspicacia y hostilidad internas. La competencia seguirá, sin embargo será menos una rivalidad por adquirir bienes materiales y más una emulación de los grupos locales en el hecho de enriquecer la experiencia directa con la riqueza intelectual y artística que se sepan apreciar y disfrutar. Si la era tecnológica puede proporcionar a la humanidad una base firme y general de seguridad material, se quedará subsumida en una era humana...
Afirmamos que la consideración de esta condición particular para la generación de comunidades democráticas y de un público democrático articulado nos lleva más allá de la cuestión del método intelectual y nos coloca en la cuestión del procedimiento práctico. Sin embargo las dos cuestiones no están desconectadas. El problema de asegurar una inteligencia más distribuida e influyente sólo se puede resolver en la medida en que la vida comunitaria local se convierta en realidad... La investigación sistemática y continua de todas las condiciones que afectan a la asociación y a su divulgación en forma expresa es una condición previa para la creación de un auténtico público. Sin embargo, después de todo, esa investigación y sus resultados ya no son más que herramientas. Su realidad final se alcanza en las relaciones directas cara a cara. La lógica, en su verdadera realización, vuelve a adoptar el sentido primitivo de la palabra: diálogo. Las ideas que no se comunican, las ideas que no son compartidas ni resurgen en lo que expresa quien dialoga, no son más que un soliloquio y y esto no es más que un pensamiento interrumpido e imperfecto...
En una palabra: el desarrollo y el fortalecimiento de la comprensión y del juicio personal mediante la riqueza intelectual acumulada y transmitida de la comunidad... sólo se puede conseguir en el seno de las relaciones personales de la comunidad local... No existe límite a la libre expansión ni confirmación para los dones intelectuales personales y limitados que pueden surgir de la inteligencia social cuando esta circula de boca en boca en la comunicación de la comunidad local” (21).
Sí, Dewey percibió que toda democracia es local, en el sentido de que la democracia es un proyecto comunitario. No poseía, como es obvio, las palabras que se usan actualmente para describir lo que pensaba, pero forjó los conceptos – como si oyera ecos del futuro – de red comunitaria y de red social distribuida, previendo tal vez los procesos de diseminación “viral” que sólo se pueden efectivizar por los medios propios de las redes P2P (peer-to-peer).
Como dijimos, la idea deweyana de que “la esfera pública democrática constituye el medio por lo cual la sociedad intenta procesar y resolver sus conflictos” permite, en verdad, el establecimiento de una conexión más intrínseca, que él (Dewey) y sus comentaristas – como Honneth o Joas – no hayan tal vez percibido plenamente, entre democracia y desarrollo (social). Ya se notó que el modelo de Dewey encara la idea normativa de democracia no sólo como un ideal político, sino como un ideal social. Lo que no se ha explorado aún suficientemente es la conexión entre eso y el papel regulador de la red social en el establecimiento de lo que hoy se llama, según una visión sistemática, de sustentabilidad (o desarrollo).
Como ya se ha dicho y repetido anteriormente, este trabajo de articulación entre democracia y sustentabilidad (o desarrollo) se ha venido siendo desarrollando por los teóricos del capital social (o de las redes sociales). Una democracia compatible con la idea de capital social debería ser, necesariamente, una democracia cooperativa (o comunitaria). Una democracia compatible con la idea de red social puede ser vista como una especie de “metabolismo” propio de esa red, ocupando, uno de los vértices, lo que podríamos llamar de triángulo de la sustentabilidad.
¿Que democracia tiene a ver con sustentabilidad?
Sustentabilidad, como sabemos, es el gran tema contemporáneo. Podemos decir que la sustentabilidad de las sociedades humanas es el nuevo nombre del desarrollo, una característica del patrón dinámico de red y, al mismo tiempo, uno de los efectos del proceso de democratización.
En términos un poco esquemáticos, podríamos construir, sobre esto, una argumentación como la que sigue: animar redes sociales (netweaving), democratizar la política e inducir el desarrollo son los tres vértices de un triángulo. Los lados de ese triángulo (sus aristas) constituyen conexiones de doble mano.
