sábado, 31 de mayo de 2008

Capítulo J | Legitimidad


... que para un que gobierno sea democrático no basta que haya sido elegido sin fraude por la mayoría de la población (pues quién tiene mayoría no siempre tiene legitimidad);

Democracias que transforman urnas en tribunales acaban mutando en protodictaduras.

Decir que para un gobierno sea democrático basta con haber sido elegido sin fraude por la mayoría de la población es una falacia autoritaria. El hecho de que un gobierno haya sido elegido por la mayoría en elecciones limpias es una condición necesaria pero no suficiente para que tal gobierno pueda ser calificado de democrático. Es necesario que el gobierno, elegido democráticamente, también gobierne democráticamente. La elección no es un cheque en blanco, que le da derecho al electo de hacer lo que quiera en nombre de la mayoría obtenida en las urnas: es sólo un episodio en un proceso democrático que de rutina. El carácter democrático de un gobierno debe ser conquistado diariamente por sus opciones y acciones democráticas. Así, un gobierno electo democráticamente dejará de ser plenamente democrático si incumpliese las leyes o promoviese la degradación de las instituciones, ya sea a través de la corrupción o de otras acciones destinadas a desacreditarla, ya sea a través de la perversión de la política; por ejemplo, ocupándolas y subordinándolas para vaciarlas de sentido.
Fujimori, aquel delincuente que gobernó el Perú en la década de 1990, tenía – en el auge de su popularidad, cuando saqueaba las finanzas públicos y violaba derechos humanos – cerca de 70% de aprovación popular. Hitler e Mussolini también tenían la abrumadora aprobación de los pueblos alemanas e italianas antes y aún durante la Segunda Gran Guerra. A causa de eso no se puede decir que hubieren gobernado democráticamente o que tuvieran legitimidad.
Así como la legitimidad no puede ser conferida por la mayoría, tampoco es un atributo de la popularidad (y la confusión entre las dos cosas – como lo hace el electoralismo – acaba siempre siendo letal para la democracia). En un régimen democrático representativo quien da legitimidad a la mayoría, en términos políticos, son las (múltiples) minorías que acatan el resultado de las urnas y acatan, además de eso, el derecho de la mayoría de gobernar, aún no acordando con el contenido de sus acciones, por el hecho de que reconocen que las normas democráticas y las instituciones están siendo respetadas. Si las leyes no fueren respetadas por la mayoría, ella (la mayoría) pierde la legitimidad (y es en ese contexto conceptual que tiene sentido la afirmación de que “la democracia es el imperio de la ley”), aún cuando sus representantes continúen sosteniendo altos índices de popularidad (1).
Si la verificación de los índices de popularidad tuviera la importancia que la política tradicional le atribuye hoy día, el proceso electoral sería casi prescindible: bastaría cotejar los índices de popularidad de dos postulantes a cualquier cargo. La democracia, entretanto, abarca un proceso más complejo aún que la verificación de preferencias individuales. El propio proceso electoral es más complejo, no es raro que provoque cambios bruscos en las corrientes de opinión. Por otra parte, la democracia no puede restringirse al proceso electoral, provocado por el desvío del llamado electoralismo (que puede ser extremadamente peligroso para la democracia cuando, confundiendo popularidad con legitimidad, permite que las mayorías se inicie en el camino del crimen y la corrupción y permanezcan impunes, ya que contarían con el apoyo popular). Pero democracias que transforman urnas en tribunales acaban volcando protodictaduras. ¿Pero si la legitimidad no es conferida por la mayoría, cual sería su fuente en el régimen democrático? Como veremos en el capítulo r) reglas, la legitimidad en la democracia es una consecuencia de la aceptación de los principios de la libertad, de la publicidad (de los actos de gobierno), de la elección, de la rotación (o alternancia), de la legalidad y de la institucionalidad democráticas. Si, basado en los votos que obtuvo o en los altos índices de popularidad que alcanzó, un representante considera que puede no respetar, falsificar o manipular las reglas emanadas de esos principios porque cuenta para eso con el apoyo de la mayoría de la población, entonces tal representante deberá ser considerado ilegítimo. Eso es válido también para aquellos actores políticos que, aún sin haber conseguido ningún tipo representación o sin haber conquistado altos índices de popularidad, que no respeten tales reglas basados en la convicción de que son portadores de la propuesta “correcta” o de la ideología “verdadera” (supuestamente a favor del pueblo – o de una parte escogida de ese pueblo – lo mismo cuando el pueblo, como ocurre frecuentemente, no sepa nada de esto).

Indicaciones de lectura

Aquí también las mejores lecturas son las de noticias y artículos políticos publicados los últimos años, en especial, los ya mencionados textos de Ralf Dahrendorf.

Nota

(1) Sobre la legitimidad, ver los comentarios del capítulo r) reglas.

viernes, 30 de mayo de 2008

Capítulo I | Mayoría

... que la democracia no es el régimen de la mayoría (mas exactamente lo opuesto: el régimen de las múltiples minorías);

La libertad y los derechos de las minorías deben estar protegidos de eventuales humores autocráticos de la mayoría.

Por el contrario de lo que sugiere la visión autocrática de los que pretenden usar la democracia contra la democracia, parasitándola y, para lo tanto, usando una dosis de sentido común, democracia no tiene que ver propiamente con prevalencia de la voluntad de la mayoría y sí con la posibilidad de la existencia de minorías capaces de hacerse mayorías. Como observó correctamente Jon Elster (2007), la alternancia en el poder “es la prueba para saber si estamos ante una envestida hacia democracia o de una democracia verdadera” (1). Regímenes electoralistas no son necesariamente democracias, ni aún en el sentido “débil” del concepto. Son los casos de Venezuela y de Rusia de nuestros días.
No se puede aceptar que la democracia sea el régimen de la mayoría, pues eso sería aceptar la “ley de la selva” cuando la fuerza es medida por el número de votos. Por el contrario, la democracia es un régimen en que las minorías pueden tener condiciones para presentar sus opiniones con la misma libertad que la mayoría y poden siempre manifestarse y hacerse representar en proporción al reconocimiento de su importancia y a su peso relativo en la colectividad.
La idea de democracia como régimen de múltiples minorías (o sea, la idea de que la democracia no es – ni puede ser – el régimen de la mayoría) se refiere a la diversidad y a la necesidad de su mantenimiento por medio de un pacto político – el acuerdo fundante de la democracia – que impida la erección de un poder autocrático, aún dentro de un régimen democrático y en nombre de un principio aparentemente democrático: la voluntad de la mayoría. Pero es evidente que un pacto de esa naturaleza co-implica un grado de cooperación entre los miembros de la sociedad, un referendo asentido por la pompetencia que tendería, como hay en la práctica en parte de las democracias existentes (los tales “simulacros de democracia”), invadidas por enclaves autocráticos, a invalidar o al menos cercear las posibilidades de expresión y de representación de las minorías.
Democracia como regulación mayoritaria de la enemistad política, democracia como ley del más fuerte (de aquel que tiene mayoría, siendo, en el caso, más fuerte, el competidor que tiene más votos), finalmente, democracia como régimen de la mayoría, remite a una visión de democracia rebajada por la idea de que sólo existe un medio de mediar conflictos: estableciendo la prevalencia de la voluntad de la mayoría, revelada en una compulsa (en general por votos). Aparentemente democrática, tal visión, en la verdad, es bastante problemática. En primer lugar, porque establece una dinámica confrontativa de convivencia política, cada competidor intentando constituirse en mayoría para derrotar los adversarios, lo que evoca la idea de que el más fuerte puede imponer su voluntad a los más débiles (aunque aquí el voto ocupe el lugar de las armas o del cuerpo usado como arma, el mismo fundamento incivilizado permanece). En segundo lugar, porque, si la democracia no es el régimen de la mayoría y sí el régimen de las (múltiples) minorías, entonces la libertad y los derechos de las minorías deben estar protegidos de eventuales humores autocráticos (violadores de la libertad) de la mayoría. Caricaturando un poco para mostrar por el absurdo: ¿si la democracia fuera el régimen de la mayoría, una sociedad que tuviera un 60% de blancos y un 40% de negros podría decretar – en elecciones limpias, por mayoría – la esclavitud de los negros?
Hay la cuestión de derechos, que no pueden ser violentados por la mayoría. Además, la democracia debe contemplar la posibilidad de que minorías se puedan hacer mayorías, lo que sólo sucederá si las reglas de juego garanticen a las minorías las mismas condiciones que garantizan a la mayoría (cosa que, en la práctica, no sucede plenamente). Y que sólo sucederá (mínimamente, para que el régimen en cuestión pueda ser llamado de democrático) si esas reglas fueran respetadas por la mayoría, que no puede – basada en el hecho de que es mayoría – alterar tales reglas durante el juego. Cuando la mayoría no obedece a las normas establecidas para hacer (mínimamente) ecuánime la disputa, puede perpetuarse o excederse en el poder, contrariando la rotación democrática. Lo que sólo no ocurrirá si existiese el Estado de derecho e instituciones fuertes, capaces de imponer la prevalencia de las leyes, aún contra la voluntad de la mayoría.
Ese es el motivo por el cual mayorías nacionales no-convertidas a la democracia – muchas veces consteñidas a la continuación de su liturgia o ritual formal por falta de condiciones internacionales y nacionales para escapar de esos constreñimientos impuestos por la expansión de su dominio – intentan pervertir la política y degradar las instituciones. Las instituciones constituyen frenos al apetito por el poder de las mayorías y actúan intentando contener su voracidad. Si se corrompieran, es más fácil alterar las reglas del juego, para entonces poder usar la democracia (formal) contra la democracia (sustantiva); quiere decir, con instituciones débiles, corrompidas o degradadas, es más fácil degradar el proceso de democratización, creando más orden top down y, consecuentemente, reduciendo las libertades (aunque se pueda continuar llevando a la escena el ritual democrático, como ocurre actualmente en Venezuela y en otros países de América Latina).
La degeneración de las instituciones es un proceso que ocurre cuando las normas que determinan el formato y rigen el funcionamiento institucional son pervertidas por una práctica política que se vale instrumentalmente de esas estructuras y dinámicas para obtener ventajas o alcanzar resultados que no tienen a ver con su naturaleza o propósito original, constituyente o fundante. La corrupción y otros comportamientos políticos perversos degradan las instituciones. Tal degradación también puede darse, además de por la corrupción, mediante una lógica de opción privada – basada en criterios de mayoría y minoría – para dentro de las instituciones públicas. Con el avance de tal proceso de degradación, de las instituciones tiende a quedar sólo la cáscara, la dinámica formal, la liturgia, el ritual
La degeneración de las instituciones se da, en ese sentido, cuando el proceso de ocupación organizada del Estado por una fuerza privada, partidaria, vacía las instituciones públicas de su contenido al desplazar el centro de las decisiones a una instancia externa e ilegítima. Así, por ejemplo, si el partido de la mayoría pretende establecer una mayoría en un ente estatal cualquiera, sea un órgano de la administración, una empresa pública, un tribunal o una agencia reguladora, las decisiones de esas instituciones que interesan políticamente al poder ya estarán tomas de antemano, cabiendo sólo, al ente en cuestión, para la puesta en escena la praxis para validar lo que ya estaba decidido.
Experiencias recientes de degradación de las instituciones en democracias en las cuáles líderes populistas pretenden conquistar gobiernos, legítimamente, por el voto, muestran que esto obedece a una estrategia de acumulación del poder en las manos de un mismo grupo – intentando desvirtuar la rotación democrática – y tiene como objetivo la dar las condiciones que permitan el establecimiento de una hegemonía de larga duración. Una parte de los autócratas pretende legitimar tal estrategia argumentando que las instituciones actuales no son activos democráticos y sí pasivos heredados de la vieja dominación de las élites, que un gobierno popular tendría no sólo el derecho, sino el deber de remover y sustituirlas por otras instituciones diseñadas de acuerdo con los intereses de la mayoría del pueblo no sólo haciéndolo enseguida por cuanto (y mientras) la correlación de fuerzas no le es favorable. Para hacer la correlación de fuerzas favorable es necesario utilizar los procesos para conquistar la mayoría partidaria en todas las instancias donde eso sea posible y por todos los medios posibles, siendo que, uno de esos medios es, exactamente, la ocupación y la consecuente degeneración de las instituciones.
Frecuentemente la política se corrompe por medio de la realpolitik exacerbada, que transforma todo en una guerra. Ante todo, es una fórmula cómoda para justificar cualquier tipo de fracaso, de error o de irregularidad de quien está en el gobierno: si un programa público no funcionó como lo previsto, la culpa es de los enemigos, de su presencia no cooperativa o de la herencia que dejaron; si se cometió un error, la culpa es del enemigo, que “estiró la alfombra” o inviabilizó de algún modo la consecución del proyecto correcto; si un crimen fue perpetrado, la culpa es de quien divulgó el delito, motivado sólo por intereses electoralistas.
Pero la corrupción de la política como arte de la guerra se basa en una noción, antidemocrática, de que “la guerra es la guerra”, que quiere decir, que no existe, a rigor, guerra limpia. Así, en una guerra, siempre sucia, se justifican todos los fracasos y, peor, todos los errores. En el límite, puede ser justificado cualquier crimen. Se trata de una especie de shimittianismo (de Carl Shimitt) de la política, que tiende a enfrentar cualquier diferente como enemigo por el simple hecho de que él es un otro. Ser otro ya significa una amenaza de constituirse cómo alternativa al mismo. Amenaza que, por lo tanto, debe ser combatida, neutralizada o destruida.
Una variante de la concepción autocrática de que democracia es el régimen de la mayoría, que tiene se ha difundido últimamente, es que la democracia es la regla de juego establecido para verificar quién tiene más audiencia y, así, entregar los cargos públicos representativos a quién detenta el mayor índice de popularidad.
Se trata, obviamente, de otra concepción perversa de la democracia. En los regímenes democráticos contemporáneos, en el contexto de una sociedad mediática, se ha instalado esa especie de “dictadura” del índice de audiencia o de popularidad, verificada por investigaciones de opinión, y no es raro confundir, peligrosamente, popularidad con legitimidad y opinión pública con la suma de las opiniones privadas, como veremos en los próximos capítulos.

