... que la política no es una continuación de la guerra por otros medios;
La democracia es un error en el script de la Matrix.
La política no es un mecanismo para solucionar directamente enfrentamientos de intereses pues la política no regula intereses a no ser en el caso en que esos intereses se presenten en el espacio de la conversación política como opiniones, estando la democracia basada en la libertad para que los portadores de opiniones puedan presentarlas. Así, si la democracia es, constitutivamente, libertad de opinión, la política democrática es un modo de regular pacíficamente la interacción de las opiniones diferentes (que muchas veces refrendan intereses distinguidos y, frecuentemente, contradictorios) de la variedad de sujetos interdependientes que constituyen un todo social.
A la primera vista parece claro que la política es un modo no-violento de regular los conflictos que ocurren en la sociedad humana. De lo contrario sería la guerra, externa o interna, “caliente” o “fría”. En las democracias, la política es un modo de celebrar pactos de convivencia que aseguren la estabilidad de la vida humana en sociedad.
Pero esas afirmaciones, aunque a las veces parezcan obvias, no son tan obvias por si solas. La política aún es predominantemente entendida como aquello que hacen los políticos. ¿Y qué hacen los políticos? Ora, todo el mundo sabe que los políticos se esfuerzan para llegar al poder, para gobernar o para legislar y más – que todo eso – para continuar en el poder. Y que, para eso, no es raro que echen mano de conductas no-democráticos (cuando no ilegítimos o ilegales).
La idea de que la política es una continuación de la guerra por otros medios (la llamada fórmula inversa de Clausewitz) o la idea de que la política es una especie de guerra “sin derramamiento de sangre” (como dijo Mao Tse-Tung); finalmente, la idea de política como una especie de arte “de la guerra” está ampliamente difundida (1).
La política aún es predominantemente practicada como si fuera una forma de juntar un grupo para sobrevivir. Todos los que se dedican profesionalmente a la política saben de eso. Es la primera lección que cualquier actor político aprende: no se puede, jamás, quedarse solo. Por lo tanto, es necesario estar protegido por un grupo (los amigos) para no sucumbir a los ataques (de los enemigos). Ese grupo es un bando, que actúa como una cuadrilla o una patota política. O sea, el bandidismo (no necesariamente en el sentido criminal, pero en el sentido social del término) aún está muy presente en los medios políticos, aún en regímenes democráticos y en países que viven bajo el amparo del Estado de derecho (o bajo el llamado imperio de la ley).
La política realmente existente en las sociedades actuales aún es – en parte – el arte de impedir a las personas de que participen de los asuntos que propiamente les conciernen (como dijo Paul Valéry) o el arte de hacer que un proyecto predomine sobre los demás (2). Eso no significa, sin embargo, que esa sea la única política posible.
Juntamente con esas formas aún predominantes, la política abre espacio para otras formas de participación. El simple hecho de que las personas hagan política, aún cuando la usan instrumentalmente para obtener algún resultado favorable sólo para sí o para su grupo privado, significa que hemos configurado un campo para la incidencia de otras prácticas que intenten, por ejemplo, promover cada vez más la participación de los ciudadanos en los asuntos que le conciernen y crear condiciones para hacer lo que aún no parece ser posible. No habría tal oportunidad si no existiera la política, o sea: si las personas regularan sus conflictos por la violencia; si no reconocieran la legitimidad del otro; si descalificaran en principio las opiniones ajenas; y si no hubiera un espacio común de conversación. ¡Ahí la única alternativa delante del conflicto sería la guerra!Eso significa que lo que llamamos política realmente existente es también la política que permite la superación de lo que existe.
Hannah Arendt (1950), en los “Fragmentos” de sus escritos póstumos sobre política, nos enseñó que la política se constituye bajo el signo del poder y no de la fuerza. Ese es un punto importante, tanto porque establece una distinción entre el poder y la fuerza, atribuyendo al primero (y no a la segunda) el carácter de objeto de la política, cuanto porque indica que, no habiendo poder, no podría también haber política. ¿Pero en que sentido? ¿La política surge después del poder o en el mismo acto (de poder) que transforma una diferencia (de fuerza, riqueza o saber) en separación ya hay política, siendo, tal acto (constitutivo del poder), un acto político? Como se ve, no son cuestiones triviales.