Eso quiere decir que mientras más distribuidas sean las redes sociales que tejiéramos, más democrática podría ser la política que articulamos (y viceversa). Y mientras más democratizada sea la política que practicáramos, más sustentable será el proceso de desarrollo que conseguiríamos inducir (y viceversa). Y, aún, mientras más distribuidas sean las redes sociales – peer to peer – que tejiéramos, más sustentable sería el proceso de desarrollo que inducimos (y viceversa).
Esto significa que el modo de regulación de conflictos que adoptamos (ej., la política) tiene que ver con la morfología y la dinámica de la sociedad en la cual estamos queriendo inducir el desarrollo. Así, la articulación política (en la medida que sea democrática, o mejor, en proporción directa a su grado de democratización) está siempre co-implicada en el netweaving (a medida que las redes sociales sean distribuidas o en proporción directa a su grado de distribución) y ambas (tanto la articulación política democrática cuanto la animación de redes sociales distribuidas) están co-implicadas en la inducción del desarrollo (en la medida que ese desarrollo fuere humano y social, o sea, en proporción directa de la acumulación o del flujo de capital humano y de capital social). Porque no hay una articulación política democrática, una animación de redes sociales distribuidas (P2P) y una inducción del desarrollo humano y social: existen diferentes grados de democratización, de distribución reticular y de desarrollo humano y social. Cuanto más estuviere democratizada la política, las redes sociales estarán más distribuidas y más desarrollo humano y social tendríamos (y viceversa, pues tales relaciones son, siempre, transitivas). En síntesis, mayor será el índice de sustentabilidad. A eso, por lo tanto, lo podríamos llamar “triángulo de la sustentabilidad” para decir que democracia, redes sociales y desarrollo están directa, íntima e intrínsecamente relacionadas.
Debemos reconocer que no son triviales los problemas planteados por esta hipótesis, así como no es trivial el tipo de justificación que exige para hacerse evidente por sí misma, en virtud de la fuerza intrínseca de sus argumentos. Asociar el modo de regulación de conflictos con los patrones de organización social y con el tipo de cambio social que queremos interpretar como desarrollo (sustentable) no es una operación teórica banal. Sin embargo, muchas investigaciones han apuntado en esa dirección.
Además, también existen fundadas evidencias (y fundadas, está claro, en la práctica) de que, cuando partimos desde ese punto de vista, conseguimos elaborar y aplicar mejor programas innovadores de sustentabilidad, aunque aún no hayamos conseguido resolver todos los problemas teóricos implicados en tal concepción.
Sin embargo, eso abre un campo inmenso de investigación y de experimentación, que comprende tres diferentes tipos de abordajes, cada cual dependiente del vértice del triángulo de donde queremos partir.
Si partimos del vértice del patrón de organización tenemos un abordaje desde el punto de vista de la red social. La primera implicación de ese abordaje es la siguiente: red social => democracia. Desde el punto de vista de la red, democracia es una especie de “metabolismo” propio de un tipo de topología: la distribuida. Mientras más distribuidas sean las redes sociales, su “metabolismo” será más democrático (y viceversa, mientras más centralizada o descentralizada – quiere decir, multi-centralizada – que sea la topología de la red social, menos democrático será su “funcionamiento”). La democratización va, así, en relación directa con la distribución (22).
La democracia surge como movimiento (lato sensu) contra la centralización que impide el “funcionamiento” de la red social (y que si quisiéramos trabajar con una imagen contemporánea, podemos encarar la centralización como un programa que fue instalado en la red social para seleccionar caminos, privilegiando algunas conexiones en detrimento de otras). Pero es obvio que la descentralización no resuelve lo problema de la centralización una vez que multiplica los centros: en un espacio cuya topología es multicentralizada, los distintos polos, centralizadores hacia abajo, funcionan como postas o estaciones repetidoras de otros polos centralizadores superiores (y es eso, exactamente, lo que se llama de ‘descentralización’, al contrario de ‘distribución’).
