En el sentido “fuerte” del concepto, la democracia no es un régimen determinado, no es un modelo aplicable a varias circunstancias, es un movimiento o una actitud constante de desconstrucción de autocracia.
Un concepto “fuerte” de democracia
No es posible conceptuar democracia sin conceptuar autocracia. Y no es posible hablar de la autocracia sin hablar de la guerra. Como decía la letra de una antigua canción alemana, en una frase que llegaría a ser cómica si no fuera trágica: “contra los demócratas, solamente los soldados ayudan”.
En virtud de una conjunción particularísima – probablemente fortuita – de varios factores, las sociedades humanas en la Antigüedad lograron abrir una brecha en la cultura autocrática (patriarcal, jerárquica y guerrera), ensayando pactos de convivencia establecidos en redes de conversaciones entre iguales, que aceptaban la legitimidad del otro y valoraban su opinión y no sólo su conocimiento técnico o su saber científico o filosófico. Registros históricos apuntan a que esto sucedió en las ciudades griegas, entre los años 509 y 322 antes de la Antigüedad, pero no es improbable que haya ocurrido también, de modo más fugaz, en otras ocasiones y lugares (el relato profético de la llamada Asamblea de Siquém, ocurrida en la Palestina entre los siglos 12 y 11 (?) tal vez constituya un indicio importante en ese sentido). Así surgió la democracia como una experiencia de conversación en un espacio público, quiere decir, no privatizado por el autócrata.
Desde el punto de vista de los sistemas autocráticos, ampliamente predominantes, la democracia – para usar una expresión de Saint-Exupery, empleada en otro contexto (en el libro “Correo Sur”) – fue “un error en el cálculo, un fallo en la armadura...” debidamente corregida en los dos mil años siguientes a la experiencia de los griegos. Cuando los modernos intentaron reinventarla, sólo entonces se pudo percibir toda la fuerza de la tradición autocrática. En los dos siglos posteriores a las osadías teóricas de Althusius (1603), Spinoza (1670) y Rousseau (1762) – que lanzaron los fundamentos para la reinvención de la democracia por los modernos: la idea de política como vida simbiótica de la comunidad, la idea de libertad como sentido de la política y la idea de democracia como régimen político capaz de materializar el ideal de libertad como autonomía –, los pensadores políticos se posicionaron, en su inmensa mayoría, francamente en contra la democracia. La sentencia de Burke (1790), según la cual “la democracia es la cosa más vergonzosa del mundo”, es emblemática del ánimo autocratizante que se vigorizó en los dos milenios anteriores a la época en que reinventamos la democracia.
Cuando, finalmente, la democracia comenzó a ser reensayada de verdad por los modernos, la política se hizo escenario de una tensión permanente entre tendencias de autocratización y de democratización de la democracia.
Nada indica que esa tensión haya desaparecido en la contemporaneidad. Aunque este sea un esquema explicativo, se puéde escribir la historia de la democracia como la historia de un enfrentamiento, en que, de un lado, permanecían las actitudes míticas, sacerdotales y jerárquicas que mantenían las tradiciones y, de otro, surgían actitudes utópicas, proféticas y autónomas que fundaron la modernidad.
La brecha democrática no fue abierta de una sola vez. Fue abierta y cerrada varias veces. Y continúa, en los últimos dos siglos, siendo ensanchada y estrechada de modo intermitente. De ese punto de vista, lo que llamamos democratización no es más que el proceso de alargamiento de esa brecha.
Muy antes que los griegos, el principal movimiento autocratizante fue la guerra. La guerra ya era considerada por los griegos como una actividad no-democrática (a rigor, de ellos, era una realidad apolítica, como observó genialmente Hannah Arendt: c. 1950, en sus varios estudios “Sobre el sentido de la política”, publicados póstumamente) (1). En el plano conceptual, guerra y democracia (o política practicada ex parte populis) son originalmente incompatibles.
Después de los griegos, la guerra fue el medio universal para acabar con la política (democrática) o para estrechar la brecha que abría en los sistemas de dominación. Guerra como modo de regular conflictos y de alterar la morfología y la dinámica de la red social para prepararse para el conflicto externo (por medio del llamado “estado de guerra”, instalado internamente) fue el medio por lo cual la tradición política pudo perpetuarse, no sólo derrotando enemigos de modo violento, sino también construyendo tales enemigos continuamente con el objetivo de preservar una morfología y una dinámica social que, erigida en función de la guerra, se constituyó como un complejo cultural. Usándose una metáfora contemporánea, se trata de un programa (software) que fue instalado en la red social y adquirió capacidad de modificar esa red (hardware) para poder auto-replicarse.
La guerra sintetiza lo contrario de la democracia: se niega la legitimidad del otro, se desvaloriza su opinión – a punto de no permitirse siquiera su pronunciamiento – y son abolidos totalmente los espacios (públicos) donde las opiniones de los ciudadanos puedan interaccionar y polinizarse mutuamente (por medio de la conversación en la plaza, ej. en el espacio público).