Los que defienden que la política propiamente dicha es la política que puede ser hecha ex parte populis, quiere decir, por una variedad de actores políticos y no sólo por el Estado, por el príncipe, o sea, por el autócrata, pueden partir de la idea de que el poder precede la política y que la política (por lo menos esa política, que tiene como sentido la libertad) surge como un cuestionamiento al poder. Ese es el punto de vista de la democracia en el sentido “fuerte” del concepto.
Saber en que circunstancias los seres humanos inventaron la política puede contribuir a la comprensión del fenómeno político. En general la cuestión es encarada como un recurso discursivo en el ámbito de la teoría de la política. Y tenemos entonces tres grandes vertientes explicativas: a) mantener la orden (o evitar el caos); b) garantizar la paz (o impedir el deterioro del tejido social); y c) pactar formas de convivencia.
Es preciso percibir que esas explicaciones son diferentes. La primera, podría decirse, de corte más hobbesiano, no excluye la violencia para alcanzar su finalidad de mantener el orden (atribuyendo legitimidad a un agente de la violencia – y confiriéndole el monopolio del uso de la fuerza – para garantizar tal fin: estamos hablando del Estado). Si eso es válido en autocracias, entonces la política practicada por el Estado no puede evitar ser encarada como una guerra interna, movida por quién ostenta el poder autocrático, contra los de su propia gente.
La segunda, toma como principio la necesidad de mantener la convivencia pacífica y apela a un “arte” capaz de impedir el desenlace violento de los conflictos. Trataríase de una visión más próxima de la democracia, quedara claro que no se atribuye – como hizo Platón en “El Político”, con “el arte”, en la verdad la ciencia (epísteme), del tejedor – a un agente único tal arte (y, si fuera así, habiendo una pluralidad de agentes que pudieran practicarla, el sentido de la política pasaría a no ser el mantenimiento del orden y sí la libertad de los actores de adherirse y aplicar modos de regulación de conflictos compatibles con esa finalidad). De cualquier modo hay una diferencia entre esa alternativa y la anterior: aquí la política no es guerra, pero impide la guerra.
La tercera alternativa autoriza la inferencia de que no se atribuye a alguien en especial – sino a todos los participantes de la comunidad política –, la decisión de celebrar pactos de convivencia, pero deja implícito que se trata de una libre invención, algo que los seres humanos quisieron hacer porque estaban a fin de hacer, no porque fueron obligados a tanto: un acto gratuito, voluntario, por lo tanto. Esa puede ser una visión fundante de la democracia, en términos conceptuales, es claro, no necesariamente en términos históricos. Aquí la política (democrática) adquiere el estatus semejante a lo de una obra de arte - no como téchne, quiere decir, como conocimiento técnico del artista o del artesano (o como una especie de episteme, evocada en el “arte del tejedor” de Platón, como fue mencionado arriba) y sí como libre creación (como, de hecho, ya había sugerido Maturana) (3).
El jurista y estudioso político alemán Carl Schmitt, publicó, en 1932, un famoso libro intitulado “El concepto del político”, que provocó gran controversia sobre un supuesto militarismo o belicismo presente en sus concepciones. Su posición fue encarada como realista, por el hecho de admitir (aún sin desear, o proponer) que la guerra es el presupuesto siempre presente como posibilidad real en cualquier relación política. De cualquier modo, no hay como negar que, para concertar lo político, Schmitt insiste demasiado en las nociones de guerra y de enemigo, dejando de tratar, con la misma atención – y eso no puede ser por casualidad –, de los conceptos de paz y de amigo.
No cabe aquí entrar en la controversia en los términos en que se la ubicó. Tal vez sea necesario decir sólo que, para Carl Schmitt, “la diferencia específicamente política... es la diferencia entre amigo y enemigo”. Aunque él intente hacer una distinción entre inimicus en su sentido lato (el concurrente comercial, “el adversario particular que odiamos por sentimientos de antipatía”) y hostiles (el enemigo público, el combatiente que usa armas para destruir mi contexto vital, finalmente, el enemigo político), parece claro que Schmitt no veía diferencia de naturaleza entre guerra y política. Tanto es así que él afirma que “la guerra, mientras el medio político más extremo, revela la posibilidad subyacente a toda concepción política, de esta distinción entre amigo y enemigo” (4). Quiere decir que, para él, si bien sea un “medio extremo”, la guerra es un medio político. De lo contrario él debería haber afirmado que la política puede llevar a la guerra, dejando de ser lo que es (cambiando, por lo tanto, su naturaleza) y no que la guerra es un medio político, pues que, así, al hacer guerra, aún estamos haciendo política.