Indicaciones de lectura

Las mejores lecturas aquí son las de noticias y artículos políticos, sobre todo los publicados sobre Brasil, Argentina, Venezuela, Bolivia, el Ecuador y Nicaragua de los últimos años. Valdría la pena, por ejemplo, dar un vistazo a la entrevista concedida a la periodista Cláudia Antunes al el noruego Jon Elster, profesor de teoría política de la Universidad Columbia (Nueva York) y en el Collège de France (París) y publicada por el periódico Hoja de São Paulo (17/06/07) bajo el título “Alternancia en el poder define las democracias”. http://blog.controversia.com.br/2007/06/23/alternancia-no-poder-define-as-democracias/
Sobre los límites y los problemas de la democracia liberal conviene leer los artículos publicados en los últimos cinco años por Ralf Dahrendorf – importante teórico inglés, miembro de la Cámara de los Lordes, ex-rector de la Escuela de Economía de Londres y ex-director del St. Antony’s College de Oxford – disponibles en varios idiomas en el link www.project-syndicate.org/contributor/77. Esa indicación vale también para los próximos tres capítulos.

Nota

(1) Elster, Jon (2007) en la entrevista “Alternancia en el poder define las democracias” concedida a la Cláudia Antunes. São Paulo: Hoja de São Paulo (17/06/07).

jueves, 29 de mayo de 2008

Capítulo H | Libertad

... que el sentido de la política (democrática) es la libertad, no la igualdad;

La igualdad es la condición para la política democrática, no su significado o su finalidad.

Esa es la confusión que causó la tragedia de la falta de acomodamiento de las izquierdas a la democracia. Como las izquierdas quieren regresar a una mítica igualdad – en la verdad, un supuesto igualitarismo – primordial u original, imaginan que si la democracia no se utiliza para eso, para nada más servirá. Se trata, evidentemente, de una confusión entre democracia y ciudadanía. Si hubiera ciudadanía, es la democracia que conduce a la inclusión en la comunidad política. Si no hubiera ciudadanía, la democracia no se podría siquiera ejercer.
La igualdad es la condición para la política democrática, no su sentido o su finalidad. Pero la igualdad la que se refiere la democracia es una igualdad de condiciones de pronunciamiento de opiniones (la materia-prima de la política). La democracia no sirve para llevar a un conjunto humano a la igualdad social y económica. No puede ser el instrumento para transformar débiles en fuertes, pobres en ricos o ignorantes en sabios (para considerar aquellas tres separaciones básicas que, según Bobbio, estarían en la raíz del fenómeno del poder co-implicado en la transformación de diferencias en divisiones). Es un modo (político) de convivencia en que los débiles, los pobres y los ignorantes tienen las mismas condiciones de opinar – y, en un sentido más amplio, de participar de la definición de los destinos colectivos – que los fuertes, los ricos y los sábios. Eso no es poca cosa en la medida en que tal ejercicio continuado terminará incidiendo no sobre esas diferencias en sí, sino sobre las divisiones que se instalan a partir de ellas.
Al no ver que el sentido de la política es la libertad, se deja de percibir lo que es propio de la política, lo que pertenece propiamente a su esfera, y se tiende a incluir en la esfera de la política (y en la esfera de la democracia) entes que en ella no pueden habitar, como, por ejemplo, relaciones sociales y económicas de igualdad y equidad. Pero la democracia, como percibió Hannah Arendt y no percibieron los defensores de una supuesta “democracia socialista”, sólo vale para iguales. Por eso, los esclavos no podrían participar de la democracia griega y el hecho de que esos no-ciudadanos no pudieran participar del ágora no desacredita el concepto griego de democracia, antes lo afirma.
El hecho de ser justa la preocupación con la igualdad y de que juzguemos, correctamente, como indeseable una sociedad esclavista nada tiene a ver con la democracia en sí mismo, y sí con un otro imperativo ético: lo de la universalización de la ciudadanía.Otra cosa son las consecuencias de la democracia – o del ejercicio de la política como “pacificación” – a lo que se ha convenido llamar democratización de la sociedad, ahí está inmerso el sentido de inclusión universal de sus componentes en las decisiones colectivas, o sea, la llamada ciudadanía política. Pero las relaciones sociales democráticas, así como democracia social y democracia económica, son conceptos deslizados. Democracia es, definitivamente, política. La cuestión aquí es saber cómo la democracia (política) puede repercutir sobre la igualdad (social) o sobre la repartición más igualitaria de los recursos (económicos), lo que no es lo misma que decir que sólo podrá existir “verdadera” democracia en la medida que exista igualdad social y equidad económica, como hace, por ejemplo, un sector de los autócratas, quiere decir, de los que practican la política como una cuestión de ‘bando’ (aquella parte que se caracteriza como “izquierda”).
Por otro lado, con respecto a la inclusión en la ciudadanía política, aún en ese caso tal inclusión, después de los griegos y hasta hoy, siempre ha sido relativa y limitada, por ejemplo, el derecho de delegar y de hacerse representar, al derecho a voto de vez en cuando, por lo cual renuncia a participar en cualquier momento (y en tempo real) de las decisiones – cosa que, dígase de pasada, no fue inventada por los griegos y que no puede ser juzgada como más democrática que los procedimientos que ellos inventaron, sólo puede ser justificada en virtud de imposibilidades técnicas (por lo tanto, extrapolíticas) cuando se alega que sociedades populosas no estarían en condiciones de adoptar mecanismos de democracia directa. Pero esa no parece ser la verdadera “razón”, ya que siempre existieron medios de hacer cada vez más frecuentes, directos y participativos los procesos de decisión (hasta con tambores y señales de humo, para no hablar, en los últimos diez años, de la posibilidad de hacer eso en tiempo real usando recursos telemáticos). Además, parece haber aquí una imprecisión factual: las comunidades griegas en las cuáles se practicaba la política stricto sensu, quiere decir, la democracia no predominantemente delegativa – las polis, incorrectamente caracterizadas como Ciudades-Estado – no eran tan pequeñas. Según Finley (1981), “al suceder la Guerra del Peloponeso, en 431, la población ateniense, entonces en auge, era del orden de 250 mil a 275 mil habitantes, incluyéndose libres y esclavos, hombres, mujeres y niños... Corinto tal vez haya alcanzado 90 mil; Tebas, Argos, Corcira (Corfu) y Acraga, en Sicilia, 40 a 60 mil cada una, siguiendo de cerca el resto, en escala decreciente...” – o sea, el tamaño de nuestros actuales municipios (1).
La verdadera “razón”, aludida aquí, por la cual no se amplía la llamada ciudadanía política es la misma razón por la cual no se ejerce la política como “pacificadora” de las relaciones, o sea, porque algo está impidiendo que eso ocurra. La democracia, desde que fue inventada, es disputada por tendencias que quieren autocratizarla y tendencias que quieren democratizarla. El efecto de esas últimas tendería a instalar el ‘estado de paz’ al ejercicio de la política, lo que no puede ocurrir mientras hubiere incidencia y reincidencia predominantes de las primeras.
Restaría una última cuestión: ¿por qué el ejercicio de la política como libertad – o sea, la práctica de la democracia – no ha conseguido evitar las guerras al largo de la historia? La respuesta es mucho más simple de lo que puede parecer: porque a lo largo de la historia no existieron, en cantidad suficiente, tales prácticas democráticas. Basta ver que las democracias (en el sentido “débil” del concepto) – por lo menos las que existen como regímenes de gobierno en la contemporaneidad – no han guerreado entre sí. Ese es un buen indicio (y un buen comienzo). Acerca de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) como modo de practicar la política en la vida social, podemos decir que no consigue evitar las guerras en la exacta medida en que tampoco consigue ejercerse en la base de la sociedad y en lo cotidiano del ciudadano. O sea, la guerra acontece en la medida en que no se consigue practicar la política como “pacificadora” de las relaciones, porque algo está impidiendo que eso ocurra.

Indicaciones para la lectura

Sería bueno para seguir leyendo los textos de Hannah Arendt, sobre todo los fragmentos de "Obras Póstumas" compilado por Ursula Ludz y también el texto: "¿Es que la política de alguna manera todavía tiene un sentido?", publicado en la colección La dignidad de la política (Río Enero: Relume-Dumará, 1993). Y también el texto "¿Qué es la libertad", que forma parte del volumen entre el pasado y el futuro (1968).
Para entrar en la "controversia" fundante de la reinvención de la democracia moderna sería importante confrontar dos clásicos: el Tratado Político-Teológico (por lo menos el último capítulo), Spinoza (1670) con el Leviatán, Hobbes (1651).