Hay dos cuestiones aquí que se deben encarar: en primer lugar saber si la descentralización ya no es un paso democratizante; y, en segundo lugar, saber si la descentralización conduce a la distribución. No hay quién sea capaz de negar que la descentralización (la multicentralización) es más democrática que la monocentralización. Ocurre que toda descentralización (o multicentralización) viene siendo un conjunto de centralizaciones. Si eso se pulverizarse hasta llegar al “átomo social” (la persona) – configurando una topología realmente distribuida – ahí sería otra historia. Por efecto de alguna ley natural, de algún tipo de imanéncia histórica o de otro factor extrapolítico, todo indica que no. Las cosas no caminan por sí mismas en la dirección de más-democracia.
Procesos de regulación de conflictos característicos de topologías distribuidas (como, por ejemplo, el swarming) suelen ser súbitos. Esa fenomenología – cuando pase a ser considerada por los llamados cientistas políticos (que parecen aún no haber percibido lo que está sucediendo) – traerá una enorme cantidad de nuevos problemas para pensar las nuevas instituciones democráticas en redes distribuidas. Se trata de un cambio tan importante que investigadores contemporáneos sobre el tema, como Alexander Bard y Jan Söderqvist (2002) y David de Ugarte (2006), están prefiriendo usar otros términos, como ‘pluriarquia’, en el lugar de democracia (23).
David de Ugarte (2006) afirma que “la competencia en redes distribuidas y sobretodo en los marcos de un naciente swarming, se convierte en cooperación” (24). Es una afirmación fuerte. Si estuviera en lo correcto, tenemos aquí una avenida abierta por donde podría caminar la investigación de los fundamentos de una nueva política democrática. Ella significa que la cooperación en escala social no puede nacer de la buena intención de los sujetos (que supuestamente deberían resolver, simultáneamente y en número suficiente, ser más cooperativos y menos competitivos) sino de un proceso sistémico, en el que la interacción de los diversos mensajes concurrentes que circulan en la red – opiniones, acciones, comportamientos, eventos – genera un nuevo orden emergente. Se trata, según esa visión, del mismo tipo de cooperación que se observa, por ejemplo, en el comportamiento de sistemas complejos en que se manifiesta el fenómeno de la inteligencia colectiva.
La segunda implicación (que parte del abordaje del patrón de organización) es la siguiente: red social => desarrollo. Desde el punto de vista de las redes, desarrollo es un tipo de cambio que se procesa en la dinámica de las fluidificaciones en los aglomerados. El desarrollo está, así, íntimamente relacionado a lo que llamamos de clustering. Son los clusters (lato sensu, no los llamados APL – arreglos productivos locales u otros sistemas socioprodutivos voluntariamente articulados para promover negocios con ventajas competitivas conseguidos en la base de la importación de capital social a bajo coste de la sociedad) que constituyen aquellas mencionadas “regiones” de la red social donde se puede reducir los grados de separación (o la extensión característica de camino) y por eso es por lo que todo desarrollo es local. Local – del punto de vista de la red – ya es una “clusterización” (que es un proceso de ‘localización’, en el sentido fuerte del término, quiere decir, en el sentido de reducción del tamaño del mundo: en términos sociales, es claro, no geográfico-poblacionales) (25).
Desde el punto de vista de la red social, por lo tanto, todo desarrollo es un fenómeno local y significa una nueva dinámica, una nueva efervescencia social, característica de un cluster. Ese fenómeno, alterando el ritmo de la fluidificaciones o el volumen y a frecuencia de los tráficos de mensajes en el espacio-tiempo de los flujos, modifica los papeles sociales asumidos por los actores, tanto transformándolos en encrucijadas-nudos de más flujos, vale decir, en hubs, tanto intentando que un nudo cualquiera, aún situado en la periferia del sistema, asuma mayor protagonismo, cuando los mensajes que emite son amplificadas y potenciadas en virtud de múltiples lazos de realimentación de refuerzo que necesariamente ocurren con el aumento de la conectividad dentro de la “región” (transformándolos en innovadores; o sea, en agentes de desarrollo – sí, porque desarrollo es, definitivamente, innovación).