Se puede percibir en Carl Schmitt un sesgo realista de la llamada realpolitik. Contraponiéndose al idealismo, el realismo político es una política basada en el “equilibrio del poder”, en la línea del pensamiento y de la práctica del Cardenal Richelieu – con su “razón de Estado” (“raison d’état”) colocada por encima de cualquier principio moral – y de los llamados “políticos del poder”, como Metternich, Bismarck y, más recientemente, Kissinger (1994: Diplomacy), según la cual – y él escribió eso interpretando el pensamiento del presidente Theodore Roosevelt, su admirado “estadista-guerrero” – “la teoría de Darwin sobre la supervivencia del más fuerte... [es] la mejor guía para la comprensión de la historia que la moralidad personal” (5).
El punto de la discusión es el siguiente: si puede haber guerra como medio político, entonces debemos ser lo suficiente realistas para practicar la política como quien cuenta con tal posibilidad (y se prepara para eso, lo que acaba, casi siempre, siendo la misma cosa que practicar la política como “arte de la guerra”). Al proceder de ese modo, separando los amigos políticos de los enemigos políticos (los que nos pueden combatir), cristalizamos aquella relación de enemistad que puede llevar a la guerra (y que, de cualquier modo, lleva a la práctica de la política como un “arte de la guerra”).
El problema es que eso no vale sólo para la relación entre Estados soberanos, pero acaba deslizando – ineludiblemente – para todas las relaciones políticas (Richelieu usaba la “lógica” de la tal “razón de Estado” para mantener su poder internamente y no sólo en las relaciones internacionales de Francia). Amigo, entonces, pasa a ser todo aquel que está de acuerdo con nuestro proyecto y enemigo todo aquel que desacuerda de nuestro proyecto. Ora, si quiero afirmar mi proyecto, entonces debo derrotar o destruir aquellos que pueden inviabilizar su realización y eso debe ser hecho, inclusive, preventivamente, antes que ellos (los otros, los enemigos) consigan inviabilizar mi proyecto o sustituirlo por los proyectos de ellos.
Hay una línea divisoria muy fina entre derrotar y destruir el proyecto del otro y derrotar y destruir el otro como actor político, quiere decir, como alguien que puede presentar un proyecto diferente (que no es el mío). Así, basta para alguien no estar de acuerdo con mi proyecto (político), para ser clasificado como enemigo (político), por lo menos en potencia.
Ese punto de vista, por lo tanto, no dista mucho de la posibilidad de transformar el enemigo político en amigo político, convenciéndolo, ganándolo para nuestro proyecto o adoptando un otro proyecto, un tercer proyecto, que contemple ambos proyectos (el nuestro y lo de él). El realismo indica que eso no ocurrirá, por el simple hecho de que él (el otro), para usar el pensamiento de Carl Schmitt, no un ser yo-aún – lo que significa, paradójicamente, convengamos, una construcción ideal del enemigo, aquel que debe ser desconstituído como ser político mientras amenazar la realización de mi proyecto. No pudiendo ser destruido enseguida, tal enemigo, por lo menos, deberá quedarse en su posición, respetando mi espacio, de lo contrario será destruido más tarde o en cualquier momento: a eso se llama “equilibrio de poder”. Se configura así una situación de lucha permanente, llevando la una política de adversario o generadora de enemistad. Porque el otro, en vez de ser considerado como un posible compañero, un aliado o colaborador, es visto, antes de cualquier cosa, como un potencial enemigo.
