sábado, 14 de junio de 2008

Presentación


“The fundamental principle of democracy is that the ends of freedom and individuality for all can be attained only by means that accord with those ends... [but] There is no opposition in standing for liberal democratic means combined with ends that are socially radical”.
John Dewey (1937) in “Democracy is radical”.
Nuestro analfabetismo democráticoNada o casi nada aprendemos de democracia en la infancia o en la juventud, sea en casa, en las bromas callejeras con los amigos, en la escuela, en la iglesia, en las asociaciones juveniles o en el deporte. Cuando somos adultos, tampoco tenemos suficientes oportunidades de aprender y practicar la democracia en el cuartel, en la universidad, en el trabajo, en las entidades representativas o en otras organizaciones de la sociedad civil de las que participamos.
Hasta el mundo político – incluyendo los políticos tradicionales y sus partidos y las instituciones públicas, como los parlamentos y los gobiernos – está sólo semi-alfabetizado en términos democráticos; o sea, planteándolo a la inversa, el mundo político está compuesto por semi-analfabetos democráticos. Quién tenga alguna duda, que investigue tomando el universo de las conducciones partidarias, el Congreso, las Asambleas Legislativas, los Concejos y los órganos públicos de los tres niveles de gobierno, con preguntas simples sobre las supuestos, los principios, el significado estratégico y el valor de la democracia: les garantizo que los resultados serán impublicables.
Esa realidad decepcionante puede ser explicada. La democracia no es una cosa “natural” en el mundo en que vivimos. A pesar de las declaraciones de amor a la democracia expresadas por políticos de todos los matices, la palabra fue vaciada de su contenido. Tais declaraciones no reflejan una verdadera conversión a las ideas y a las prácticas democráticas, pues adherir realmente a la democracia no es algo fácil: es preciso remar contra la corriente, contrariar la cultura política establecida y, a menudo, negar el sentido común.
La democracia es una brecha – inestable – que fue abierta entre los sistemas míticos, sacerdotales, jerárquicos y autocráticos a los cuáles estuvimos sometidos en los últimos seis mil años.
En este sentido, no hay nada más subversivo que la democracia. Es una insubordinación contra el poder vertical, entendido como el poder de obstruir, separar y excluir, aquel poder que se estructura instalando centralizaciones en la red social para capacitar a sus agentes para mandar alguien hacer algo en contra de su voluntad.
El hecho de que, hasta ahora, la democracia (como sistema político o forma de administración del Estado) ha sido experimentada - en algunos lugares - en sólo un 7% de nuestra historia (durante 96 minutos, si tomáramos como referencia 24 horas = 6 milenios), explica, por lo menos en parte, por qué nuestra formación democrática es aún tan incipiente. Sí, desde que se organizo el primer sistema político de poder vertical estable – probablemente en alguna Ciudad-Estado-Templo de la antigua Mesopotámia, tal vez en Kish, en la Suméria, alrededor del año 3.600 antes de Cristo – tuvimos sólo frágiles y fugaces experiencias localizadas de democracia. De allí hasta acá, las diversas formas de Estado que se sucedieron, las instituciones públicas, las empresas y las demás organizaciones privadas de la sociedad civil e, inclusive, las tradiciones espirituales – para no hablar de las órdenes militares y religiosas – fueron, en gran medida, autocráticas, no democráticas. No es de extrañarse que sea tan alto nuestro índice de analfabetismo democrático.
¿Es posible una alfabetización democrática?

Somos menos analfabetos democráticos en relación a la comprensión del funcionamiento formal de nuestros actuales sistemas representativos que en relación a la democracia como modo de regulación de conflictos en lo cotidiano. Hasta conseguimos entender razonablemente la democracia como sistema de gobierno, pero, de modo general, no admitimos y no practicamos – como quería John Dewey – la democracia como modo de vida, en el día-a-día, en la base de la sociedad y en las organizaciones gubernamentales o no-gubernamentales de las que participamos.
Ocurre que el concepto de democracia puede ser tomado en dos sentidos: en el sentido “débil” o en sentido “fuerte”. En el sentido “débil” (y pleno) del concepto, democracia se refiere actualmente a un tipo de régimen – en la acepción como sistema de gobierno o forma política de administración del Estado – en que los gobernantes son escogidos por los gobernados y que responde a los siguientes requisitos: 1) libertad de ir y venir y de organización social y política; 2) libertad de expresión y creencia (incluyendo hoy el derecho de investigar, recibir y transmitir informaciones e ideas sin interferencia de cualquier medio, inclusive en el ciberespacio); 3) libertad de prensa stricto sensu y lato sensu (existencia de diversas fuentes alternativas de información); 4) publicidad (o sea, transparencia capaz de enseñar una real accountability) de los actos del gobierno e inexistencia del secreto de los negocios de Estado cuando no estén involucradas amenazas a la seguridad de la sociedad democrática y al bienestar de los ciudadanos; 5) derecho al voto para escoger representantes (legislativos y ejecutivos) por el sistema universal, directo y secreto; 6) condición legal de votar incluyendo la condición de ser votado; 7) elecciones libres, periódicas y exentas (limpias); 8) efectiva posibilidad de alternancia en el poder entre situación y oposición y aceptabilidad “de la derrota”; 9) instituciones estables, capaces de cumplir papeles democráticamente establecidos por ley y protegidas de influencias políticas indebidas del gobierno; 10) legitimidad: para que se considere legítimo el actor político individual o colectivo se debe respetar – sin intentar falsificar o manipular – el conjunto de reglas que emanan de los requisitos arriba mencionados, no estándole facultado a modificarlas o a eludirlas en base al argumento de que cuenta, a tal fin, con el apoyo de la mayoría de la población, aún ante las evidencias o pruebas de sus altos índices de popularidad o, aún, en base a la creencia de que posee la propuesta “correcta” o la “ideología verdadera” para alcanzar todo tipo de utopías, seas ellas el imperio milenario de los seres superiores o escogidos, el reino de la libertad o de la abundancia para todos, para redimir la humanidad o parte de ella o para salvar de algún modo la especie humana. Este es el sentido “débil” del concepto de democracia, en su concepción de máxima o plena.