En verdad, los clusters tienden a hacerse comunidades de proyecto – o redes comunitarias de desarrollo – fortaleciendo sus elementos, o sea, animándolos a asumir mayor protagonismo, tanto en lo que ataña a su emprendedorismo político (transformándolos en netweavers), cuanto en lo que atañe a su emprendedorismo social y empresarial (transformándolos en innovadores). En una comunidad de proyecto de este tipo, el desarrollo pasa a ser una especie de aprendizaje de la red social (y por eso es por lo que se puede afirmar que ‘la comunidad desarrollándose es sinónimo de su red social aprendiendo’). ¿Pero aprendiendo el qué? Sin embargo, aprendiendo a cambiar su propio programa de adaptación a los cambios ocurridos en el ambiente externo (o sea, al global). Pero eso no nada más es que la definición de sustentabilidad. Desde el punto de vista de las redes, por lo tanto, desarrollo es sinónimo de movimiento en la dirección de la (más) sustentabilidad realizado por un local en su conexión con el global (quiere decir, un cluster en relación a las otras “regiones” de la red social).
Alguien podría objetar que, según tal punto de vista, todo es local, desconstituyendo así el propio concepto de local. Sí, desde ese punto de vista todo es local: con excepción de lo global. Cada “local” (n t. en el sentido de lugar), sin embargo, es un “local” diferente de los demás que, cuando visados a partir de un sí-aún “local”, constituyen “no-locales”, o sea, pertenecen al ámbito del global.
Partiendo del vértice del modo de regulación tenemos un abordaje del punto de vista de la democracia. Y la tercera implicación (que parte de ese abordaje) es la siguiente: democracia => red social. Del punto de vista de la democracia, las redes sociales no son nada más que la propia sociedad en su proceso de democratización. Mientras más democratizados que sean los procedimientos, más distribuida será la red social; mientras menos democratizados, más centralizada será la red social – quiere decir, más jerarquizada será la sociedad. Eso significa que, si partiéramos desde ese punto de vista, sin democracia no puede haber red social propiamente dicha, quiere decir, red distribuida.
La mirada que parte de la democracia se interesa por los modos de regulación de conflictos que posibilitan la transformación de competencia en cooperación o que transformen enemistad en amistad política. Es claro que, para que esto suceda, mirando la estructura más íntima de lo que llamamos de sociedad, la topología de la red social debe necesariamente ser más distribuida o menos centralizada. Pero la política no se interesa por eso, pues ese no es su abordaje. Solo quiere ver los procesos por los cuáles se forma la voluntad política colectiva, quiere entender como se da la toma de decisiones por medio de la discusión entre ciudadanos, como las opiniones se transforman por medio de su interacción.
La cuarta implicación (que parte del abordaje del modo de regulación) es la siguiente: democracia => desarrollo. Desde el punto de vista de la democracia, el desarrollo es producción de orden emergente a partir de la cooperación. Sin democracia, por lo tanto, no puede haber desarrollo; o mejor: el grado de democratización de la sociedad va, así, en proporción directa a su grado de desarrollo.
Está claro que, según ese punto de vista, lo que llamamos desarrollo asume una nueva connotación, que implica cambios cualitativos – y no sólo cuantitativos, como la expansión o el crecimiento económico – capaces de afectar el comportamiento de los sujetos por medio de la alteración de las configuraciones colectivas formadas por esos sujetos cuando sus opiniones son consideradas, valoradas y combinadas entre sí. El desarrollo, por lo tanto, es algo que sucede en la comunidad política, cuando el resultado de la libre interacción de la multiplicidad de opiniones produce resultantes capaces de alejar desenlaces violentos y destructivos. Por increíble que pueda parecer, de ese punto de vista (el punto de vista de la democracia), desarrollo es paz.
Partiendo del vértice del cambio social tenemos un abordaje desde el punto de vista del desarrollo. La quinta implicación (que parte de ese abordaje) es la siguiente: desarrollo => red social. Bastaría una frase para justificar esa implicación: desde el punto de vista del desarrollo, red social es sinónimo de capital social. Aquí se aplica todo lo que ya sabemos sobre capital social.