Nota

(1) Véase Finley, M. I (ed.) (1998). El legado de Grecia. Brasilia: Editorial Universidad de Brasilia, 1998.

Capítulo G | Paz

... que la democracia es un modo pacífico de regulación de conflictos;

El rechazo a la democracia ideal lleva a la autocracia.

Mohandas Gandhi afirmó cierta vez – y desde entonces el dicho ha sido mil veces repetido – que no existe camino para la paz: la paz es el camino. Tal vez sin saber, él estuviere definiendo la democracia en el sentido “fuerte” del concepto.
Se argumenta frecuentemente que esa es una visión ideal de democracia, para deslizar que, en la práctica, las cosas no pueden suceder de ese modo. Pero la única manera de tomar la democracia como un valor – y, más que eso, como el principal valor de la vida pública – es apropiársela como idea. La adhesión a una concepción ideal de democracia no significa incurrir en algún tipo de desvío idealista. Por otro lado, no aceptar una visión ideal de democracia bajo el pretexto de que, en la práctica, tal visión no puede materializarse plenamente, acaba llevando – eso sí – al realismo político. Al rechaza a la democracia ideal lleva a la autocracia.
Si, para una concepción ideal de democracia, la democracia debe ser comprendida como un “arte de la paz”, eso no significa que debamos rechazar la política realmente existente (que no es eso) en nombre de una política realmente inexistente (que eso sí sería). En un contexto en donde la democracia esta disputada por tendencias que quieren autocratizarla y tendencias que quieren democratizarla, parece obvio que una visión de democracia ideal equivale a un programa de democratización (de la democracia).
Porque la política realmente existente es también la política que permite la superación de lo que existe (inclusive de la superación de las formas por las cuáles ella, la propia política, se materializa). O sea, la política es siempre preferible a la no-política (a la guerra o a la “paz” como “estado de guerra”, como preparación para guerra, la “paz” de los imperios y de las autocracias o de los cementerios). Aunque sea frecuentemente pervertida como “arte de la guerra”, la política es la única posibilidad de evitar la guerra, en cualquiera de sus formas.
En otras palabras, mientras haya política permanece abierta la posibilidad de corrección de las perversiones autocratizantes de las que ella es víctima. Si eso no significa, por un lado, que debemos renunciar a la política realmente existente, con base en la evidencia de que ella aún es, predominantemente, una especie de “arte” de la guerra “sin derramamiento de sangre” (cómo quería Mao), por otro lado tampoco significa que no debemos apuntarle las heridas. Mientras que haya política, podemos siempre esforzarnos por contribuir con aquella corriente que quiera democratizar la política.Dicho esto, está claro que la política debería ser el “arte de la paz”, en un sentido, sin embargo, más profundo que simplemente aquel de evitar el desenlace violento de los conflictos. El “arte de la paz” debería ser entendida como una especie de “pacificaón” de las relaciones, quiere decir, no sólo evitar la violencia física, sino también otras formas de violencia o de constitución de enemistades que atentan contra el espíritu comunitario (desestimulando la comunidad política), tales como: el clima de contienda y la disputa permanente; la lucha incesante (que deriva indebidamente, de la política como modo de regulación de conflictos, una especie de conflitocultismo, en la base de lo “todo es lucha”) y la continua construcción de enemigos (políticos), propia de la realpolitik; la búsqueda paranoica de culpables de los problemas (en vez que la investigación de las causas de esos problemas); y, fundamentalmente, la imposición de restricciones a la libertad (de ahí sería deseable que la política pueda ser encarada también como un “arte de promover la libertad”). Es importante observar que todas esas formas pueden incidir en regímenes formalmente democráticos, generando permanentes conflictos de baja intensidad de los cuáles resultan, vía la regla, democracias con alto grado de antagonismo.
Para los griegos, por ejemplo, lo que fue practicado como política fue concebido como democracia y todo lo que no fue concebido como democracia fue practicado como guerra, o sea, como actividad apolítica. Basándone en los escritos de Hannah Arendt es posible articular una argumentación convincente sobre eso.
La política (propiamente dicha, o sea aquella que es hecha ex parte populis y que tiene como fin la libertad) debe haber sido ensayada por los seres humanos en varias circunstancias previas, pero sólo se afirmó como actividad reconocida socialmente, por parte de colectivos humanos estables, a partir de la experiencia de los griegos. En ese sentido, se puede decir que la política comenzó con los griegos y no por casualidad coincidió con el adviento de aquello que los griegos y sus sucesores resolvieron llamar de democracia. Política y democracia son actividades que conviven y reconocer eso no es poca cosa. Pero, además de eso, política y democracia son coetáneas porque son la misma actividad. Hacer política es, por lo tanto, sinónimo de hacer “democracia”.
Las investigaciones filosóficas de Hannah Arendt (1950-1959), publicadas póstumamente, sobre la naturaleza de la política, sobre el sentido de la política y sobre la cuestión de la guerra, refuerzan la hipótesis según la cual (“genéticamente”) lo que se practicaba como política fue concebido como democracia y todo o que había sido concebido como democracia se practicaba como guerra, o sea, como actividad apolítica. Para los griegos, según ella, la guerra era una actividad apolítica.En “La Cuestión de la Guerra”, Arendt escribió que “En lo que decía respeto a la guerra, la polis griega anduvo por otro camino en la determinación de la cosa política. Ella formó la polis en torno al ágora homérica, el local de reunión y conversación de los hombres libres, y con eso centró la verdadera ‘cosa política’, o sea, aquello que sólo es propio de la polis y que, así pues, los griegos negaban a todos los bárbaros y a todos los hombres no libres – en torno al conversar-uno-con-el-otro, el conversar-con-el-otro y el conversar-sobre-alguna-cosa, y vio toda esa esfera como un símbolo divino, una fuerza convincente y persuasiva que, sin violencia y sin coacción, reinaba entre iguales y todo decidía. En contrapartida, la guerra y la fuerza a ella atribuida fueron eliminadas por completo de la verdadera cosa política, que surgía y [era] válida entre los miembros de una polis; la polis se comportaba, como uno todo, con violencia en relación a otros Estados o Ciudades-Estados, pero, con eso, según su propia opinión, se comportaba de manera ‘apolítica’. Así pues, en ese actuar guerrero, también era abolida necesariamente la igualdad de principio de los ciudadanos, entre los cuales no debía haber ningún Señor y ningún vasallo. Justamente porque el actuar guerrero no puede darse sin orden y obediencia y hace imposible dejarse las decisiones por cuenta de la persuasión, un ámbito no-político formaba parte del pensamiento griego” (1).
Ora, el ejercicio de la conversación en la plaza es (uno de los elementos fundantes de la) democracia. Así, cuando guerreaban, los griegos se comportaban también de manera ‘ademocrática’, quiere decir, ‘apolítica’. En otras palabras, democracia y política están conectadas por una co-implicación, así como sus contrarios; o sea: autocracia <=> guerra.
Con efecto, en carta fechada de 7 de abril de 1959 al editor Klaus Piper sobre su “Introducción a la Política”, no publicado y jamás concluido, Hannah Arendt escribió: “No sé si ya le había dicho... que comienzo el libro con un capítulo detallado sobre la cuestión de la guerra. No con una discusión sobre la situación actual, pero sí lo que significa en general la guerra para la política. Mi razón para iniciarlo así fue bien simple: nosotros vivimos en un siglo de guerras y revoluciones, y una ‘Introducción a la Política’ no puede comenzar bien con otra cosa que no sea aquello a través de lo que llegamos, mientras contemporáneos, directo a la política. Yo había planeado eso originalmente en la introducción porque, a mi ver, guerras y revoluciones están fuera del ámbito político en el verdadero sentido. Ellas están bajo el signo de la fuerza y no, como la política, bajo el signo del poder” (2).
A rigor, no existía una democracia griega, pues allá existían actividades democráticas (que se ejercían por medio de la conversación en la ágora) y actividades autocráticas (que se ejercían por medio, por ejemplo, de la guerra con otros Estados y de la preparación para la guerra y del ‘estado de guerra’ instalado internamente en concordancia con la guerra externa). Pero eso significa que, originariamente, lo contrario de la guerra no es la paz, pero sí la política.
No hay política posible en autocracias, a no ser aquella que se ejerce con motivo de descontinuarlas, o sea, que, al ejercerse, las descontinúan. No hay política posible en la guerra, al menos aquella que sustituye modos violentos de solución de conflictos por modos no-violentos y, por lo tanto, descontinúan la guerra, quiere decir, que, a lo que regulen conflictos de modos no-violentos, quitan de la guerra su razón de ser o impiden hallar una razón para guerrear. ¿Por qué? Porque el sentido de la política es la libertad. Por eso no puede haber ninguna política, stricto sensu, hobbesiana – en la medida en que el fin de la política, para Hobbes, es la orden.
Es verdad que ese abordaje reduce considerablemente la visibilidad de aquello que convenimos llamar política. Pero llamamos política a lo que no es, en última e irreductible instancia, aquello que la política es, introducimos una ambigüedad teórica incontrovertible por cuanto radicada en el origen mismo de nuestro discurso y, simultáneamente, no conseguimos captar lo que es propio de la política, lo que sólo ella tiene o promueve, su característica genética distintiva, vamos a decir así.
En efecto, la paz, definida por su aparente opuesto, como ausencia de guerra, no puede tener un estatuto propio en términos de teoría política (i. e., de las formas y de los medios como se distribuye el poder y se ejerce la política, o sea, del patrón predominante de organización y del modo predominante de regulación de conflictos) si, lo que ocurre en la paz, que no fuera también el opuesto de lo que ocurre en la guerra. El conocido lema “Se quieres la paz prepárate para la guerra”, grabado en los muros de los cuarteles, dice al respecto, o sea, revela una simetría no-contradictoria, sino complementaria, entre paz e guerra. Pues la preparación para la guerra significa que la sociedad, aún en tiempos de paz, se organiza para la guerra y para la instalación de un ‘estado de guerra’ – lo que es contradictorio con una preparación para la paz. Una preparación para la paz implicaría organizar la sociedad de forma tal que los patrones de organización y los modos de regulación favorecieran el ejercicio de la libertad, llevando los seres humanos a establecer relaciones de no-subordinación y de no-violencia en la solución de los conflictos. Ora, eso tiene un nombre: se llama democracia – la única manera, no vuelta a la guerra, por la cual puede se efectiva la política.
No es por casualidad que no existe en nuestros vocabularios el verbo “pazear”, sólo el verbo guerrear, por la misma razón que no existe o no es empleado el verbo “politicar” (a no ser en sentido peyorativo). La razón es, esencialmente, la inexistencia – a no ser puntual y fugaz – de democracia como ‘estado de paz’. “Politicar”, en un sentido no-peyorativo, es sinónimo de “pazear”, prepararse para la paz. Y no hay otra manera de prepararse para la paz a no ser ejercitar la política, o sea, “hacer” democracia o “democratizar”. He ahí porque se debe afirmar, en ese sentido, que la democracia es sinónimo de política y antónimo de guerra.
Se puede argumentar que tal digresión filosófica está circunscripta a una experiencia fundante (la de los griegos) o a una interpretación particular de esa experiencia, y que desconoce las formas históricas por las cuáles las sociedades realmente existentes fueron intentando materializar el ideal de libertad como autonomía que, según Rousseau, constituye lo que llamamos de democracia.
Pero historizar en ese nivel el concepto de democracia es, antes de todo, desconocer que la democracia fue una invención arbitraria de los seres humanos, una “obra de arte”, gratuita, algo que los humanos podrían inventar en virtud de que poseen, como argumenta Maturana (1993), una emocionalidad cooperativa, pero no algo que ellos tendrían que inventar necesariamente en virtud de cualquier ley, determinación o condicionamiento de naturaleza histórica (3).
El mundo social no evoluciona, la historia no tiene ningún sentido y las sociedades no progresan de formas menos democráticas hacia formas más democráticas a no ser mientras se permite la ampliación del ejercicio de la libertad humana. En ese sentido, lo que hubo, en la mayor parte del tiempo, fue regresión, y no progresión, por cuanto después de la invención democrática de los griegos en general experimentamos arreglos sociales que restringieron, en vez de ampliar, el rayo de la esfera de la libertad humana y eso hay hasta bien poco.
La idea de que la democracia es una obra inacabable porque es resultado de un supuesto proceso histórico-civilizatorio cuya marcha es interminable es una tontería. La democracia es una obra inacabable en la medida en que la expansión de la libertad humana que sea ilimitable. Solamente en ese sentido se puede hablar de una “evolución” de la democracia, aunque hayamos observado frecuentemente en la historia ejemplos de “involución” de la democracia. Así, por ejemplo, los griegos esclavista pedían que haya más democracia – entre sus hombres libres – que los ingleses capitalistas o de lo que los rusos socialistas (entre sus “hombres libres”), dos mil años después. Es lo que veremos en los próximos capítulos.