La guerra, por su propia naturaleza, impone mistificación de la historia, sacerdotalización del saber y jerarquización de las relaciones sociales. La visión de la historia pasa a ser orientada por la idea de que existe un homo hostilis (inherentemente competitivo) condenado a luchar eternamente para hacer prevalecer sus intereses (egotistas) sobre los de los demás. La visión del saber pasa a ser orientada por la idea de que el avance de la humanidad es consecuencia del avance tecnológico de un homo faber (fabricante de herramientas, que inmediatamente serán usadas como armas); y qué la mistificación del conocimiento técnico, entronizado como criterio meritocrático (sacerdotal por cuanto basado en el secreto que introduce opacidad en los procedimientos y organizado en grados de ordenación, quiere decir, de capacidad de reproducir una determinada orden). La visión del poder pasa a ser orientada por la idea de que existen formas de organización social que serían “naturales” o ineludibles para el establecimiento de aquel control social sin el cual la sociedad sería destruida por sus enemigos externos o por sus propios integrantes (en la base de la bellum omnium contra omnes están las ideas de orden top down, piramidal, como control centralizado o multicentralizado, de flujo comando-ejecución, de disciplina y obediencia, finalmente, de poder como capacidad de mandar a alguien hacer algo contra su voluntad). Todo eso pasa a valer no sólo como repertorio de iniciativas y medidas para destruir al enemigo externo (o para no ser destruido por él), pero también como norma para regir la vida interna de las sociedades, aún en tiempos de paz (tiempos esos que deben ser dedicados a la preparación para la guerra, en la línea de que “si quieres la paz, te debes prepara para la guerra”, lo que deja claro que la guerra es promovida a una condición de realidad inexorable u omnipresente). En este párrafo tal vez estén reunidos todos los elementos para una conceptualización de la autocracia e, inversamente, de la democracia.
Sin embargo, es obvio que por fuerza de sus consecuencias humanas, sociales y ambientales desastrosas, la guerra no puede ser bien-vista por los ciudadanos. Sin la guerra como institución, sin embargo, no hay cómo mantener las estructuras verticales de poder y las normas autocratizantes que a acompañan. Además, con la expansión de la democratización, las guerras tienden a reducirse; por ejemplo, naciones democráticas no suelen guerrear entre sí. Esa es la principal contradicción que vive la autocracia, visto que ella no puede subsistir sin la guerra.
En la ausencia de guerra, el proceso de autocratización sería inmediatamente suplantado por lo proceso de democratización. Por eso es por lo que, a partir de la modernidad, el ímpetu regresivo de las tendencias autocratizantes viene manifestándose no solo en la guerra sino en las concepciones y prácticas políticas que toman la política como una especie de continuación ‘de la guerra por otros medios’.
Es así que, en épocas actuales, el gran problema para la política democrática no es prioritariamente la guerra – si bien ella continúe siendo promovida por quistes autocráticos instalados en países democráticos contra países no-democráticos, por países no-democráticos contra países democráticos y por países no-democráticos entre sí – sino el ejercicio de la política como “arte de la guerra” (esa sí, practicada universalmente como realpolitik).
Lo que se ha escrtio sobre democracia.
Desde el punto de vista del concepto de democracia presentado mas arriba, es sorprendente el hecho que tengamos tan poca reflexión acumulada. Está claro que es más sorprendente aún el hecho que, después de la experiencia de los griegos, la democracia había retrocedido, no avanzado. Y que eso haya ocurrido tanto en la práctica como en la teoría.
Sobre el tema hay, por supuesto, muchas controversias. Algunos intentan interpretar la República romana como una versión (latina) de la democracia (griega) (2). Pero, todo indica, que no se trata exactamente de la misma cosa, visto que el sistema de gobierno con participación popular de los romanos no reunía aquellos tres atributos – de isonomia, isologia y isegoria – que caracterizaban el funcionamiento de la comunidad (koinomia) política de Atenas y de otras ciudades griegas del periodo democrático (509-322). Si encaráramos la democracia, en su sentido “débil”, sólo como sistema de gobierno (popular) – y no, en su sentido “fuerte”, como sistema de convivencia o modo de vida comunitaria que, por medio de la política practicada ex parte populis, regula la estructura y la dinámica de una red social – percibiremos que varias otras experiencias surgieron concomitante y posteriormente a la experiencia de los griegos: Roma (del final del siglo VI ac hasta mediados del siglo II), gobiernos locales en ciudades italianas (como Florencia y Venecia, por ejemplo, del inicio del siglo 12 hasta mediados del siglo XIV), así como otras experiencias endógenas de gobierno que admitían alguna forma de asamblea con participación más o menos popular (en Inglaterra, en la Escandinavia, en los Países Bajos, en Suiza y en otros puntos al norte del Mediterráneo). De cualquier modo, fueron experiencias insuficientes ante la tendencia autocrática predominante. En la mejor de las hipótesis, considerándose la República romana como una especie de democracia, un interregno autocrático de mil años (de 130 ac. a 1.100 dc). En el peor de los casos – que, no por casualidad, es de más necesita y la que hace más sentido – ese intervalo fue de más de dos mil años (de 322 a. Y. C. hasta el siglo 18).En la teoría, ocurrió el mismo. Además de la falta de experiencias suficientes de democracia, tuvimos la falta de reflexión teórica sobre el tema. Buena parte de la literatura política – que, no por casualidad, es más precisa y que la tiene más sentido – fue fuertemente influenciada por las ideas autocráticas. Basta ver que, con raras excepciones, los más conocidos pensadores de la política que surgieron desde Platón (y Sócrates, tanto el platónico, cuanto el xenofóntico), pasando por los medievales y hasta por los contemporáneos de Thomas Hobbes y sus sucesores (en las siete u ocho generaciones siguientes), eran contrarios a la democracia.