En la verdad, el enemigo como construcción ideal pasa a ser una pieza funcional de nuestro esquema de poder, quiere decir, de nuestra política. Sin el enemigo, se desconstituye la realpolitik y el tipo de poder que ella sostiene, en general basado en la necesidad de preservación de un determinado orden que necesita ser mantenida contra el peligro representado por el enemigo. Es para mantener ese orden que se instaura entonces, internamente, el “estado de guerra” que consiste en una preparación para la guerra externa (que puede venir o no, poco importa) pero siempre en nombre de la paz (pues que sólo alguien preparado para la guerra puede mantener la paz). Y lo más grave es que ese “estado de guerra” interna puede referirse tanto al ámbito de un país ante de otros países, como a la de una organización en conflicto real o potencial con otras organizaciones, como, por ejemplo, la de un gobierno confrontado por partidos de oposición. El raciocinio, como se ve, es una perversión, pero el hecho de él ser acepto tan ampliamente indica que las tendencias de autocratización de la democracia aún están en la ofensiva en relación a las tendencias de democratización de la democracia.
Toda política que admite la guerra como uno de sus medios acaba siendo una política de adversario, basada en la lucha constante para destruir el enemigo o para mantener el “equilibrio de fuerzas” (y se debe notar que, aquí, la política comienza a constituirse bajo el signo de la fuerza y no del poder!). Para la realpolitik, la única realidad política – inexorable – es la de interacción de fuerzas y, así, el único criterio político debe ser la de correlación de fuerzas. Debo, siempre, hacer todo lo que sea posible para alterar la correlación de fuerzas a favor de mi proyecto (o a mi favor, cuando se trata de un proyecto personal, de una agenda propia – como, de hecho, siempre sucede). La política pasa a ser una lucha constante para alcanzar tal objetivo, cuando no debería ser; o sea, como escribió Michelangelo Bovero (1988) en “Ética y política: entre maquiavelismo y kantismo”, la política no debería ser una lucha y sí impedir la lucha: no combatir por si mismo, sino resolver y superar el conflicto antagónico e impedir que vuelva a surgir (6).
No son sólo las teorías políticas que están, en su mayoría, contaminadas por la visión perversa del clausewitzianismo invertido. La llamada sabiduría política tradicional también se basa, totalmente, en las reglas de la lucha política como “arte de la guerra” o en la práctica de la política ‘como una continuación de la guerra por otros medios’, pues parece claro que, en la mayoría de los casos, esa sabiduría no se refiere a la guerra propiamente dicha, aquella en que ocurre la violencia física: aquí estamos tratando del ánimo confrontativo, que tanto está por detrás de la guerra como de la política confrontativa o competitiva.
Thomas Hobbes (1651) – que era autocrático, pero no desprovisto de inteligencia – ya había percibido que “la guerra no consiste sólo en la batalla o en el acto de luchar, también en aquel lapso durante el cual la voluntad de entrar en lucha es suficientemente popular... [ya que] la naturaleza de la guerra no consiste en la lucha real, como en la conocida disposición para tal...” (7).
En la medida en que acumula una gran dosis de sabiduría la tradición política es autocrática, no democrática. Esa sabiduría de los grandes jefes y articuladores políticos, tan admirada por los políticos tradicionales y por las almas impresionables, tiene poco a ver con la democracia.
Sabiduría no significa democracia ni constituye un requisito para la buena práctica democrática. La democracia no es una tradición: es un acontecer; como ya fue sugerido aquí, es un error en el script de la Matrix, un fallo en el software de los sistemas autocráticos.
El conjunto de las enseñanzas originadas desde la sabiduría política tradicional induce a un comportamiento que genera enemistad y que, consecuentemente, exige la práctica de la política como “arte de la guerra”. Todo está basado, en el fondo, en vencer el adversario, desarmar su proyecto político, o sea: desorganizar sus fuerzas y, sobre todo, impedir que se reúnan los medios necesarios a la su existencia como actor político.
Del punto de vista de la democracia – no hay como negar – todo eso es una perversión. Si existe una ética de la política y esa ética es – o sólo puede ser – la democratización, entonces el recurso de la guerra (en el sentido de la práctica de la política como “arte de la guerra”) debe ser visto como violador de esa ética y, así, como el comportamiento a ser evitado.
En política, la guerra (quiere decir, la política pervertida como “arte de la guerra”) no acontece en función de la existencia objetiva del enemigo, sino en función de nuestras opciones de encarar al otro como enemigo y de intentar destruirlo. Estas opciones sólo hacen que estemos montando o manteniendo un sistema autocrático de poder, que exige del enemigo para su erección o para su funcionamiento como tal (quiere decir, como un sistema no-democrático de organización y resolución de conflictos).