Indicaciones de lectura

Es importante releer el texto de Hannah Arendt “El sentido de la política” (sobre todo el Fragmento 3b), contenido en la colección compilada por Ursula Ludz (1992) y ya indicada aquí con anterioridad.
Pasemos entonces a aquellas lecturas más heterodoxas, que jamás serían indicadas por los científicos políticos en sus academias. En primer lugar es importante leer a Mahatma Gandhi y lo que escribieron sobre él hasta entender la esencia del Satyagraha. Tal vez sea bueno comenzar leyendo la autobiografía (intitulada “Una autobiografía”) escritura en 1925 y publicada en Brasil bajo el título "Mi vida y mis experiencias con la verdad" (São Paulo: Palas Athena, 1999). En el inicio de este siglo (2002), ya existían 8.800 libros sobre Gandhi. Se puede efectuar una búsqueda visitando, por ejemplo, la web de la GandhiServe Foundation: www.gandhiserve.org.
Dos indicaciones desconcertantes más: El Tao de la Paz, de Diane Dreher (Río de Janeiro: Campus, 1990) que parece estar agotado, en Brasil y también en los EUA y la excelente colección de Connie Zweig y Jeremiah Abrams (1991), tulada "Meeting the shadow: the hidden power of the dark side of human nature" (Al encuentro de la sombra: el potencial oculto del lado oscuro de la naturaleza humana. São Paulo: Cultrix, 1994), sobre todo los artículos de las partes 7 y 8, pero en especial el capítulo 40, compuesto por el texto de Andrew Bard Schmookler (1988), “El reconocimiento de nuestra escisión interior” (extractos de Out of weakness. New York: Bantam, 1988); el capítulo 41 “, El creador de enemigos”, de Sam Keen (1986) (Faces of the enemy. New York: Harper Collins, 1986); y el capítulo 48, “Quién son los criminales”, de Jerry Fjerkenstad (1990) (compuesto a partir del ensayo Alchemy and criminality. Mineapolis: Inroads, 1991). En la verdad, el libro todo organizado por Zweig y Abrams debería ser leído, atentamente y varias veces. Feliz o infelizmente, será necesario leer esos textos para entender las razones de la indicación.
Notas
(1) Arendt, Hannah (c. 1950). ¿Qué es política? (Frags. de las “Obras Póstumas” (1992), compilados por Ursula Ludz). Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1998.
(2) Ídem.
(3) Maturana, Humberto & Verden-Zöller, Gerda (1993). Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano – desde el Patriarcado la la Democracia. Santiago: Editorial Instituto de Terapia Cognitiva, 1997.

Capítulo F | Lado (Bando)

... que la democracia es una cuestión de “modo” y no una cuestión de “bando”;

En política, lo que se puede avalar éticamente no es estar en una posición o en la posición opuesta, sino el modo de resolver el conflicto generado entre opiniones circunstancialmente confrontantes.
Aunque Jung haya afirmado que “vivimos en una época en que nos surge la percepción de que el pueblo que vive en el otro lado de la montaña no está constituido únicamente por demonios pelirrojos responsables de todo el mal que existe de nuestro lado de la montaña”, la política realmente actual aún es concebida y practicada como una cuestión de ‘lado’ y no como una cuestión de ‘modo’.
De todas las caracterizaciones operativas de la política, la distinción entre “izquierda” y “derecha” fue la que más contribuyó a la incautación de la política como cuestión de ‘lado’, dificultando la comprensión y la práctica de la democracia.
“Izquierda” y “derecha” son nociones que se remontan al final del siglo 18. Y que se consolidaron en el vocabulario y en las teorías políticas a partir de la ideología del Partido Bolchevique, es decir, de las ideas confrontativas de la fracción mayoritaria del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso que condujo la revolución de octubre de 1917. Esa fracción, constituyendo el ala “izquierda”, evocaba la distribución espacial de los miembros en la vieja Asamblea de la Revolución Francesa.
Sin embargo, no es sin razón que conceptos originalmente geométricos hayan adquirido tan fuerte contenido político, o mejor, político-ideológico. El lado en que se sentaban los miembros de una asamblea pasó a indicar con que lado de la sociedad ellos estaban. La topografía del salón de reuniones reflejaba una “ideología tomográfica” de la propia sociedad. Tal como que yo puedo, siempre, dividir – viva geométrica – una sala (en general un cuadrilátero o polígono) en dos lados, también puedo dividir – por fuerza de la ideología – en dos lados el espacio social.
La “izquierda”, mucho más que la “derecha”, fue responsable de la difusión de esa ideología, por cuanto intentó urdir una “ética” sobre ella, instituyéndola como criterio axiológico-normativo. De hecho, toda “izquierda” está constituida sobre la idea de que existe un lado correcto: su “lado”. Ser “de izquierda” es estar al lado de los explotados, oprimidos y dominados contra el otro lado: el lado de los exploradores, opresores y dominadores. Es así que, durante mucho tiempo, se creyó que el fundamental, en política, era estar del lado correcto.
Sin embargo, en la medida en que se multiplican resultados objetivos reprobables de la actuación de la “derecha” (como los genocidios de Hitler) y de “la izquierda” (como los genocidios de Mao), tal ideología va perdiendo verosimilitud. Y va quedándose claro que, del punto de vista ético, no puede existir, en política, un lado correcto. Y en la medida en que, en política, nadie está, a priori, con la verdad, nadie tampoco puede, a priori, ser aprobado éticamente por el hecho de estar situado en un supuesto lado correcto. Tanto Hitler cuanto Mao creían estar del lado correcto. El propio bolchevique (mayoritario) Lenin – responsable, de hecho, por la difusión de la ideología “científica” del lado correcto: el llamado marxismo-leninismo – no podía ser éticamente correcto al introducir, contra la opinión del menchevique (minoritario) Martov, la pena de muerte en el Estado post-revolucionario. Trotski, teórico de una “ética del lado” (tanto que escribió el texto: “Nuestra moral y a de ellos”), no puede ser éticamente probo por masacrar los sublevados de Kronstadt.
La “izquierda” caracterizó la “derecha” como necrófila. Pero incontables barbaridades también fueron cometidas por la “izquierda” el siglo pasado (en volumen, de hecho, incomparablemente mayor), bajo la justificación de su necesidad para el triunfo de la revolución socialista y para la instauración del futuro reino de la libertad (y de la abundancia). Sin embargo si los fines justifican los medios, entonces ya no se puede hablar de ética.
Pasadas tantas catástrofes – inclusive aquella que sepultó el “socialismo real” – sólo alguien muy impregnado de la ideología del bando cierto aún cree que la sociedad humana pueda ser dividida en dos bandos: uno con la verdad y el bien; el otro con el error y el mal. Por increíble que parezca, sin embargo, aún son muchos los que piensan así.
Una alfabetización democrática debería mostrar que, en política, lo que tiene ético no es estar en una posición o en la posición opuesta, sino el modo de resolver el conflicto generado entre opiniones circunstancialmente confrontantes. Pues, finalmente, la política es un modo de resolver conflictos. Desde el punto de vista democrático, no puede ser aprobado ningún modo que impida el ensanchamiento de la libertad, atente contra la vida y la integridad física o psíquica o inflija voluntariamente sufrimientos a los semejantes, como percibió Agnes Heller (1982) al argumentar sobre la imposibilidad de una ética marxista, quiere decir, de una “ética de bando”.
Además, si nadie, mientras polo de un conflicto, posee de antemano la verdad, no se trata, que los demás crean en ellas. Por el contrario, se trata de promover la polinización “mutua” de las ideas, viabilizar el tráfico del pensamiento en vez de exigir alineaciones de posiciones, para que de la interacción de los contrarios (y de los diferentes en general) pueda emerger la construcción de nuevas ideas y prácticas.
Por lo tanto, en la medida en que la política se va desideologizando, o sea, dejando de ser una cuestión de lado y democratizándose, es decir, pasando a ser una cuestión de modo, también se van desconstituyendo las bases axiológico-normativas que impulsaban alguien a ser “de izquierda” o, simétricamente, “de derecha”. Se trata de referencias tópicas ya ultrapasadas por la comprensión de que, en una sociedad cada vez más compleja (con más pluralidad y diversidad) en la cual los bandos son múltiples y las diferencias varias y variables, ya no tiene cabida constituir fuerzas políticas sobre la base de que existen agentes, de un lado de la sociedad, cuyo movimiento contra el otro lado – resulta como prevalencia política, querer por la fuerza, querer por la hegemonía de sus ideas – crea la condición para la transformación de toda la sociedad.
Tal ideología se fundamentaba originalmente en la extraña “teoría” según la cual existía un grupo social cuyos supuestos “intereses históricos”, una vez satisfechos, inaugurarían una era de libertad y abundancia para toda la sociedad humana. “Teoría” que, en el fondo, era una creencia, mítica, de que había una clase social cuyas particularidades, una vez realizadas, se universalizarían. Y que, por lo tanto, el criterio último que debería definir la política era estar al lado de esa clase, que recibió de la propia historia la misión de transformar la realidad social desigual, pero que, para lo tanto, necesitaría hacerse hegemónica en la sociedad.
Los que continúan insistiendo en esas ideas revelan una cierto predisposición para el fundamentalismo y, ineludiblemente, para la autocracia. Es el caso, por ejemplo, de los que continúan intentando salvaguardar el patrimonio de la “izquierda”, como fieles caballeros de la tradición marxista-leninista, los cuales ya no tienen razones filosófico-sociológicas consistentes a su favor, sino sólo una herencia histórico-antropológica a la que no saben como renunciar sin perder el sentido de la propia vida.
Sí, a pesar del esfuerzo más reciente de Bobbio (1994) para esclarecer las razones de la distinción entre “izquierda” y “derecha” como una distinción típicamente política (cosa que ella no puede ser totalmente, exigiendo siempre algún “doping” ideológico), tal distinción refuerza ideas autocráticas, dificultando la incautación – y la práctica – de la democracia como modo pacífico de regulación de conflictos, como veremos en el próximo capítulo (1).