En una lista incuestionable de dos decenas de clásicos sobre política, del siglo V antes de cristo hasta finales del siglo XVI (de Platón a Althusius) no se encuentra un solo pensador democrático. Tal vez con excepción, parcial, de Aristóteles y del propio Althusius – aunque no militaban especialmente en contra de la democracia – la totalidad de esos pensadores eran autocráticos.
Cuando Spinoza afirmó (en 1670) – contrariando Hobbes – que el fin de la política no era la orden y sí la libertad, no se hizo la luz. Así como los antecesores de Spinoza (en los dos milenios anteriores) fueron contrarios a la democracia de alguna forma, sus sucesores (en los dos siglos siguientes) cuando no se posicionaron abiertamente contra la democracia, se pusieron a releerla de una forma que acabó vaciándola de su contenido. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII no hubo ninguna lectura decente de la democracia griega que hubiera rescatado o preservado sus propuestas fundamentales (su “gen” o meme) desde el punto de vista del concepto expuesto en la sección anterior de esta Introducción. En verdad, de Althusius (1603) a Stuart Mill (1861) no conocemos mucho más que media docena de pensadores políticos que haya, de ese punto de vista, contribuido decisivamente para recuperar y reinterpretar, a la luz de las condiciones de la modernidad, los elementos fundamentales de la democracia de los antiguos (la libertad, la igualdad de expresión y la valorización de la opinión y el ejercicio de la conversación en el espacio público).
Entre los clásicos de la política, del siglo VI antes de cristo hasta la mitad del siglo XX, es decir, desde los demócratas atenienses hasta Hannah Arendt, no tenemos, por increíble que parezca, muchas reflexiones sobre democracia (en el sentido “fuerte” del concepto). Aunque se pueda situar el surgimiento de la democracia a finales del siglo VI, a partir de la reforma de Clístenes (509), los escritos sobre democracia sólo van a aparecer realmente en el siglo V. Ésquilo, en “Los Persas” (472), afirma la libertad de los atenienses (opuesta a la servidumbre de aquellos que tienen un señor). Pero es con Eurípedes, en “Las Suplicantes” (422), que surge, por primera vez, un concepto más acabado de democracia (tomando como modelo Atenas, con la descripción de algunos de sus mecanismos, como la asamblea democrática, por ejemplo).
Desde el siglo VI, por lo tanto, no tenemos nada, sólo noticias de la legislación introducida por Sólon: si bien ese sea un marco importante para el desarrollo ulterior de la democracia, no hay aún propiamente una teoría democrática, sino menciones y delineamentos esparcidos que surgen en los géneros literarios de la historia y de la tragedia. Fuera del mundo griego, hay un libro importante que probablemente surgió en esa época (o un poco antes): el “Tao-te King” de Lao Tzu (604 ac.), pero solamente con mucho esfuerzo interpretativo (y alguna inspiración) podemos encontrar en sus páginas algún pensamiento compatible con la idea posterior de democracia. Aunque parezca haber de hecho algo profundamente democrático en Lao Tzu – en la medida en que, para él, la paz es el camino, tanto en términos individuales como colectivos – es difícil, muy difícil, establecer una relación entre esa raíz conceptual y las formas que la democracia vino a asumir en Atenas.
Del siglo V, tenemos dos textos que podrían ser considerados como discursos políticos, ambos autocráticos: “El Arte de la Guerra” (c. 500) de Sun Tzu; y “Los Analectos” de Confúcio (c. 490). Y, está claro, el ya mencionado “Las Suplicantes” (422) de Eurípedes. Y del siglo IV, tenemos a Platón (427-347): “La República”, “Lo Político” y “Las Leyes” (que no son obras a favor de la democracia; por el contrario). Y tenemos también Aristóteles (383-322): “La Política” y “La Constitución de Atenas”.
De los siglos III y II ac, para no decir que no tenemos nada, se registra, con alguna buena voluntad, sólo un clásico, de Han Fei Zi (280-234 ac.): “El Arte de la Política (Los hombres y la ley)”, pero nada hay, como es obvio, de democrático o de compatible con la democracia en ese texto. Y del siglo I antes de cristo, tenemos sólo Cícero (106-43 ac.): “De Republica”, “De Legibus” y “De Officiis” (lo que no es poca cosa, pero igualmente no recupera el concepto original de democracia en su sentido “fuerte”).
De los siglos II la XII de nuestra era, no conocemos absolutamente nada. Del siglo XIII, tenemos solamente Tomás de Aquino (1225-1274): “De Regimine Principum” (lejos, muy lejos de la idea de democracia). Y del siglo XIV, tenemos al Dante Alighieri: “De Monarchia” (1312); y Marcílio de Padua: “Defensor Pacis” (1324).
Del siglo XV, no tenemos nada significativo. Y del siglo XVI, tenemos cinco pensadores clásicos, ninguno de ellos democrático; por el contrario. Son los casos de Maquiavel: “El Príncipe” (1513) y Discursos “sobre la primera década de Tito Livio” (1519); Thomas Morus: “La Utopía” (1516); La Boétie: “Discurso de la servidumbre voluntaria” (1548); Francesco Guicciardini: “Recuerdos Políticos y Civiles” (1576); Jean Bodin: “Los Seis Libros del Estado (o de la República)” (1576); y Giovanni Botero: “La Razón de Estado” (1589).