Clausewitz (1832) tenía razón, según un punto de vista, cuando decía que la guerra es una continuación de la política por otros medios: que quede claro que esa continuación no es más política y que la política capaz de tener tal continuación es una política practicada como “arte de la guerra”. La llamada “fórmula inversa” (la política ‘como continuación de la guerra por otros medios’) es que es perversa, pues la guerra no puede llevar a la política la menos que queramos establecer la imposibilidad de la democracia. Políticas que conducen a la guerra son autocráticas. Colectivos que practican la democracia no guerrean entre sí (en la exacta medida en que a practican).
Hay un fundamento hobbesiano en la visión de la política como continuación de la guerra por otros medios. En el famoso capítulo XIII del “Leviatán”, Hobbes (1651) decreta que “los hombres no sacan placer alguno de la compañía unos de los otros (y sí, por el contrario, un enorme desplacer), cuando no existe un poder capaz de intimidar a todos”. Es claro que él no está hablando sólo de política, pero también revelando las presuposiciones antropológico-sociales que condicionan su manera de ver la política. Según él, “en la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de discordia. Primero, la competencia; segundo, la desconfianza; y tercero, la gloria” – o sea, esas manifestaciones de egoísmo no serían culturales, no emanarían de la forma como la sociedad se organiza, sino intrínsecas. Esa inclinación “genética” hacia el mal explicaría por qué, “durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común capaz de mantenerlos todos en temor respetuoso, ellos se encuentran en la condición que se llama guerra; y una guerra que es de todos los hombres contra todos los hombres. Pues la guerra no consiste sólo en la batalla o en el acto de luchar, sino que también en aquel lapso de tiempo durante lo cual la voluntad de entablar batalla es suficientemente popular... [ya que] la naturaleza de la guerra no consiste en la lucha real, sino en la conocida disposición para tal, durante todo el tiempo en que no hay garantía de lo contrario. Todo tiempo restante es de paz” (8).
Pero, según Hobbes, “todo aquello que se infiere de un tiempo de guerra, en que todo hombre es enemigo de todo hombre, se infiere también del tiempo durante lo cual los hombres viven sin otra seguridad sino la que les puede ser ofrecida por su propia fuerza y por su propia invención. En una tal condición [de falta de un poder que domestique o apacigüe a los hombres]... no hay sociedad; y lo que es peor de todo, un miedo continuo y peligroso de muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, miserable, sórdida, brutal y corta” (9).
El mismo fundamento hobbesiano para la visión de la política como continuación de la guerra por otros medios – al asumir que no puede haber sociedad (civil) sin Estado – conspira contra las presuposiciones de la democracia.
Finalmente, la lucha política como “arte de la guerra”, crea la guerra y obstruye la democracia. La guerra, como dijo cierta vez Maturana, no sucede: nosotros la hacemos (10). ¿Y como la hacemos? Ora, practicando el “arte” de operar las relaciones sociales con base en el criterio amigo x enemigo. Toda vez que hacemos eso estamos, si acaso se pueda hablar así, armando o haciendo guerra. No necesariamente la guerra tradicional, “caliente” y declarada, entre países o grupos dentro de un país, la guerra con derramamiento de sangre, sino aquellas formas de guerra “fría” y no instalada: la guerra “sin derramamiento de sangre” (como Mao definía la política), la guerra “sin muertes” (como George Orwell definía el deporte competitivo), la paz de los imperios (lato sensu, quiere decir, la paz establecida por el dominio) y la paz como preparación para la guerra, el “estado de guerra” (interno) instalado en función de la guerra (externa) o de su amenaza (o, aún, de la evaluación, subjetiva, de su posibilidad); finalmente, la práctica de la política como “arte de la guerra” que comprende: los modos de regulación de conflictos en que la producción permanente de vencedores y vencidos genera enemistad política, los patrones de organización compatibles con esos modos de regulación de conflictos y de clima confrontativo que se instala consecuentemente en los colectivos humanos que los practican.