Indicaciones de lectura

Para que no fuéramos acusados de ignorantes, es bueno pasar los ojos en dos referencias contemporáneas del debate sobre las nociones ‘derechistas’ e ‘izquierda’: Eric Hobsbawm: La Era de los Extremos: el breve Siglo 20 (1994) y Norberto Bobbio: Derecha e izquierda: razones y significados de una distinción política (1994). También es interesante espiar la entrevista concedida por Hobsbawm Otávio Dias (publicada en la Hoja de São Paulo: 30/07/95; pp. 5-7).
Pero, vale la pena invertir más tiempo en Agnes Heller: “La herencia de la ética marxiana” (1982) in Hobsbawm, Eric et all. (orgs.) (1982). Historia del Marxismo (volumen 12). Río de Janeiro: Paz y Tierra, 1989.

Nota

(1) Bobbio, Norberto (1994). Derecha e izquierda: razones y significados de una distinción política. São Paulo: Unesp, 1995.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Capítulo E – Guerra


... que la política no es una continuación de la guerra por otros medios;

La democracia es un error en el script de la Matrix.

La política no es un mecanismo para solucionar directamente enfrentamientos de intereses pues la política no regula intereses a no ser en el caso en que esos intereses se presenten en el espacio de la conversación política como opiniones, estando la democracia basada en la libertad para que los portadores de opiniones puedan presentarlas. Así, si la democracia es, constitutivamente, libertad de opinión, la política democrática es un modo de regular pacíficamente la interacción de las opiniones diferentes (que muchas veces refrendan intereses distinguidos y, frecuentemente, contradictorios) de la variedad de sujetos interdependientes que constituyen un todo social.
A la primera vista parece claro que la política es un modo no-violento de regular los conflictos que ocurren en la sociedad humana. De lo contrario sería la guerra, externa o interna, “caliente” o “fría”. En las democracias, la política es un modo de celebrar pactos de convivencia que aseguren la estabilidad de la vida humana en sociedad.
Pero esas afirmaciones, aunque a las veces parezcan obvias, no son tan obvias por si solas. La política aún es predominantemente entendida como aquello que hacen los políticos. ¿Y qué hacen los políticos? Ora, todo el mundo sabe que los políticos se esfuerzan para llegar al poder, para gobernar o para legislar y más – que todo eso – para continuar en el poder. Y que, para eso, no es raro que echen mano de conductas no-democráticos (cuando no ilegítimos o ilegales).
La idea de que la política es una continuación de la guerra por otros medios (la llamada fórmula inversa de Clausewitz) o la idea de que la política es una especie de guerra “sin derramamiento de sangre” (como dijo Mao Tse-Tung); finalmente, la idea de política como una especie de arte “de la guerra” está ampliamente difundida (1).
La política aún es predominantemente practicada como si fuera una forma de juntar un grupo para sobrevivir. Todos los que se dedican profesionalmente a la política saben de eso. Es la primera lección que cualquier actor político aprende: no se puede, jamás, quedarse solo. Por lo tanto, es necesario estar protegido por un grupo (los amigos) para no sucumbir a los ataques (de los enemigos). Ese grupo es un bando, que actúa como una cuadrilla o una patota política. O sea, el bandidismo (no necesariamente en el sentido criminal, pero en el sentido social del término) aún está muy presente en los medios políticos, aún en regímenes democráticos y en países que viven bajo el amparo del Estado de derecho (o bajo el llamado imperio de la ley).
La política realmente existente en las sociedades actuales aún es – en parte – el arte de impedir a las personas de que participen de los asuntos que propiamente les conciernen (como dijo Paul Valéry) o el arte de hacer que un proyecto predomine sobre los demás (2). Eso no significa, sin embargo, que esa sea la única política posible.
Juntamente con esas formas aún predominantes, la política abre espacio para otras formas de participación. El simple hecho de que las personas hagan política, aún cuando la usan instrumentalmente para obtener algún resultado favorable sólo para sí o para su grupo privado, significa que hemos configurado un campo para la incidencia de otras prácticas que intenten, por ejemplo, promover cada vez más la participación de los ciudadanos en los asuntos que le conciernen y crear condiciones para hacer lo que aún no parece ser posible. No habría tal oportunidad si no existiera la política, o sea: si las personas regularan sus conflictos por la violencia; si no reconocieran la legitimidad del otro; si descalificaran en principio las opiniones ajenas; y si no hubiera un espacio común de conversación. ¡Ahí la única alternativa delante del conflicto sería la guerra!Eso significa que lo que llamamos política realmente existente es también la política que permite la superación de lo que existe.
Hannah Arendt (1950), en los “Fragmentos” de sus escritos póstumos sobre política, nos enseñó que la política se constituye bajo el signo del poder y no de la fuerza. Ese es un punto importante, tanto porque establece una distinción entre el poder y la fuerza, atribuyendo al primero (y no a la segunda) el carácter de objeto de la política, cuanto porque indica que, no habiendo poder, no podría también haber política. ¿Pero en que sentido? ¿La política surge después del poder o en el mismo acto (de poder) que transforma una diferencia (de fuerza, riqueza o saber) en separación ya hay política, siendo, tal acto (constitutivo del poder), un acto político? Como se ve, no son cuestiones triviales.
Los que defienden que la política propiamente dicha es la política que puede ser hecha ex parte populis, quiere decir, por una variedad de actores políticos y no sólo por el Estado, por el príncipe, o sea, por el autócrata, pueden partir de la idea de que el poder precede la política y que la política (por lo menos esa política, que tiene como sentido la libertad) surge como un cuestionamiento al poder. Ese es el punto de vista de la democracia en el sentido “fuerte” del concepto.
Saber en que circunstancias los seres humanos inventaron la política puede contribuir a la comprensión del fenómeno político. En general la cuestión es encarada como un recurso discursivo en el ámbito de la teoría de la política. Y tenemos entonces tres grandes vertientes explicativas: a) mantener la orden (o evitar el caos); b) garantizar la paz (o impedir el deterioro del tejido social); y c) pactar formas de convivencia.
Es preciso percibir que esas explicaciones son diferentes. La primera, podría decirse, de corte más hobbesiano, no excluye la violencia para alcanzar su finalidad de mantener el orden (atribuyendo legitimidad a un agente de la violencia – y confiriéndole el monopolio del uso de la fuerza – para garantizar tal fin: estamos hablando del Estado). Si eso es válido en autocracias, entonces la política practicada por el Estado no puede evitar ser encarada como una guerra interna, movida por quién ostenta el poder autocrático, contra los de su propia gente.
La segunda, toma como principio la necesidad de mantener la convivencia pacífica y apela a un “arte” capaz de impedir el desenlace violento de los conflictos. Trataríase de una visión más próxima de la democracia, quedara claro que no se atribuye – como hizo Platón en “El Político”, con “el arte”, en la verdad la ciencia (epísteme), del tejedor – a un agente único tal arte (y, si fuera así, habiendo una pluralidad de agentes que pudieran practicarla, el sentido de la política pasaría a no ser el mantenimiento del orden y sí la libertad de los actores de adherirse y aplicar modos de regulación de conflictos compatibles con esa finalidad). De cualquier modo hay una diferencia entre esa alternativa y la anterior: aquí la política no es guerra, pero impide la guerra.
La tercera alternativa autoriza la inferencia de que no se atribuye a alguien en especial – sino a todos los participantes de la comunidad política –, la decisión de celebrar pactos de convivencia, pero deja implícito que se trata de una libre invención, algo que los seres humanos quisieron hacer porque estaban a fin de hacer, no porque fueron obligados a tanto: un acto gratuito, voluntario, por lo tanto. Esa puede ser una visión fundante de la democracia, en términos conceptuales, es claro, no necesariamente en términos históricos. Aquí la política (democrática) adquiere el estatus semejante a lo de una obra de arte - no como téchne, quiere decir, como conocimiento técnico del artista o del artesano (o como una especie de episteme, evocada en el “arte del tejedor” de Platón, como fue mencionado arriba) y sí como libre creación (como, de hecho, ya había sugerido Maturana) (3).
El jurista y estudioso político alemán Carl Schmitt, publicó, en 1932, un famoso libro intitulado “El concepto del político”, que provocó gran controversia sobre un supuesto militarismo o belicismo presente en sus concepciones. Su posición fue encarada como realista, por el hecho de admitir (aún sin desear, o proponer) que la guerra es el presupuesto siempre presente como posibilidad real en cualquier relación política. De cualquier modo, no hay como negar que, para concertar lo político, Schmitt insiste demasiado en las nociones de guerra y de enemigo, dejando de tratar, con la misma atención – y eso no puede ser por casualidad –, de los conceptos de paz y de amigo.
No cabe aquí entrar en la controversia en los términos en que se la ubicó. Tal vez sea necesario decir sólo que, para Carl Schmitt, “la diferencia específicamente política... es la diferencia entre amigo y enemigo”. Aunque él intente hacer una distinción entre inimicus en su sentido lato (el concurrente comercial, “el adversario particular que odiamos por sentimientos de antipatía”) y hostiles (el enemigo público, el combatiente que usa armas para destruir mi contexto vital, finalmente, el enemigo político), parece claro que Schmitt no veía diferencia de naturaleza entre guerra y política. Tanto es así que él afirma que “la guerra, mientras el medio político más extremo, revela la posibilidad subyacente a toda concepción política, de esta distinción entre amigo y enemigo” (4). Quiere decir que, para él, si bien sea un “medio extremo”, la guerra es un medio político. De lo contrario él debería haber afirmado que la política puede llevar a la guerra, dejando de ser lo que es (cambiando, por lo tanto, su naturaleza) y no que la guerra es un medio político, pues que, así, al hacer guerra, aún estamos haciendo política.
Se puede percibir en Carl Schmitt un sesgo realista de la llamada realpolitik. Contraponiéndose al idealismo, el realismo político es una política basada en el “equilibrio del poder”, en la línea del pensamiento y de la práctica del Cardenal Richelieu – con su “razón de Estado” (“raison d’état”) colocada por encima de cualquier principio moral – y de los llamados “políticos del poder”, como Metternich, Bismarck y, más recientemente, Kissinger (1994: Diplomacy), según la cual – y él escribió eso interpretando el pensamiento del presidente Theodore Roosevelt, su admirado “estadista-guerrero” – “la teoría de Darwin sobre la supervivencia del más fuerte... [es] la mejor guía para la comprensión de la historia que la moralidad personal” (5).
El punto de la discusión es el siguiente: si puede haber guerra como medio político, entonces debemos ser lo suficiente realistas para practicar la política como quien cuenta con tal posibilidad (y se prepara para eso, lo que acaba, casi siempre, siendo la misma cosa que practicar la política como “arte de la guerra”). Al proceder de ese modo, separando los amigos políticos de los enemigos políticos (los que nos pueden combatir), cristalizamos aquella relación de enemistad que puede llevar a la guerra (y que, de cualquier modo, lleva a la práctica de la política como un “arte de la guerra”).