El siglo 17, finalmente, surgieron algunos pensadores que lanzaron las bases para una reinvención de la democracia por parte de los modernos, como Althusius: “Política” (1603); y Spinoza: “Tratado Teológico-Político” (1670) y “Tratado Político” (1677). Pero la mayor parte de la literatura clásica sobre la política conocida de ese siglo no es democrática ni compatible con la democracia en el sentido “fuerte” del concepto, como se puede ver en Tommaso Campanella: “La Ciudad del Sol” (1602); Grotius: “De iuri belli ac pacis” (1625); Richelieu: “Testamento político” (c. 1632-1639); Baltazar Gracián :“El Arte de la Prudencia” (1647); Hobbes: “De cive” (1642) y Leviatã “” (1651); Cardenal Mazarin: “Breviario de los Políticos” (1683); Leibniz: “Elementa iuris naturalis” (1688); y Locke: “Dos Tratados sobre el Gobierno” (1690) – con excepción de este último (3).
Del siglo XVIII cabe destacar algunos pensadores (y el network de Filadelfia), comenzando con Rousseau: “Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres” (1754) y “El contrato social” (1762); pasando por Thomas Jefferson y por la “Declaración de Independencia de Estados Unidos de América” (1776), por “Publios” (Alexander Hamilton, John Jay y James Madison): “El Federalista” (1787-1788), en especial Madison en un comentario sobre la Constitución de Estados Unidos (1787); y llegando Thomas Paine: “Derechos del Hombre” (1791). Pero con la posible excepción de Montesquieu: “El Espíritu de las Leyes” (1749) y de algún otro, se constata aún una fuerte influencia autocrática en la mayoría de los pensadores de ese período, como François de Callières: “Como negociar con Príncipes” (1716); Hume: “Investigación sobre la Comprensión Humana” (1748); Beccaria: “De los Delitos y de las Penas” (1764); Sieyès: “Lo que es el Tercer Estado” (1789); la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” (1789); Bentham: “Introducción a los principios de la moral y de la legislación” (1789); Burke: “Reflexiones sobre la Revolución Francesa” (1790); von Humbolt: “Ensayo sobre los límites de la actividad del Estado” (1792); y Kant: “La paz perpetua” (1795) y “Metafísica de las Costumbres” (1797).
Fue solamente el siglo IXX en que comenzaron a aparecer, en mayor cantidad, las semillas de un pensamiento realmente democrático en el sentido “fuerte” del concepto (por ejemplo, con Tocqueville, Stuart Mill y algunos otros), pese a que aún es un pensamiento cercado por ideas autocráticas. Se registran como clásicos de ese periodo, Ficht: “Discursos a la Nación Alemana” (1808); Bentham: “Sofismas Políticos” (1816); Benjamin Constant: “Principios de la política” (1815) y “Discurso sobre la Libertad de los Antiguos Comparada con la Moderna” (1819); Hegel: “Principios de Filosofía del Derecho” (1821); Carl von Clausewitz: “De la Guerra” (1832); Tocqueville: “La Democracia en América” (1835) y “El Antiguo Régimen y la Revolución” (1856); Proudhon: “Lo que es la Propiedad” (1840); Marx: “Crítica de la filosofía hegeliana del derecho” (1843) y “La cuestión judaica” (1843); Thoreau: “Desobediencia Civil” (1849); Stuart Mill: “Sobre la Libertad” (1859) y Sobre “el Gobierno Representativo” (1861); y Mosca: “Elementos de Ciencia Política” (1896).
Así llegamos al siglo XX. Pero si incluimos la categoría de "clásicos" solo los escritos políticos surgidos hasta mediados de aquel siglo, percibiremos que no tuvimos una gran difusión de ideas y teorías democráticas. Con excepción de John Dewey y Hannah Arendt, aún hay una rancia concepción autocrática en los principales pensadores políticos de esa época, aún en aquellos que profesan convicciones democráticas y se ocupan principalmente de la democracia, como Sorel: “Reflexiones sobre la Violencia” (1908); Croce: “Filosofía de la Práctica” (1909); Michels: “Los partidos políticos: ensayos sobre las tendencias oligárquicas de las democracias” (1911); Gentile: “Fundamentos de la Filosofía del Derecho” (1916); Pareto: “Las Transformaciones de la Democracia” (1919); Weber: “Economía y Sociedad” (1922); Dewey: “El Público y sus Problemas” (1927), “Viejo y nuevo individualismo” (1929), “Liberalismo y acción social” (1935), “La democracia es radical” (1937) y “Democracia creativa: la tarea que tenemos por edelante” (1939); Carl Schmitt: “El Concepto del Político” (1932); Horkheimer: “Teoría tradicional y teoría crítica” (1937) y “El Estado autoritario” (1942); Schumpeter: “Capitalismo, socialismo y democracia” (1942); Hayek: “El camino de la servidumbre” (1944); Polanyi: “La Gran Transformación” (1944); Kelsen: “Teoría general del Derecho y del Estado” (1945) y “Los Fundamentos de la Democracia” (1955); Gramsci: “Cuadernos de la Cárcel” (1947); y Hannah Arendt: “¿Qué es la política?” (1950), “Los Orígenes del Totalitarismo” (1951), “¿Que es libertad?” (1954), “La condición humana” (1958) y “Sobre la revolución” (1963). En ese periodo, cabe destacar también, fueron lanzados los fundamentos del actual pensamiento autocrático disfrazados de democrático, propio de las llamadas izquierdas contemporáneas, en virtud de una fusión pragmática de la visión de Schmitt (realpolitik) con la de Gramsci (conquista de hegemonía).