Indicaciones de lectura
Sobre este tema es fundamental comenzar leyendo un sintético libro de Norberto Bobbio: “Estado, gobierno, sociedad: para una teoría general de la política” (1985) y, inmediatamente después, los textos de Hannah Arendt “Que es la política?” (Frag. 1), “Los prejuicios” (Frag. 2b) y El “sentido de la política” (Frag. 3b), todos contenidos en la colección compilada por Ursula Ludz (1992) y ya indicada aquí.
Sobre el llamado realismo político (la realpolitik) conviene leer los libros de Carl Schmitt: “El concepto del político” (1932) y de Henry Kissinger: “Diplomacia” (1994). Y seguidamente leer el texto “Nuevamente la vieja política realista?” (1997), de Hans Küng (10).
Sobre las relaciones entre ética y política, Agnes Heller (con Ferenc Fehér): “La condición política post-moderna” (1997); Norberto Bobbio: “Ética y Política” (1984); y Michelangelo Bovero: “Ética y política entre maquiavelismo y kantismo” (1988) (11).
Notas
(1) Muchas organizaciones políticas trabajaron el último siglo con esa idea y eso ya fue racionalizado y teorizado ad nauseam. Buena parte de la literatura empresarial de los últimos veinte años ha contribuido para promover ese paralelo militar en la política: basta ver el éxito de las innumerables ediciones del “Arte de la Guerra” de Sun Tzu (c. 400-320 a.C) y de las miles de versiones e interpretaciones de ese libro que intentan extraer conocimientos válidos para el empreendedorismo, la gerencia, el marketing, el triunfo sobre la competencia y, inclusive, para la promoción de carreras personales.
(2) La cita completa (y correcta) de Paul Valéry es la siguiente: “La política fue primero el arte de impedir a las personas de que se entrometan en aquello que les merece respeto. En épocas posteriores, le añadieron el arte de forzar las personas a decidir sobre lo que no entienden”. Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (1871-1945) fue un filósofo, escritor y poeta francés, de la escuela simbolista. Sus escritos incluyen aportes en matemática, filosofía y música y, eventualmente, en política. Para los propósitos de esta cita tal vez sea preferible quedarse con la forma resumida (y más difundida), pues el proceso de decisión democrática debe reconocer la legitimidad de todas las opiniones y no sólo de aquellas emitidas por personas que entienden en los asuntos en tela de juicio; al contrario, deberíamos descalificar la opinión en relación al saber, lo que, en el límite, puede conducir a un gobierno de sabios, quiere decir, a una autocracia y no la una democracia.
(3) Cf. Maturana, Humberto (s./d.). La democracia es una obra de arte (alocución en una mesa redonda organizada por el Instituto para el Desarrollo de la Democracia Luis Carlos Galan, Colombia). Bogotá: sin fecha.
(4) Cf. Schmitt, Carl (1932). El concepto del político. Petrópolis: Voces, 1992.
(5) Cf. Kissinger, Henry (1994). Diplomacia. Río de Janeiro: Francisco Alves, 2001.
(6) Cf. Bovero, Michelangelo (1988). “Ética y política entre maquiavelismo y kantismo” in Revista Luna Nueva número 25: “Ética, política y gestión económica”. São Paulo: CEDEC, 1992.
(7) Cf. Hobbes, Thomas (1651). Leviatã. São Paulo: Martins Fontes, 2003.
(8) Ídem.
(9) Ídem-ídem.
(10) Cf. Maturana, Humberto (1991). El sentido de lo humano. Santiago: Dolmen Ediciones, 1997.
(11) Nacido en 1928, Küng – aunque haya sido considerado hereje por Vaticano – es uno de los mas conocidos teólogos de la actualidad, además de profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tübingen y presidente de la Fundación Ethos Mundial. Fue autor de importantes libros como La Iglesia y Ser Cristiano. La traducción del texto indicado aquí fue publicada en el primer capítulo del libro: Küng, Hans (1997). Una Ética Global para la Política y la Economía Mundiales. Petrópolis: Voces, 1997.
(12) Las traducciones de los artículos de Bobbio y Bovero fueron publicadas en la revista Luna Nueva número 25: “Ética, política y gestión económica”. São Paulo: CEDEC, 1992; cf. aún Heller, Agnes & Fehér, Ferenc (1987). La condición política post-moderna. Río de Janeiro: Civilización Brasileña, 1998.