En el sentido “fuerte” del concepto, sin embargo, democracia es más que eso, pero no propiamente mejor que eso por cuanto no constituye una alternativa o una realidad comparable a la democracia en su sentido “débil” (como sistema de gobierno). John Dewey (1939), por ejemplo, en el discurso “Democracia creativa: la tarea que tenemos por delante”, en que lanzó su contribución final a las bases de una nueva teoría normativa de la democracia que podríamos llamar de democracia cooperativa, deja claro que estaba tomando el concepto en su sentido “fuerte”. La democracia, para Dewey, no se refiere – ni sólo, ni principalmente – al funcionamiento de las instituciones políticas, sino que es “un modo de vida” basado en la apuesta “en las posibilidades de la naturaleza humana”, en el “hombre común”, o como él dice, “en las actitudes que los seres humanos revelan en sus mutuas relaciones, en todos los acontecimientos de la vida cotidiana”. Aún según Dewey, la democracia es una apuesta generosa “en la capacidad de todas las personas de dirigir su propia vida, libre de toda coerción e imposición por parte de los demás, siempre que estén dadas las debidas condiciones” (1). Ese es el sentido “fuerte” del concepto.
En efecto, en “El Público y sus problemas”, John Dewey (1927) dejó en claro que existe una “distinción entre la democracia como una idea de vida social y la democracia política como un sistema de gobierno. La idea es estéril y vacía siempre que no se la encarne en las relaciones humanas. Sin embargo en la discusión hay que distinguirlas. La idea de democracia es una idea más amplia y más completa que la que se pueda ejemplificar en el Estado, aún en el mejor de los casos. Para que tenga lugar, debe afectar a todos los modos de asociación humana, la familia, la escuela, la industria, la religión. Inclusive en lo que se refiere a las medidas políticas, las instituciones gubernamentales no son sino un mecanismo para la proporcionar de esa idea en los canales de acción efectiva...” (2).
Eso no significa que la democracia, en su sentido “débil”, sea menos importante que en su sentido “fuerte”, por cuanto la condición para que la democracia en su sentido “fuerte” pueda llevarse a cabo es la existencia de la democracia en su sentido “débil”. Actualmente, donde no existe un sistema representativo funcionando, en general tampoco hay prácticas realmente participativas, en la base de la sociedad ni en lo cotidiano del ciudadano, que puedan ser consideradas como democráticas. En otras palabras, la llamada democracia liberal es condición para el ejercicio de las formas innovadoras de democracia radical, como, de hecho, el propio Dewey ya había reconocido, hace más de setenta años, cuando afirmó que “el principio fundamental de la democracia consiste en que los fines de la libertad y de la autonomía para todo individuo solamente pueden ser alcanzados empleándose medios coincidentes con esos fines... [pero] no hay contradicción alguna entre la búsqueda de medios liberales y democráticos combinados con la defensa de los fines socialmente radicales” (3).
Por otro lado, como veremos en la introducción de este libro, democracia (en el sentido “fuerte” del concepto) no es un régimen determinado, no es un modelo aplicable a las variadas circunstancias, pero sí un movimiento o una actitud constante de desconstrucción de la autocracia.
No estamos condenados a convivir eternamente con las formas actuales de la democracia representativa, sin embargo no podemos abolirlas en nombre de las nuevas formas (supuestamente más participativas) que no aseguren lo esencial, el corazón mismo de la idea: la aceptación de la legitimidad del otro, la libertad y la valorización de la opinión y el ejercicio de la conversación en el espacio público.
No hay nada que impida a los seres humanos que inventen una nueva política democrática, a no ser su conciencia esté copada por las ideas autocráticas. No existen tales condiciones estructurales objetivas para la adopción de la democracia, como se supuso entorno de los años 70 del siglo pasado. El premio Nobel de Economía, Amartya Sen (1999), destruyó engaño cuando afirmó que la cuestión no es saber si un país está preparado para la democracia, sino mas bien, partir de la idea de que cualquier país se prepara por medio de la democracia. La democracia es una opción. Además de eso, la idea de democracia puede ser materializada de diferentes maneras (4).