Frente a este cuadro se puede afirmar que no se ha perdido gran cosa del “gen” (o del meme) de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto), quien rehiciera la trayectoria de los clásicos hilvanando una abreviadísima secuencia como la siguiente: (1º) Los demócratas de Atenas (Clístenes, Péricles, Temístocles, Protágoras, Polícrates etc, de los que se puede inferir de sus pensamientos valiéndose de la lectura de la historia, de las oraciones fúnebre, de la tragedia y de la filosofía – en especial por la vía de sus críticos, como Platón y Sócrates platónico) => (2º) Althusius => (3º) Spinoza => (4º) Rousseau => (5º) “Públius” (Alexander Hamilton, John Jay y James Madison)=> (6º) Paine => (7º) Tocqueville => (8º) Mill => (9º) Dewey => (10º) Arendt. O sea, para absorber la idea de democracia en el sentido “fuerte” (o la “democracia como idea”, como quería Dewey) – y esa es una constatación para lamentar, si bien la afirmación sea polémica, sobre todo a los ojos de los que gustan de historizar el concepto de democracia hasta que de él se desvanezca todo su contenido sustantivo – no es necesario más que leer los clásicos.
Hay muchas cosas que podrían ser consideradas importantes en el siglo IXX y en el siglo XX, como los escritos utopistas, anarquistas y socialistas (Fourier, Owen, Engels, Bakunin, Kropotkin, Kautski, Lenin, Trostski, Rosa Luxemburgo, Kollontai, Korsch, Lukács, y varios otros), pero – desde el punto de vista de la democracia, tanto en su sentido “débil”, cuanto en su sentido “fuerte” – no hay, vamos a decir así, grandes contribuciones a la teoría de la democracia en esos autores. En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, sobre todo en su tercero cuarto, surgieron obras importantes, como Sartori: “Democracia y definición” (1957) y “La teoría democrática revisada” (1987); Aron: “Paz y guerra entre las naciones” (1962) y “Democracia y totalitarismo” (1965); Berlin: “Cuatro ensayos sobre la libertad” (1969); Macpherson: “Teoría democrática” (1973) y “La democracia liberal y su época” (1977); Clastres: “La sociedad contra el Estado” (1974) etc.
Del final del siglo XX, ya de entre los contemporáneos (si consideramos a los que publicaron en los últimos 25 años o en el tiempo de la presente generación), tenemos aparentemente muchas cosa. Pero sólo aparentemente. Como fundamental, tenemos a Lefort: “La invención democrática: los límites de la dominación totalitaria” (1981); Bobbio: “Ética y Política” (1984), “El futuro de la democracia: una defensa de las reglas del juego” (1984) y “Estado gobierno, sociedad: para una teoría general de la política” (1985); Ágnes Heller (con Ferenc Feher) con varios textos, como los consolidados en las colecciones: “Anatomía de la izquierda occidental” (1985) y “La condición política post-moderna” (1987); Huntington: “La tercera ola” (1991); Przeworski: “Capitalism and Social Democracy” (1985) y “Democracy and the market” (1991); Amartya Sen: “Desigualdad reexaminada” (1992), “Libertades y necesidades” (1994), “Democracia como un valor universal” (1999) y “Desarrollo como libertad” (1999); Jürgen Habermas: “Facticidad y validez” (1992) y “Between Facts and Norms: Contributions to la Discourse Theory of Law and Democracy” (1996); John Rawls: “El liberalismo político” (1993); Robert Dahl: “La democracia y sus críticos” (1989) y “Sobre la democracia” (1998); y Cornelius Castoriadis: “Sobre ‘El Político’ de Platón” (edición póstuma de seminarios realizados en 1986) (1999). Tenemos aún una extensa literatura comprometida en el debate actual sobre la democracia directa, participativa y deliberativa, de la cual pueden ser citados, como ejemplos significativos, Gutman: “Liberal Equality” (1980) y “Democratic Education” (1987); Barber: “Strong democracy: participatory politics que sea la New Actúa” (1984); Burnheim: “Is democracy possible? The alternative to electoral politics” (1985); Fishkin: “Democracy and deliberation” (1991) y “The voice of the people: public opinion and democracy” (1997); Sunstein: “The Partial Constitution” (1993); Andrew Arato & Jean Cohen: “Civil Society and Political Theory” (1994); Hirst: “Associative Democracy: new forms of social and economic governance” (1994); Bohman: “Public Deliberation” (1996); Budge: “The new challenge of direct democracy” (1996); Nino: “The Constitution of Deliberative Democracy” (1996); Chantal Mouffe: “The return of the Political” (1993) y “The Democratic Paradox” (2000); Walzer: “On toleration” (1997) y Joshua Cohen: “Procedure and Substance in Deliberative Democracy” (1996) y “Democracy and Liberty” (1998).