El problema es que eso no vale sólo para la relación entre Estados soberanos, pero acaba deslizando – ineludiblemente – para todas las relaciones políticas (Richelieu usaba la “lógica” de la tal “razón de Estado” para mantener su poder internamente y no sólo en las relaciones internacionales de Francia). Amigo, entonces, pasa a ser todo aquel que está de acuerdo con nuestro proyecto y enemigo todo aquel que desacuerda de nuestro proyecto. Ora, si quiero afirmar mi proyecto, entonces debo derrotar o destruir aquellos que pueden inviabilizar su realización y eso debe ser hecho, inclusive, preventivamente, antes que ellos (los otros, los enemigos) consigan inviabilizar mi proyecto o sustituirlo por los proyectos de ellos.
Hay una línea divisoria muy fina entre derrotar y destruir el proyecto del otro y derrotar y destruir el otro como actor político, quiere decir, como alguien que puede presentar un proyecto diferente (que no es el mío). Así, basta para alguien no estar de acuerdo con mi proyecto (político), para ser clasificado como enemigo (político), por lo menos en potencia.
Ese punto de vista, por lo tanto, no dista mucho de la posibilidad de transformar el enemigo político en amigo político, convenciéndolo, ganándolo para nuestro proyecto o adoptando un otro proyecto, un tercer proyecto, que contemple ambos proyectos (el nuestro y lo de él). El realismo indica que eso no ocurrirá, por el simple hecho de que él (el otro), para usar el pensamiento de Carl Schmitt, no un ser yo-aún – lo que significa, paradójicamente, convengamos, una construcción ideal del enemigo, aquel que debe ser desconstituído como ser político mientras amenazar la realización de mi proyecto. No pudiendo ser destruido enseguida, tal enemigo, por lo menos, deberá quedarse en su posición, respetando mi espacio, de lo contrario será destruido más tarde o en cualquier momento: a eso se llama “equilibrio de poder”. Se configura así una situación de lucha permanente, llevando la una política de adversario o generadora de enemistad. Porque el otro, en vez de ser considerado como un posible compañero, un aliado o colaborador, es visto, antes de cualquier cosa, como un potencial enemigo.
En la verdad, el enemigo como construcción ideal pasa a ser una pieza funcional de nuestro esquema de poder, quiere decir, de nuestra política. Sin el enemigo, se desconstituye la realpolitik y el tipo de poder que ella sostiene, en general basado en la necesidad de preservación de un determinado orden que necesita ser mantenida contra el peligro representado por el enemigo. Es para mantener ese orden que se instaura entonces, internamente, el “estado de guerra” que consiste en una preparación para la guerra externa (que puede venir o no, poco importa) pero siempre en nombre de la paz (pues que sólo alguien preparado para la guerra puede mantener la paz). Y lo más grave es que ese “estado de guerra” interna puede referirse tanto al ámbito de un país ante de otros países, como a la de una organización en conflicto real o potencial con otras organizaciones, como, por ejemplo, la de un gobierno confrontado por partidos de oposición. El raciocinio, como se ve, es una perversión, pero el hecho de él ser acepto tan ampliamente indica que las tendencias de autocratización de la democracia aún están en la ofensiva en relación a las tendencias de democratización de la democracia.
Toda política que admite la guerra como uno de sus medios acaba siendo una política de adversario, basada en la lucha constante para destruir el enemigo o para mantener el “equilibrio de fuerzas” (y se debe notar que, aquí, la política comienza a constituirse bajo el signo de la fuerza y no del poder!). Para la realpolitik, la única realidad política – inexorable – es la de interacción de fuerzas y, así, el único criterio político debe ser la de correlación de fuerzas. Debo, siempre, hacer todo lo que sea posible para alterar la correlación de fuerzas a favor de mi proyecto (o a mi favor, cuando se trata de un proyecto personal, de una agenda propia – como, de hecho, siempre sucede). La política pasa a ser una lucha constante para alcanzar tal objetivo, cuando no debería ser; o sea, como escribió Michelangelo Bovero (1988) en “Ética y política: entre maquiavelismo y kantismo”, la política no debería ser una lucha y sí impedir la lucha: no combatir por si mismo, sino resolver y superar el conflicto antagónico e impedir que vuelva a surgir (6).
No son sólo las teorías políticas que están, en su mayoría, contaminadas por la visión perversa del clausewitzianismo invertido. La llamada sabiduría política tradicional también se basa, totalmente, en las reglas de la lucha política como “arte de la guerra” o en la práctica de la política ‘como una continuación de la guerra por otros medios’, pues parece claro que, en la mayoría de los casos, esa sabiduría no se refiere a la guerra propiamente dicha, aquella en que ocurre la violencia física: aquí estamos tratando del ánimo confrontativo, que tanto está por detrás de la guerra como de la política confrontativa o competitiva.
Thomas Hobbes (1651) – que era autocrático, pero no desprovisto de inteligencia – ya había percibido que “la guerra no consiste sólo en la batalla o en el acto de luchar, también en aquel lapso durante el cual la voluntad de entrar en lucha es suficientemente popular... [ya que] la naturaleza de la guerra no consiste en la lucha real, como en la conocida disposición para tal...” (7).
En la medida en que acumula una gran dosis de sabiduría la tradición política es autocrática, no democrática. Esa sabiduría de los grandes jefes y articuladores políticos, tan admirada por los políticos tradicionales y por las almas impresionables, tiene poco a ver con la democracia.
Sabiduría no significa democracia ni constituye un requisito para la buena práctica democrática. La democracia no es una tradición: es un acontecer; como ya fue sugerido aquí, es un error en el script de la Matrix, un fallo en el software de los sistemas autocráticos.
El conjunto de las enseñanzas originadas desde la sabiduría política tradicional induce a un comportamiento que genera enemistad y que, consecuentemente, exige la práctica de la política como “arte de la guerra”. Todo está basado, en el fondo, en vencer el adversario, desarmar su proyecto político, o sea: desorganizar sus fuerzas y, sobre todo, impedir que se reúnan los medios necesarios a la su existencia como actor político.
Del punto de vista de la democracia – no hay como negar – todo eso es una perversión. Si existe una ética de la política y esa ética es – o sólo puede ser – la democratización, entonces el recurso de la guerra (en el sentido de la práctica de la política como “arte de la guerra”) debe ser visto como violador de esa ética y, así, como el comportamiento a ser evitado.
En política, la guerra (quiere decir, la política pervertida como “arte de la guerra”) no acontece en función de la existencia objetiva del enemigo, sino en función de nuestras opciones de encarar al otro como enemigo y de intentar destruirlo. Estas opciones sólo hacen que estemos montando o manteniendo un sistema autocrático de poder, que exige del enemigo para su erección o para su funcionamiento como tal (quiere decir, como un sistema no-democrático de organización y resolución de conflictos).
Clausewitz (1832) tenía razón, según un punto de vista, cuando decía que la guerra es una continuación de la política por otros medios: que quede claro que esa continuación no es más política y que la política capaz de tener tal continuación es una política practicada como “arte de la guerra”. La llamada “fórmula inversa” (la política ‘como continuación de la guerra por otros medios’) es que es perversa, pues la guerra no puede llevar a la política la menos que queramos establecer la imposibilidad de la democracia. Políticas que conducen a la guerra son autocráticas. Colectivos que practican la democracia no guerrean entre sí (en la exacta medida en que a practican).
Hay un fundamento hobbesiano en la visión de la política como continuación de la guerra por otros medios. En el famoso capítulo XIII del “Leviatán”, Hobbes (1651) decreta que “los hombres no sacan placer alguno de la compañía unos de los otros (y sí, por el contrario, un enorme desplacer), cuando no existe un poder capaz de intimidar a todos”. Es claro que él no está hablando sólo de política, pero también revelando las presuposiciones antropológico-sociales que condicionan su manera de ver la política. Según él, “en la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de discordia. Primero, la competencia; segundo, la desconfianza; y tercero, la gloria” – o sea, esas manifestaciones de egoísmo no serían culturales, no emanarían de la forma como la sociedad se organiza, sino intrínsecas. Esa inclinación “genética” hacia el mal explicaría por qué, “durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común capaz de mantenerlos todos en temor respetuoso, ellos se encuentran en la condición que se llama guerra; y una guerra que es de todos los hombres contra todos los hombres. Pues la guerra no consiste sólo en la batalla o en el acto de luchar, sino que también en aquel lapso de tiempo durante lo cual la voluntad de entablar batalla es suficientemente popular... [ya que] la naturaleza de la guerra no consiste en la lucha real, sino en la conocida disposición para tal, durante todo el tiempo en que no hay garantía de lo contrario. Todo tiempo restante es de paz” (8).
Pero, según Hobbes, “todo aquello que se infiere de un tiempo de guerra, en que todo hombre es enemigo de todo hombre, se infiere también del tiempo durante lo cual los hombres viven sin otra seguridad sino la que les puede ser ofrecida por su propia fuerza y por su propia invención. En una tal condición [de falta de un poder que domestique o apacigüe a los hombres]... no hay sociedad; y lo que es peor de todo, un miedo continuo y peligroso de muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, miserable, sórdida, brutal y corta” (9).
El mismo fundamento hobbesiano para la visión de la política como continuación de la guerra por otros medios – al asumir que no puede haber sociedad (civil) sin Estado – conspira contra las presuposiciones de la democracia.
Finalmente, la lucha política como “arte de la guerra”, crea la guerra y obstruye la democracia. La guerra, como dijo cierta vez Maturana, no sucede: nosotros la hacemos (10). ¿Y como la hacemos? Ora, practicando el “arte” de operar las relaciones sociales con base en el criterio amigo x enemigo. Toda vez que hacemos eso estamos, si acaso se pueda hablar así, armando o haciendo guerra. No necesariamente la guerra tradicional, “caliente” y declarada, entre países o grupos dentro de un país, la guerra con derramamiento de sangre, sino aquellas formas de guerra “fría” y no instalada: la guerra “sin derramamiento de sangre” (como Mao definía la política), la guerra “sin muertes” (como George Orwell definía el deporte competitivo), la paz de los imperios (lato sensu, quiere decir, la paz establecida por el dominio) y la paz como preparación para la guerra, el “estado de guerra” (interno) instalado en función de la guerra (externa) o de su amenaza (o, aún, de la evaluación, subjetiva, de su posibilidad); finalmente, la práctica de la política como “arte de la guerra” que comprende: los modos de regulación de conflictos en que la producción permanente de vencedores y vencidos genera enemistad política, los patrones de organización compatibles con esos modos de regulación de conflictos y de clima confrontativo que se instala consecuentemente en los colectivos humanos que los practican.


Indicaciones de lectura

Sobre este tema es fundamental comenzar leyendo un sintético libro de Norberto Bobbio: “Estado, gobierno, sociedad: para una teoría general de la política” (1985) y, inmediatamente después, los textos de Hannah Arendt “Que es la política?” (Frag. 1), “Los prejuicios” (Frag. 2b) y El “sentido de la política” (Frag. 3b), todos contenidos en la colección compilada por Ursula Ludz (1992) y ya indicada aquí.
Sobre el llamado realismo político (la realpolitik) conviene leer los libros de Carl Schmitt: “El concepto del político” (1932) y de Henry Kissinger: “Diplomacia” (1994). Y seguidamente leer el texto “Nuevamente la vieja política realista?” (1997), de Hans Küng (10).
Sobre las relaciones entre ética y política, Agnes Heller (con Ferenc Fehér): “La condición política post-moderna” (1997); Norberto Bobbio: “Ética y Política” (1984); y Michelangelo Bovero: “Ética y política entre maquiavelismo y kantismo” (1988) (11).