La sexta y última implicación (que parte del abordaje del cambio social) es la siguiente: desarrollo => democracia. Desde el punto de vista del desarrollo, la democracia es el nombre del proceso regulacional de cambio que ocurre en las sociedades. En otras palabras, de ese punto de vista, democracia es – sorprendentemente – proceso de sustentabilidad (que es el nombre del desarrollo tomado de un punto de vista sistémico).
Para entender esa afirmación es preciso considerar que podemos tener tres modelos de cambios: el modelo variacional, el modelo transformacional y el modelo regulacional, solamente ese último correspondiendo una concepción sistémica (26).
Está claro que las seis implicaciones de los tres abordajes considerados – sólo presentadas aquí – necesitan ser justificadas con más rigor para que sea posible mostrar las ventajas de la adopción del esquema llamado de triángulo “de la sustentabilidad ”. Las seis visiones se combinan cuando percibimos que las implicaciones contenidas en cada una de ellas constituyen, en la verdad, co-implicaciones.
Sea por ese o por otros caminos teóricos investigativos es posible – y necesario – mostrar que democracia tiene, sí, que ver con sustentabilidad , con la sustentabilidad de las sociedades humanas. El recurso que la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) conserva es la propia comunidad política, que no se reduce a la sociedad entendida como mera colección de individuos humanos pero abarca patrones relativamente invariantes de interacción de la red social que representan la creación de nuevas realidades humanas en el mundo (¿y qué sería eso sino, para usar un lenguaje al mismo tiempo poético y simbólico, una “humanización del alma del mundo”? ¿Se podría afirmar, en ese sentido, que la democracia es un proyecto de humanización del mundo por medio de la política? A juzgar por lo que escribieron, Dewey, Arendt y Maturana sólo se podría responder afirmativamente).
Lo que estamos queriendo conservar dinámicamente (quiere decir, no preservar, pero conservar la adaptación al mismo tiempo en que se conserva la organización – y esa tal vez sea de más precisa definición de sustentabilidad , que debemos, de hecho, a Humberto Maturana) – son aquellos “entes” nuevos, inéditos, que se formaron a partir de configuraciones colectivas y que, una vez conformados, como que “ganaron vida” (aquello que Jane Jacobs (1961), pioneramente, llamó de “entidad” real) (27).
Como ya había escrito Emerson, “yacemos en el seno de una inteligencia transbordante” – luminoso insight que no pasó desapercibido a Dewey, que añadió: “sin embargo esa inteligencia permanecerá latente y durmiente y sus comunicaciones seguen interrumpidas, desarticuladas y débiles mientras no se adopte la comunidad local como su propio medio” (28).

Indicaciones para la lectura

Nuevamente, todos los escritos políticos de John Dewey deben ser leídos: El Público y sus problemas (1927), Viejo y nuevo individualismo (1929), Liberalismo y acción social (1935), La democracia es radical (1937) y Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante (1939).
Además de eso, por lo menos tres trabajos sobre Dewey pueden ser considerados: Robert Westbrook: John Dewey and American Democracy (1991) y Steven Rockefeller: John Dewey, Religious, Faith and Democratic Humanism (1991); y también el artículo de Axel Honneth (1998): “Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy” (publicado originalmente en “Political Theory”, v. 26, diciembre 1998) y traducido en la colección: Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoy: nuevos desafíos para la teoría democrática contemporánea. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
Cuestionando los límites de la democracia realmente existente de cara al ideal democrático, vale la pena leer el provocativo librito del profesor John Burnheim (1985), de la University of Sydney, infelizmente aún no traducido, Is Democracy Possible? The alternative to electoral politics (Berkeley: University of California Press, 1989). Y también la interesante (y casi ya clásica) esquematización de David Held (1996), de la London School of Economics: Models of Democracy.
Valdría la pena, también, examinar la visión, al mismo tiempo cuestionadora y pesimista, que puede ser encontrada en Jean-Marie Guéhenno. Guéhenno publicó dos ensayos importantes sobre “El fin de la democracia” (1993) y “El futuro de la libertad” (1999). Escrito, el primero, en el inicio de los años 90, aún bajo el impacto de la caída del Muro de Berlín, y el segundo, ya en su ocaso, bajo el impacto del proceso de globalización, los dos libros de Guéhenno están llenos de sugerencias para el cuestionamiento de las alternativas fundadas en la libertad. Parece convencido de que la libertad sólo puede ser alcanzada por la democracia tomada como un fin en sí misma. Sin embargo, se revela escéptico en cuanto a las posibilidades de realizar la libertad de los antiguos en el mundo que se avecina, vale decir, con las posibilidades de la democracia como utopía/topia de la comunidad política.