Tenemos, por último, algunas de las cosas más prometedoras, como los trabajos sobre las propuestas cooperativas de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) de Humberto Maturana: “Biología del fenómeno social” (1985), “Herencia y medio ambiente” (con Jorge Luzoro) (1985), “Ontología del Conversar” (1988), “Lenguaje y realidad: el origen de lo humano” (1988), “Una mirada a la educación actual desde la perspectiva de la biología del conocimiento” (1988), “Lenguaje, emociones y ética en el quehacer político” (1988), “El sentido de lo humano” (1991), “Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado a la Democracia” (con Gerda Verden-Zöller) (1993) y “La democracia es una obra de arte” (s. /d). Y algunos buenos intentos de recuperar el pensamiento político de Dewey, como a de Axel Honneth: “Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy” (1998) (4).
En el siglo XXI, hay mucha gente que aún continúa anclada el siglo XX (o en el IXX). Permanece aquella curiosa corriente gramsciana (surgida en la década pasada) de defensores de la democracia participativa o deliberativa (supuestamente en favor del pueblo) contra la democracia representativa liberal (de las élites, supuestamente contra el pueblo) – compuesta, por más contradictorio que eso pueda parecer, por ‘pensadores de la democracia no convertidos a la democracia’ – que permanecen trabajando con el autocrático como concepto de hegemonía. Pero hay también una usina anticipadora de las semillas de un nuevo pensamiento democrático que, aunque haya comenzado a manifestarse en los últimos años del siglo pasado, ya se encaminaba hacia el futuro. Entran aquí las formulaciones sobre democracia digital o democracia en tiempo real (cyberdemocracy), las investigaciones sobre la inteligencia colectiva y sobre la emergencia (sobretodo en los estudios sobre las sociedades como sistemas complejos adaptativos), las reflexiones sobre las innovaciones políticas ensayadas en redes comunitarias de desarrollo y la llamada pluriarquia o la democracia en redes sociales distribuidas (peer-to-peer). Se incluyen en esta categoría las teorías del capital social que brotaron los años 90 y el llamado netweaving (una creación del final de la primera mitad de la década actual) (5).
Quien que quiera dar continuidad a su formación clásica desde el punto de vista del concepto (“fuerte”) de democracia esbozado en la primera sección de esta introducción, debería concentrarse, básicamente, en John Dewey, Hannah Arendt y Humberto Maturana. De los clásicos, vale la pena considerar, además de los ya citados Dewey y Arendt, en especial Aristóteles (confrontado con Platón), Althusius (confrontado con Jean Bodin), Spinoza (confrontado con Hobbes), Rousseau, Madison y Paine (confrontado con Burke), Tocqueville y Stuart Mill. Pero las nuevas teorías democráticas capaces de recuperar el meme democrático original y reinterpretarlo a la luz de las condiciones del siglo 21 aún están por ser elaboradas.
Aprender democracia es desaprender autocracia
No basta, sin embargo, conocer las reflexiones teóricas sobre las diversas experiencias de democracia y las teorías normativas inspiradas por tales reflexiones. La democracia no es un régimen determinado, no es un modelo aplicable a múltiples circunstancias, sino un movimiento o una actitud constante de desconstrucción de autocracia. Así, según el concepto (“fuerte”) de democracia aquí presentado, aprender democracia es desaprender autocracia.
Una de las posturas más importantes en la formación de liderazgos para el ejercicio de la política democrática es aprender a percibir las señales de la mentalidad y de las prácticas autoritarias y los síntomas de los procesos de autocratización de la política. No se trata sólo de conocer las teorías y lo que dijeron los clásicos de la llamada ciencia política sobre el asunto. Se trata de la capacidad de identificar patrones, lo que forma parte de aquellos conocimientos tácitos del “arte” de la política que deben ser adquiridos por la observación atenta de la propia experiencia y de las experiencias ajenas.
Pequeño o grande, el poder autoritario se comporta siempre de manera semejante. No importa si el agente que no está convencido del valor de la democracia está dirigiendo una pequeña ONG de barrio, un partido o un gobierno. Hay un patrón de comportamiento que se hace presente en todas las prácticas antidemocráticas y que se revela como poder de obstruir, separar y excluir. En los casos más exacerbados, el poder ejercido de tal manera puede perseguir, detener, torturar y matar, sólo no haciéndolo, en muchas situaciones, en virtud de la falta de condiciones para ello.
Un proceso de formación política democrática debería contemplar el estudio cuidadoso de ese “patrón Darth Vader” (para usar la excelente metáfora de la serie “Star Wars”, de George Lucas). En ese sentido, se puede aprender mucho leyendo, por ejemplo, Ryszard Kapuscinski: “Cesarz” (1978), que fue publicado en Brasil bajo el título “El Emperador: la caída de un autócrata”. Por medio de una narrativa impresionante, basada en entrevistas hechas por el autor – el periodista polonés Kapuscinski – con antiguos colaboradores de Hailé Selassié I, él describe las bambalinas del palacio del tirano que gobernó Etiopía por 44 años (6). O con Simon Sebag Montefiore: “Stalin: la corte del cesar rojo” (2003), también basado en entrevistas hechas por el periodista Montefiore con los supervivientes y los descendientes de la era stalinista y en investigaciones, en cartas y otros documentos que sólo recientemente fueron liberados, el libro describe la intimidad del poder despótico que hasta hace poco era medio desconocida, revelando su faz brutal (7). O, también, con Jung Chang y Jon Halliday: “Mao: la historia desconocida” (2005), en lo cual Chang (ya conocida por su excelente “Cisnes salvajes”) y su marido Halliday, emprendieron una investigación monumental para describir la otra faz de la vida de Mao Tse-Tung, que – según la palabra de los autores – “durante décadas detentó el poder absoluto sobre la vida de un cuarto de la población mundial y fue responsable por más de 70 millones de muertes en tiempos de paz, más que cualquiera otro líder del siglo XX” (8). Este último es, de todos, el libro más impresionante que tal vez ya haya sido escrito sobre las consecuencias maléficas de la conducción del Estado en las manos de un líder con la determinación de conquistar y de mantener el poder a cualquier costo (9).