Notas

(1) Muchas organizaciones políticas trabajaron el último siglo con esa idea y eso ya fue racionalizado y teorizado ad nauseam. Buena parte de la literatura empresarial de los últimos veinte años ha contribuido para promover ese paralelo militar en la política: basta ver el éxito de las innumerables ediciones del “Arte de la Guerra” de Sun Tzu (c. 400-320 a.C) y de las miles de versiones e interpretaciones de ese libro que intentan extraer conocimientos válidos para el empreendedorismo, la gerencia, el marketing, el triunfo sobre la competencia y, inclusive, para la promoción de carreras personales.
(2) La cita completa (y correcta) de Paul Valéry es la siguiente: “La política fue primero el arte de impedir a las personas de que se entrometan en aquello que les merece respeto. En épocas posteriores, le añadieron el arte de forzar las personas a decidir sobre lo que no entienden”. Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (1871-1945) fue un filósofo, escritor y poeta francés, de la escuela simbolista. Sus escritos incluyen aportes en matemática, filosofía y música y, eventualmente, en política. Para los propósitos de esta cita tal vez sea preferible quedarse con la forma resumida (y más difundida), pues el proceso de decisión democrática debe reconocer la legitimidad de todas las opiniones y no sólo de aquellas emitidas por personas que entienden en los asuntos en tela de juicio; al contrario, deberíamos descalificar la opinión en relación al saber, lo que, en el límite, puede conducir a un gobierno de sabios, quiere decir, a una autocracia y no la una democracia.
(3) Cf. Maturana, Humberto (s./d.). La democracia es una obra de arte (alocución en una mesa redonda organizada por el Instituto para el Desarrollo de la Democracia Luis Carlos Galan, Colombia). Bogotá: sin fecha.
(4) Cf. Schmitt, Carl (1932). El concepto del político. Petrópolis: Voces, 1992.
(5) Cf. Kissinger, Henry (1994). Diplomacia. Río de Janeiro: Francisco Alves, 2001.
(6) Cf. Bovero, Michelangelo (1988). “Ética y política entre maquiavelismo y kantismo” in Revista Luna Nueva número 25: “Ética, política y gestión económica”. São Paulo: CEDEC, 1992.
(7) Cf. Hobbes, Thomas (1651). Leviatã. São Paulo: Martins Fontes, 2003.
(8) Ídem.
(9) Ídem-ídem.
(10) Cf. Maturana, Humberto (1991). El sentido de lo humano. Santiago: Dolmen Ediciones, 1997.
(11) Nacido en 1928, Küng – aunque haya sido considerado hereje por Vaticano – es uno de los mas conocidos teólogos de la actualidad, además de profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tübingen y presidente de la Fundación Ethos Mundial. Fue autor de importantes libros como La Iglesia y Ser Cristiano. La traducción del texto indicado aquí fue publicada en el primer capítulo del libro: Küng, Hans (1997). Una Ética Global para la Política y la Economía Mundiales. Petrópolis: Voces, 1997.
(12) Las traducciones de los artículos de Bobbio y Bovero fueron publicadas en la revista Luna Nueva número 25: “Ética, política y gestión económica”. São Paulo: CEDEC, 1992; cf. aún Heller, Agnes & Fehér, Ferenc (1987). La condición política post-moderna. Río de Janeiro: Civilización Brasileña, 1998.

Capítulo C – Ciencia

... que ninguna ideología política puede ser más verdadera o más correcta que otra por motivos extrapolíticos (como los científicos, por ejemplo);

Cualquier tentativa de descalificar o calificar una opinión, por fuera del proceso político, lleva a la autocracia.


Si una ideología política que pudiera ser más verdadera o correcta que otra por motivos extrapolíticos, entonces no es necesaria la política. Basta con consultar el “oráculo”, quiere decir, la fuente de tales motivos para saber cual es la mejor ideología (y escoger la verdadera eliminando la falsa; o quedarse con la correcta descartando la errada). Para la democracia, sin embargo, tal fuente no existe; o, si existe, no es de su incumbencia. Crea en lo que quisiere, quien quiera. La política (democrática) lidia con opiniones que transitan en el interior del proceso político y no con creencias que priman sobre (o yacen abajo) de ese proceso.
La democracia no quiere saber si arriba, rebajo o por detrás de una opinión existe una ideología verdadera o correcta. Dado que expresa la gana política de un individuo, la opinión, independientemente de sus motivaciones – como la visión de mundo que la sostiene o en el entorno donde la cual ella tiene sentido –, debe ser considerada. Si tal opinión expresa la voluntad política colectiva, entonces debe proceder. No importa para nada el proceso democrático, por ejemplo, si la opinión que prevaleció en la discusión sobre la enseñanza del darwinismo en las escuelas salió de la cabeza de un creacionista del interior de Nebraska o de Richard Dawkins. El foco de la democracia es el proceso por lo cual se forma la voluntad política colectiva y no el origen o la naturaleza de las propuestas que expresa, en cada momento, esa voluntad. Cualquier cosa diferente de eso, cualquier tentativa de descalificar o calificar una opinión, por fuera del proceso político, con base en la aceptación o en el rechazo de un conjunto de creencias o de conocimientos, lleva a la autocracia, no a la democracia. Aunque la fuente sea la ciencia. Si por caso una propuesta que atente contra conocimientos científicos universalmente aceptados, cabe al proceso político evidenciar su inconsistencia; o no. En la democracia no puede haber un “tribunal epistemológico” ni una “aduana ideológica” determinando que ideas deben ser consideradas o tener tráfico libre.
La democracia no está contra cualquier convicción – religiosa, filosófica, científica o técnica –sólo que no puede aceptar que, con en base esa convicción, se tome un atajo para evitar el proceso político de interacción y polinización mutua de las diversas opiniones presentadas al debate.
Es significativo el hecho de que no conociéramos el “padre” de la democracia, que no haya un fundador o una escritura de referencia. Es significativo el hecho de que no exista un inventor de la utopía democrática (y más aún, como veremos en el último capítulo, el hecho de la democracia no sea una utopía). Aunque los atenienses veneraran a Solón como fundador de la democracia – no sin alguna razón, pues la legislación de Solón, en 594, abolió la servidumbre por deudas (cosa que los romanos sólo fueron hacer en 326), sin la cual no seria viable la igualdad básica de los ciudadanos que, tal vez, haya preparado terreno para el advenimiento de la democracia – eso no significa que él fuera de hecho un fundador, en el sentido de codificador de una doctrina o elaborador de una utopía.
Está claro que, después, hubo gente, como Platón, intentando construir una leyenda, urdiendo un mito en torno a la figura de Solón. Según tal mito – narrado en el “Timeo” – Solón habría recibido algún tipo de iniciación de los sacerdotes egipcios, tomando conocimiento de lo que había ocurrido en tiempos ancestrales, nueve milenios antes, en una supuesta “edad de oro” de Grecia que, no por casualidad, se regía aquella época por un sistema autocrático, basado en una sociedad de castas, régimen tan excelente que fue por medio de él que, según el filósofo insinúa, logró resistir a las embestidas militares de la legendaria Atlántida, preservando la civilización helênica.
Para Platón, era una cuestión de sustituir el papel desempeñado por la democracia, en los enfrentamientos reales con los persas, por el papel de la autocracia, en un imaginario enfrentamiento con la Atlántida. Se trataba de sustituir los fundamentos (contingentes) de la democracia griega por fundamentos (necesarios) de la autocracia proyectada por él (Platón) en su República. Ocurre que Solón no restableció, en la Atenas de su época, el sistema autocrático ancestral de castas; en vez de eso, abolió la servidumbre por deudas. Y no porque no pudiera poner en práctica los conocimientos esotéricos que recibió de los sacerdotes egipcios, en virtud, como argumenta Platón, de haber encontrado, en su vuelta a Atenas, “sediciones y otros males” (que ocurren supuestamente en un régimen político imperfecto), pero, como explicó con más honestidad Aristóteles, para restaurar la estabilidad social estableciendo un mínimo de justicia, a la vez que los pobres de la Ática se habían transformado en esclavos de los ricos con base en una legislación que daba a los acreedores el poder de imponer la servidumbre a los deudores que no consiguieran saldar sus deudas. Sobre eso, I. F. Stone observó, con argucia, que “se Solón hubiere gustado de lo que cambia desde Egipto, ese sistema [de servidumbre] sería un medio oportuno de instituir en la Ática la esclavitud por deudas que había entre los egipcios” (1).
La tentativa de Platón es ejemplar pues revela una cierta metodología o una cierta “ingeniería” ideológica de la autocratización: a) crease un mito (en la Antigüedad, casi siempre basado en un núcleo de contenido esotérico, transmitido sacerdotalmente en iniciaciones a las cuáles sólo tienen acceso algunos escogidos – entre los cuales el fundador, el conductor, lo guía); b) el papel de ese mito es modificar el pasado para justificar un nuevo camino para el futuro; c) se proyecta entonces un futuro que sería el desdoblamiento natural de ese pasado modificado, delineando el camino verdadero y correcto, de lo cual los hombres se alejaron en virtud de sus pecados o faltas y de los fallos del sistema que erigieron olvidándose de su origen virtuoso o renegando de ella; d) luego, el futuro glorioso será aquel hacia el cual caminaremos guiados por la utopía que expresa un fin que no es más que el rescate y consumación del propio origen (Kraus). El esquema es recurrente, se trate de la utopía platónica de restaurar la edad de oro de la civilización helénica, se trate de la utopía socialista de recuperar, una sociedad sin clases del futuro, el comunismo primitivo.
Solón, sin embargo, si bien puede haber desempeñado un papel fundamental para la invención de la democracia griega, no fundó camino alguno, no enunció ninguna utopía, ni teorizó siquiera una línea sobre la democracia. Clístenes o Pericles o Temístocles, los tres exponentes más conocidos de la democracia griega, no fueron fundadores de escuelas de pensamiento, ni utopistas. Por lo que se sabe, ellos no intentaron justificar la excelencia de la democracia empleando semejante mecanismo más verdadero o más correcto.
¿Entonces, si lo que Platón estaba intentando hacer era validar una ideología política como más verdadera o más correcta que otra por motivos extrapolíticos? En este caso, los motivos usados por él eran, si se puede decir así, filosóficos; o, más propiamente, teosóficos. Dos mil y quinientos años después, sin embargo, surgieron nuevos “Platones” presentando motivos científicos para hacer exactamente lo mismo.
Así como el esoterismo religioso o teosófico es, vía de regla, autocrática, el elogio de la meritocracia que ocurrió en el occidente, en los monasterios católicos y, después, a partir del final del primer milenio, en las universidades, también se instauró, no es raro, en una corriente autocratizante al atribuir, directa o indirectamente, al saber académico, una condición superior que establece – top down – un orden para la sociedad.
Nada en contra de la valorización del conocimiento científico. Pero ocurre que, desde punto de vista de la democracia (en el sentido “fuerte” del concepto), la valorización del saber no siempre es buena en términos democráticos. No es buena cuando desvaloriza la opinión en relación al saber. Y es un hecho que cualquier sistema basado en meritocracia (como la tecnocracia), aún cuando no lo pretenda, acaba desvalorizando la opinión en relación al saber (como veremos en el próximo capítulo) y acaba instituyendo motivos extrapolíticos – no es raro que se presenten como científicos – para validar determinadas ideologías políticas como más verdaderas o más correctas que otras (2).
Platón, sobre todo en el diálogo “El Político”, nos ofrece un ejemplo perfecto de la consideración de la política como una ciencia – a ser ejercida por un hombre de ciencia, aquel que sabe y, por eso, puede mandar – desemboca necesariamente en la autocracia. Su tesis central es que solamente la ciencia puede definir al político. Se trata, como observó con argucia Cornelius Castoriadis (1986), de una “denegación de la capacidad de dirigirse de los individuos que componen la sociedad” (3).
Para Platón, el político verdadero es el hombre majestuoso, o el hombre que posee la ciencia majestuosa de la tejeduría, por la cual, realizando “el más excelente y el más magnífico de todos los tejidos, involucra, en cada ciudad, todo el pueblo, esclavos y hombres libros, los aprieta juntos en su trama y, asegurando a la ciudad, sin ausencia ni carencias, toda la felicidad de que ella puede gozar, ella manda y ella dirige...” (4).
Para Platón “no es la ley, sino la ciencia la que debe prevalecer en la ciudad. Esa ciencia es poseída por el político, y nunca puede ser depositada adecuadamente en o representada por leyes” (5).
Finalmente, la política es una ciencia, una episteme en el sentido fuerte del término. Los gobernantes que poseen tal ciencia, como decía el himno del Partido Comunista de la ex-República Democrática de Alemania, tienen siempre, tienen siempre, tienen siempre razón, “quieran actuar de acuerdo con las leyes, o contra las leyes y quieran ellos gobernar sujetos que acuerden o no en ser gobernados, y así gobernados” (6). Y no “sólo contra las leyes, también puede matar o exilar ciudadanos, una vez que actúa buena suerte, para el bien de la ciudad, una vez que tiene el saber, por lo tantosabe lo que bueno es para la ciudad. Eso realmente – remata Castoriadis – es la legitimación del poder absoluto, es el secretario del Partido Comunista que sabe lo que es bueno para la clase trabajadora” (7).
El adviento de una ciencia política acabó, en cierto modo, reforzando el prejuicio contra la opinión. No es que no pueda (y no deba) existir una ciencia del estudio de la política. Lo que no puede existir – para la democracia – es una política científica. Si existiera, stricto sensu, una ciencia política, los que poseyeran tal ciencia tendrían ventajas (o a ellos acabarían siendo atribuidas ventajas) en el proceso político. En la elección democrática quien debiera redactar una propuesta o quien debiera coordinar su implantación, por ejemplo, un científico político sería considerado – por motivos extrapolíticos – más apto para la tarea que un ex-metalúrgico.
Ora, si la política fuera una ciencia, los científicos políticos tendrían, en relación a las tareas políticas, más condiciones de ejercerlas que los legos (los no-científicos). Eso llevaría, en el límite, al gobierno de los sabios de Platón, profundizando la separación entre sabios e ignorantes que está en la raíz del poder autocrático.
Todo indica – felizmente – que la política no es exactamente una ciencia y sí algo más parecido con “un arte” y la primera evidencia de eso es que la política sería una ciencia de los mejores actores políticos, aquellos que se destacan por su capacidad de articulación, serían los científicos políticos, lo que no ocurre. Por el contrario, los atributos del político son de otra naturaleza: permanente atención para captar movimientos sutiles de opinión de los demás actores políticos; aguda capacidad para reaccionar en el tiempo correcto (no antes, ni después: la noción de “timing” está entre las principales virtudes del actor político); y habilidad para desplazarse en terrenos pantanosos y para hallar camino en medio del berenjenal (o sea, requiere una especie de brújula interior, que asegure que el rumbo no se perdida).
En suma, la política es una actividad que cuenta con recursos que nunca pueden ser totalmente explicitados (y adquiridos) por el estudio de la política. Por ejemplo, en algunas situaciones el actor político debe avanzar; en otras, debe retroceder; y en otras, aún, debe quedarse totalmente inmutable, pero difícilmente se puede elaborar una metodología o un manual que indique cuando se debe tomar cada una de esas actitudes.
Hay un sentido de flujo o reflujo que debe ser percibido por el actor político y esa percepción en general no está en el nivel de la conciencia: es el “glance” (el “golpe de vista”), es el “blink” (aquella “decisión en un parpadear de ojos” que puede ser más valiosa que una orientación madurada al largo de meses de estudio). Finalmente, la política requiere la capacidad creativa, ya aventurada por Heráclito, hace más de 2.500 años, de esperar lo inesperado – sí, en la política democrática los desenlaces están siempre abiertos – para poder encontrar lo inesperado, quiere decir, para conseguir configurar e insertarse en aquella situación única, inédita y favorable a la realización de un proyecto (8).
Diferentemente de varias disciplinas, cuyos contenidos pueden ser incautados por medio de procesos pedagógicos formales, la política requiere otros tipos de esfuerzos de aprendizaje. Gran parte de los llamados científicos políticos – lo mismo que los que coleccionan títulos académicos de “máster”, doctorado y post-doctorado – no conseguiría dirigir a buen puerto una organización bien simple frente a una variedad de opiniones e intereses conflictuantes. Eso para no hablar de desafíos políticos más complejos, como el de articular la elaboración colectiva de un proyecto en un ambiente hostil o el de aprobarlo en una instancia en que sus ideas básicas son francamente minoritarias. Y es muy bueno para la democracia que sea así.