Las relaciones entre democracia y sociedad civil constituyen un campo ya consolidado de estudio que cuenta con una vasta bibliografía. Sobre la crítica a las formas tradicionales de organización de la sociedad civil desde el punto de vista de la democratización (en el sentido “fuerte” del concepto) sin embargo, no hay casi nada escrito. De cualquier modo, no se puede dejar de leer algunos textos que originaron concepciones de sociedad civil en los cuáles la democracia es considerada, implícita o explícitamente, como manifestación relacionada a un determinado tipo de dinámica de la vida social (se trata, en general, de textos sobre el concepto de capital social, o sobre sus manifestaciones o, aún, sobre su prehistoria). Así, es recomendable leer Thomas Paine: Derechos del Hombre (1791); Tocqueville: La democracia en América (1835-1840); Stuart Mill: Sobre la Libertad (1859) y Sobre el Gobierno Representativo (1861); Jane Jacobs: Morte y vida de las grandes ciudades (1961); James Coleman: "Social Capital in the creation of Human Capital" (in American Journal of Sociology, Supplement 94 (s95-s120), 1998); Robert Putnam: Comunidad y democracia: la experiencia de Italia moderna (1993) (el título original era “Making Democracy Work”, mucho más esclarecedor); Francis Fukuyama: La gran ruptura: la naturaleza humana y la reconstituición de la orden social (1999) y Claus Offe: La actual transición de la historia y algunas opciones básicas para las instituciones de la sociedad (1999) (29).

Notas
(1) Cf. Honneth, Axel (1998).“Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”, (publicado originalmente en “Political Theory”, v. 26, diciembre 1998) traducido en la colección: Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoje: novos desafios pára a teoria democrática contemporânea. Brasília: Editora Universidade de Brasília, 2001.
(2) Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor e Jogo: fundamentos esquecidos do humano – desde o Patriarcado à Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(3) Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor e Jogo: fundamentos esquecidos do humano – desde o Patriarcado à Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(4) Idem.
(5) Idem-idem.
(6) Dewey, John (1927). The Public and its Problems. Chicago: Gataway Books, 1946 (existe ediçou em espanhol: A opinião pública e seus problemas. Madri: Morata, 2004).
(7) Dewey, John (1939). “Creative Democracy: the task before us” in “The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy”. Indianapolis: Indiana University Press, 1998. (Existe una edición en español: in Liberalismo e Acción Social e otros ensayos. Valencia: Alfons O Magnànim, 1996).
(8) Cf. Franco, Augusto (2001). Capital Social: leituras de Tocqueville, Jacobs, Putnam, Fukuyama, Maturana, Castells e Levy. Brasília: Instituto de Política, 2001.
(9) Cf. Castells, Manuel (1999). “Para ou Estado-rede: globalizaçou econômica e instituiçé políticas na era dá informaçou” in Bresser Pereira, L. C., Wilheim, J. e Sola, L. Sociedad y Estado en transformación. Brasilia: ENAP, 1999.
(10) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(11) Joas, Hans (1994). “El comunitarismo: una perspectiva alemana”, traducido en la colección: Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoy: nuevos desafíos para la teoría democrática contemporánea. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(12) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(13) –
(20) Cf. Honneth, Axel (1998).“Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”.
(21) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(22) Para tener una visión de esos tres tipos diferentes de topología – centralizada, descentralizada y distribuida – conviene dar una miradas a los diagramas de Paul Baran, reproducidos en http://augustodefranco.locaweb.con.br/cartascomments.php?id=13_0_2_0C
(23) Bard, Alexander y Söderqvist, Jan (2002). La netocracia: el Nuevo que pueda en la Red y la vida después del capitalismo. España: Pearson Educación, 2005. Cf. también Ugarte, David (2007). El poder de las redes: manual ilustrado para personas, colectivos y empresas abocados al ciberactivismo; disponible en el link: www.deugarte.con/gomi/elpoderdelasredes.pdf
(24) Ugarte, David (2007). El poder de las redes: manual ilustrado para personas, colectivos y empresas abocados al ciberactivismo; disponible en el link arriba.