Se puede decir que las tragedias de esos regímenes comandados por Selassié, Stalin y Mao son cosas muy distantes de las situaciones en que viven los países democráticos actuales. Pero las cosas no están bien así. El “patrón Darth Vader” que se manifestó en alto grado en el comportamiento de esos tres autocratas puede también estar presente en otros líderes, pequeños o grandes, no consiguiendo muchas veces desarrollarse en virtud de circunstancias ambientales o institucionales adversas. Tales circunstancias, que provienen de configuraciones sociales colectivas, cuando son favorables al emplazamiento de un sistemas de dominación determinado tienden a reforzar y a retroalimentar actitudes míticas frente a la historia, sacerdotales frente al saber, jerarquías frente al poder y autocráticas frente a la política. Toda vez que la red social es obstruida, toda vez que se introducen centralizaciones en la tela de conexiones o de caminos que conectan los nudos de esa red distribuida, se genera una configuración más favorable al crecimiento y la manifestación de ese poder vertical que está en el “ADN” de la civilización patriarcal y guerrera. La democracia, como percibió Humberto Maturana (1993), es una brecha en ese paradigma civilizatorio (10).
Comprendiendo lo que puede florecer en ambientes sociales fuertemente centralizados y en los cuáles los modos de regulación de conflictos no son democráticos, podemos percibir las señales e interpretar los síntomas del proceso de autocratización de la política dondequiera que surjan, inclusive en el interior de los regímenes formalmente democráticos. Se puede, inclusive, aprender a detectar las tentativas contemporáneas de autocratización de la democracia, basadas en el uso instrumental de la democracia en el sentido “débil” del concepto (quiere decir, en la utilización de algunos de los mecanismos, instituciones y procedimientos de la democracia representativa, como el sistema electoral), para frenar el proceso de democratización de las sociedades, sea por la vía de las protodictaduras (que se caracteriza, fundamentalmente, por la abolición legal o de hecho del recambio democrática), sea por el empleo de la manipulación en amplia escala, como ocurre en las nuevas vertientes del populismo que vienen siempre acompañadas del saqueo del Estado, de la corrupción del Estado, de la corrupción de la política y de la degradación de las instituciones por medio de la privatización partidaria de la esfera pública y del aparatemiento de la administración gubernamental (11).
De cualquier modo, para conocer el poder vertical – su “anatomía” y su “fisiología”, vamos a decir así – debemos estudiarlo en estado puro (o casi), como ocurrió en la Etiopía de Selassié, en la Unión Soviética de Stalin y en China de Mao. Después será más fácil percibir sus indicios en nuestra vida cotidiana, inclusive cuando surgen en una pequeña organización (12).
Notas
(1) Arendt, Hannah (c. 1950). ¿Que es política? (Frags. de las “Obras Póstumas” (1992), compilados por Ursula Ludz). Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1998.
(2) Cf. Dahl, Robert (1998). Sobre la democracia. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(3) El caso de Hobbes es notable, pues además de haber producido los fundamentos para una justificación filosófica de la autocracia, también sustrajo las propuestas cooperativas de cualquier idea democrática, teniendo una influencia destacada sobre gran parte de los pensadores de otras disciplinas científicas que surgieron ulteriormente – como la biología de la evolución y la economía – hasta, prácticamente, el final del siglo IXX. Al respecto vale la pena leer el brillante pasaje de Matt Ridley (1996) en el libro Los orígenes de la virtud: “Thomas Hobbes fue el antepasado intelectual de Charles Darwin en línea directa. Hobbes (1651) generó David Hume (1739), quién generó Adam Smith (1776), quién generó Thomas Robert Malthus (1798), quién generó Charles Darwin (1859). Fue después de leer Malthus que Darwin dejó de pensar sobre competición entre grupos y pasó a pensar sobre competición entre individuos, cambio que Smith había hecho un siglo antes. El diagnóstico hobbesiano – aunque no la receta – aún está en el centro, tanto de la economía cuanto de la biología evolutiva moderna (Smith generó Friedman; Darwin generó Dawkins). En la raíz de las dos disciplinas está la noción de que, si el equilibrio de la naturaleza no fue proyectado desde arriba sino que surgió desde bajo, hay motivo para pensar que se trata de un todo armonioso. Más tarde, John Maynard Keynes diría que “El Origen de las Especies” es “simple economía ricardiana expresa en lenguaje científico”. Y Stephen Jay Gould dijo que la selección natural “era esencialmente la economía de Adam Smith vista en la naturaleza”. Karl Marx hizo más o menos la misma observación: “Es notable”, le escribió a Friedrich Engels, en junio de 1862 “, como Darwin reconoce, entre los animales y las plantas, la propia sociedad inglesa a la cual pertenencia, con su división de trabajo, competición, apertura de nuevos mercados, ‘invenciones’ y la lucha malthusiana por la existencia. Se trata de un 'bellum omnium contra omnes de Hobbes' ".. Cf. Ridley, Matt (1996). Los orígenes de la virtud: un estudio biológico de la solidaridad. Río de Janeiro: Record, 2000. Sobre las propuestas competitivas o cooperativas de la democracia ver el Epílogo de este libro.