Indicaciones de lectura

Se recomienda vivamente la lectura del maravilloso libro del viejo periodista Isidor Feinstein Stone (I. F. Stone, como se conoce a partir de 1937), titulado “El juicio de Sócrates” ("The trial of Socrates". New York: Anchor Books, 1988), editado en Brasil por la Compañía de las Letras en 1988 y hace dos años reeditado en versión económica. Stone falleció en junio de 1989 y no llegó a ver la repercusión de su excelente trabajo.
En la misma línea, no se puede dejar de leer la serie de seminarios de Cornelius Castoriadis, dictados entre 19 de febrero y 30 de abril de 1986, publicados póstumamente, en 1999, bajo el título “Sobre ‘El Político’ de Platón” (9).
Es imposible dejar de leer el clásico discurso de Max Weber, intitulado: “Política como vocación” (o Política “como profesión”: “Politik als Beruf”), que contiene conferencias proferidas por Weber, en la Universidad de Múnich – en verdad, en la Asociación de los Estudiantes Libres – en el invierno de la Revolución de 1918-1919.
Para quien está interesado en el estatuto sorprendente de la política vale la pena leer tres libritos estimulantes, que jamás serían recomendados en un curso de ciencia política (lo que, de hecho, sólo confirma los comentarios de este capítulo): Roger von Oech: Espere el inesperado o usted no lo encontrará: una herramienta de creatividad basada en la ancestral sabiduría de Heráclito (2001); William Dugan: El chasquido de Napoleón: el secreto de la estrategia (2002); y, Malcolm Gladwell: Blink: la decisión en un parpadear de ojos (2005).

Notas

(1) Cf. Stone, I, F. (1988). El juicio de Sócrates. São Paulo: Compañía de las Letras, 2005.
(2) A partir de la segunda mitad del siglo XX las universidades (y las escuelas de bachillerato y fundamental donde dan clases los licenciados por las universidades) se transformaron, en las llamadas áreas humanas y sociales y en sus disciplinas, en algunos casos, en especies de “madrasas” laicas. Sobre todo después de Gramsci, esas instituciones pasaron a ser abordadas (y ocupadas) como aparatos ideológicos del Estado en los que (y a partir de los cuáles) sería necesario ganar hegemonía. Y de hecho hubo, en esas áreas consideradas, sobre todo en Brasil, pero también en varios otros países, la predominancia del "marxismo como profesión" y no sólo como profesión de (una especie de "religión laica" que fue adoptada en la academia), sino como un medio-de-vida también. Para prosperar en la carrera, ser acogido por la comunidad académica, no ser considerado reaccionario, conservador, retrógrado o derechista, un profesor debería alinearse a la ortodoxia marxista. Y así tres o cuatro generaciones de estudiantes fueron impregnados de ideología, contaminados por el “método científico o dialéctico de ver la realidad”. Pero, en especial, su incautación de la democracia fue ya deformada por la visión de que existirían dos democracias, en cierto sentido opuestas: la democracia burguesa, de las élites y representativa – mera forma de legitimación de la dominación de clase utilizada por los investigadores– y la democracia socialista, esa sí la verdadera democracia popular, pero que sólo podría ser instaurada con la victoria de las fuerzas progresistas sobre los conservadores, quiere decir, de la izquierda sobre la derecha, y que sólo se realizaría plenamente cuando el Estado fuera colocado a servicio de los dominados. Hasta hoy ese proceso de desconstituición de la idea de democracia continúa. La democracia es encarada como un mero expediente en la lucha contra el capital y contra los opresores del pueblo. Sirve como un instrumento del combate de los oprimidos, debiendo los combatientes tomar provecho de ella para llevar su lucha en libertad (libertad esa que debería ser negada a los que están en el poder cuando se invirtiera la correlación de fuerzas). No es por casualidad que frecuentemente encontramos, en los libros escolares, sórdidos relatos de la democracia griega, donde el énfasis está siempre colocado en el hecho de que Atenas había tenido, a cierta altura del periodo democrático, menos de cien mil hombres libres aptos a usufructuar su democracia, por cuanto eran sostenidos por cerca de doscientos mil esclavos que no tenían ningún derecho de participar de la vida política de la polis. Y por increíble que parezca hay aún quien subraye que, en Atenas de aquella época, las mujeres tampoco podían participar de la democracia (cosa que solamente ocurrió el siglo pasado en casi todo el mundo), para, así, insinuar el mensaje de que se trataba de un sistema imperfecto mismo, “probando” con eso que la democracia no puede realmente tener lugar en una sociedad de clases.
(3) Según Castoriadis, “se podría muy bien decir que la política es un saber hacer empírico. Y es preciso lo que quiso decir, de hecho. Empírico, no quiero decir un arte curativo, sino, finalmente, es algo que no puede, bajo ningún aspecto ser llamado como ciencia. Pero, el Extranjero [personaje del diálogo platónico “El Político”] dice que el político es el ton epistèmonon tis [uno de aquellos que poseen una ciencia], uno entre los sabios, pero los sabios de un saber correcto. “¿Cómo no?”, responde el joven Sócrates. Y está decidido: la política es una ciencia; y el político es aquel que posee esa ciencia. Esa sumersión falaciosa del político bajo la ciencia permitirá toda la secuencia del raciocinio de Platón”. Cf. Castoriadis, Cornelius (1986/1999). Sobre ‘El Político’ de Platón. São Paulo: Loyola, 2004.
(4) Platón. “Politique” in Oeuvres Completes, Tome Cinquième”. París: Garnier, 1950. (5)-(7) Cf. Castoriadis: op cit.
(8) Cf.: von Oech, Roger (2001). Espere el inesperado o usted no lo encontrará: una herramienta de creatividad basada en la ancestral sabiduría de Heráclito. Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 2003; Dugan, William (2002). El chasquido de Napoleón: el secreto de la estrategia. São Paulo: Francis, 2005; y Francis, 2005; y Gladwell, Malcolm (2005). Blink: la decisión en un parpadear de ojos. Río de Janeiro: Rocco, 2005.
(9) Castoriadis, Cornelius (1986/1999). Sobre ‘El Político’ de Platón. São Paulo: Loyola, 2004.