(25) Conviene leer aquí lo que escribimos en las “Indicaciones de lectura sobre lo desarrollo” (10/03/07), sobre todo en la sección “Redes y modelos de desarrollo” clicando en el link: http://augustodefranco.locaweb.con.br/publicacoescomments.php?id=69_0_4_0C
(26) Ídem. Cf. también Lewontin, Richard (1998). La tripla hélice. São Paulo: Compañía de las Letras, 2002.
(27) Cf. Jacobs, Jane (1961). Muerte y vida de las grandes ciudades. São Paulo: Martins Fontes, 2000.
(28) Dewey, John (1927). The Public and its Problems.
(29) Quién quiera profundizarse en las teorías del capital social, puede leer: Coleman, James (1990). "Foundations of Social Theory". Cambridge, MA: Harvard University Press, 1990; van Deth, Jan W. et al. (eds.) (1999). “Social Capital and European democracy”. London/NY: Routledge/ECPR Studies in European Political Science, 1999 (en especial dos textos: lo de Newton, Kenneth. “Social Capital and democracy in modern Europe” y lo de Whiteley, Paul F. “The origins of social capital”); Leenders, Roger and Gabbay, Shaul (1999). “Corporate social capital and liability”. Boston: Kluwer Academic Publishers, 1999 (en especial el texto de Knoke, David. “Organizational networks and corporate social capital”); Baron, Stephen et al. (eds.) (2000). “Social Capital: critical perspectives”, New York: Oxford University Press, 2000 (en especial los textos de Schuller, Tom; Baron, Stephen & Field, John. “Social Capital: la Review and Critique” y de Maskell, Peter. “Social Capital, Innovation and competitiveness”); Lesser, Eric (ed.) (2000). “Knowledge and Social Capital: foundations and applications”. Boston: Butterworth-Heinemann, 2000 (sobretodo los cuatro siguientes textos: Nahapiet, Janine & Ghoshal, Sumantra. “Social Capital, Intellectual Capital and the organizational advantage”; Portes, Alejandro. “Social Capital: Its Origins and Applications in Modern Sociology”; Snadefur, Rebecca & Laumann, Edward. “A Paradigm for Social Capital”; e Adler, Paul & Kwon, Seok-Woo. “Social Capital: The Good, the Bad and the Ugly”); Dasgupta, Partha & Serageldin, Ismail (eds.) (2000). “Social Capital. A Multifaceted Perspective”. Washington: The World Bank, 2000 (sobretodo los tres siguientes textos: Grootaert, Christiaan & Serageldin, Ismail. “Defining social capital: an integrating view”; Ostrom, Elinor. “Social capital: a fad or a fundamental concept”; Dasgupta, Partha. “Economic Progress and the idea of social capital”); Edwards, Bob et al. (eds.) (2001). “Beyond Tocqueville: civil society and the social capital debate in comparative perspective”. Hanover: Tufts University, 2001 (em especial os textos de Newton, Keneth. “Social Capital and Democracy” e de Foley, Michael, Edwards, Bob & Diani, Mario. “Social Capital Reconsidered”); Dekker, Paul & Uslaner, Eric (eds.) (2001). “Social Capital and participation in everyday life”. London/NY: Routledge/ECPR Studies in European Political Science, 2001 (em especial o texto de Grootaert, Christiaan. “Social Capital: the missing link?”); Lin, Nan et al. (eds.) (2001). “Social Capital: theory and research”. New York: Aldine de Gruyter, 2001 (em especial o texto de Lin, Nan. “Building a network theory of social capital”); Stolle, Dietlind & Hooghe, Marc (2003). “Generating social capital: civil society and institutions in comparative perspective”. New York: Palgrave MacMillan, 2003.