(4) Honneth, Axel (1998).“Democracia como cooperación reflexiva. John Dewey y la teoría democrática hoy”, (publicado originalmente en “Political Theory”, v. 26, diciembre 1998) traducido en la colección Souza, Jessé (org.) (2001). Democracia hoy: nuevos desafíos para la teoría democrática contemporánea. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001. Maturana y los otros (pocos) pensadores, como Honneth, que buscan fundamentos cooperativos para la democracia – totalmente desconsiderados por los llamados ‘científicos políticos’ actuales – son excepciones. La mayoría de los contemporáneos – y nos referimos a aquellos realmente convertidos a la democracia y no a los que pretenden usarla instrumentalmente para implementar un proyecto autocrático de poder – parece haber heredado de los modernos la obligación de justificar, a cada instante, que la democracia en los moldes griegos no podría funcionar en las complejas sociedades de la actualidad, en países con un gran número de habitantes con derecho de opinar y decidir (tal vez olvidando de resaltar que la democracia de los griegos era una experiencia comunitaria, incluso imposible de materializar en el estado-nación de moderno y que el problema está en este tipo de organización política general y no en la imposibilidad técnica de encontrar procesos más proactivos capaces de viabilizar la formación democrática de la voluntad política colectiva). Es lo que veremos en el Epílogo de este libro.
(5) Hay una literatura no-directa o explícitamente política que comenzó a aparecer a partir del final de la década pasada y, en gran medida, ya en el presente siglo, que constituye, tal vez, la materia-prima para las nuevas formulaciones sobre la democracias que deberían surgir los próximos años (disponible en las indicaciones de lectura y en las notas del capítulo s) centralización de este libro).
(6) Kapuscinski, Ryszard (1978). El Emperador: la caída de un autócrata. São Paulo: Compañía de las Letras, 2005.
(7) Montefiore, Simon Sebag (2003). Stalin: a corte del cesar rojo. São Paulo: Compañía de las Letras, 2006.
(8) Chang, Jung y Halliday, Jon (2005). Mao: la historia desconocida. São Paulo: Compañía de las Letras, 2006.
(9) Sobre eso, valdría la pena conocer también el libro de Robert Service (2000), “Lenin, the Biography” (traducido en Brasil como “Lenin: la biografía definitiva”. Río de Janeiro: Difel, 2007).
(10) Cf. Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado a la Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.
(11) Tal uso de la democracia contra la democracia (toma como régimen electoral basado en el voto de la mayoría), sustituyendo los clásicos golpes de Estado de los años 60 y 70 del siglo pasado, constituye hoy la nueva amenaza a la democracia que necesita ser estudiada. El saqueo del Estado, en su forma hard, como en Rusia de Putin, constituye un excelente ejemplo de la vía protodictatorial, pero existen también las formas blandas, como veremos en los capítulos m) demagogia y r) reglas. Aún sobre la vía protodictarial rusa vale la pena leer el excelente libro de la periodista Anna Politkovskaya (2007), recientemente asesinada por el régimen de Putin, titulado “Un diario ruso” (Río de Janeiro: Rocco, 2007).
(12) Existen también algunas obras de ficción que ayudan a comprender la naturaleza y percibir las manifestaciones – explícitas o implícitas – del poder vertical. Poca gente se da cuenta de que es posible aprender más sobre política democrática leyendo atentamente esos libros que estudiando voluminosos tratados teóricos sobre política. Para quien está interesado en la "arte" de la política democrática es importantísimo leer, por ejemplo, la serie de libros de Frank Herbert, que se inicia con el clásico "Dune". Un curso práctico de política democrática debería recomendar la lectura de los seis volúmenes que componen esa serie: Dune (1965), Dune Messiah (1969), Children of Dune (1976), God Emperor of Dune (1981), Heretics of Dune (1984) y Chapterhouse: Dune (1985). Herbert falleció en 1986, cuando estaba trabajando en el séptimo volumen de la serie. Sus libros fueron publicados en Brasil por la Nueva Frontera, con los respectivos títulos: Duna, El Mesías de Duna, Los Hijos de Duna, El Emperador-Dios de Duna, Los Herejes de Duna y Las Herederas de Duna. Un bueno - y además de todo placentero – ejercicio de formación política sería intentar desvelar Dune, desde el punto de vista de aquellas manifestaciones del poder vertical que se contraponen a la práctica de la democracia - quiere decir, de las actitudes míticas frente a la historia, sacerdotales frente al saber, jerárquicas frente al poder y autocráticas frente a la política – realizando exploraciones en este maravilloso universo ficcional de Frank Herbert. Existen otras series de ficción en que se pueden aprender muchas cosas que los libros de política no enseñan. Se destaca, en especial, esa formidable mitología de nuestros tiempos que consagró el personaje Darth Vader: la serie "Star Wars". Sobre esa serie vale la pena leer Decker, Kevin (2005). “Por cualquier medio necesario: tiranía, democracia, república e imperio” in Irwin, William (2005). Star Wars y la filosofía: más poderoso de lo que usted imagina. São Paulo: Madras, 2005.