Si la democracia no pudiera ser reinventada, no podría haber sido inventada. Al decir que la política es lo que es, no habiendo condiciones para cambiar su naturaleza (la relación amigo-enemigo), el realismo político está, en verdad, inoculando una vacuna contra los cambios políticos democratizantes: está diciendo que la política será siempre lo que fue y siempre como fue; o como se evalúa que siempre fue. Más allá que, en la mayor parte del tiempo la política no fue democratizante: a pesar de la onda democrática mundial del último siglo, en los últimos seis milenios la democracia no pasó de ser una experiencia localizada, frágil y fugaz. Después de su invención por parte de los griegos, la tendencia que la vigorizó ampliamente fue hacia la de la autocratización y no a de la democratización. Por eso tuvo razón más una vez Amartya Sen (1999) cuando, preguntado sobre cuál hubiera sido el acontecimiento más importante del siglo XX, respondió de pronto: la emergencia de la democracia.
Con efecto, la democracia está avanzando, a pesar de todo (aunque en el sentido “débil” del concepto, pero que es, como venimos, condición para que se pueda ensayar en su sentido “fuerte”). A finales de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, sólo 22 países presentaban formas de gobierno democráticas, siendo que todos los demás aún estaban sometidos a gobiernos totalitarios o autoritarios – en el sentido de que no cumplieran con aquellos diez requisitos presentados anteriormente. Sesenta años después (en 2005), se estimó que 117 países eran democráticos, por lo menos formalmente, atendiendo a uno (la elección) o de más de uno de los diez requisitos listados aquí, aunque no más que 60 países pudieran ser considerados plenamente democráticos, tomándose como tales los que atendían la totalidad o la mayor parte de los referidos requisitos. Todo eso, está claro, en el sentido “débil” del concepto, pues que en su sentido “fuerte”, como veremos más adelante, la democracia no se aplica propiamente a países – Estados-naciones – y sí a sociedades, o mejor, a comunidades (5).
El problema, por lo tanto, no parece estar en una dificultad mayor de aceptación formal de la idea de democracia como sistema de gobierno, sino en las ideas de la democracia que hemos necesitados, como: “democracia es votar para elegir quien va a mandar” o democracia “es todo el mundo decidiendo sobre todo”.
Por otro lado, aún es muy pequeño el número de personas que comprende la democracia como un pacto de convivencia basado en la aceptación de la legitimidad del otro, en la libertad y en la valorización de la opinión y en la conversación realizada en el espacio público, que tiene como objetivo resolver, pacíficamente, los dilemas de la acción colectiva de modo de privilegiar la construcción progresiva de consensos entre posiciones diferentes o conflictivas, transformando, así, enemistad política en amistad política.
Generalmente las personas tienden a creer que ‘democracia es elección’, que ‘democracia es la prevalencia de la voluntad de la mayoría’, que ‘democracia es la ley del más fuerte’ (de aquel que tiene mayoría, siendo, en el caso, más fuerte, el competidor que tiene más votos) o, aún, que ‘democracia es la regla del juego establecido para verificar quién tiene más audiencia y, así, entregar los cargos públicos representativos a quién ostenta del mayor índice de popularidad’.
En las consultas informales que he realizado en las multitudes de un curso de formación política que dirijo, a partir de 2007, para centenares de alumnos, constaté que la mayoría de los “entrevistados” no considera inaceptables afirmaciones como: ‘democracia es el régimen de la mayoría’ o democracia ‘es hacer la voluntad del pueblo’. Buena parte de esos alumnos considera que ‘los votos de la mayoría de la población están por encima de las decisiones de las instituciones democráticas (inclusive de los juicios de los tribunales) cuando tales instituciones representan sólo las minorías (o las élites)’. Una proporción no despreciable de los consultados cree que ‘para que un gobierno sea democrático basta con haber sido elegido sin fraude por la mayoría de la población’, que ‘quién tiene mayoría tiene siempre legitimidad’ o, aún, que ‘un gran líder identificado con el pueblo puede hacer más que instituciones repletas de políticos controlados por las élites’. Eso para no hablar de convicción – generalizada, si bien no siempre expresa – de que ‘no es un daelanto tener democracia si el pueblo pasa hambre’ o de que ‘no es un daelanto tener democracia política si no se reduce la desigualdad social’.
Ante este cuadro, sería poco razonable esperar que las personas comprendieran las relaciones existentes entre democracia y sustentabilidad y se comportaran de modo coincidente con tal comprensión. Pero sería demasiado esperar que, por lo menos, las personas comprendieran que la democracia es el principal valor de la vida pública y que todo –cualquier evento, cualquier propuesta – debe ser evaluada, medida y pesada, a partir de la siguiente pregunta: ¿eso ayuda o entorpece el avance del proceso de democratización de la sociedad? Si llegáramos a eso, creo que habríamos alcanzado el objetivo de la alfabetización democrática.
Las condiciones para tal cosa suceda, sin embargo, no han sido, en la historia reciente, particularmente favorables. En Brasil, en particular, no tuvimos experiencia suficiente de democracia, ni muchas oportunidades para aprender lo que es democracia. Ni la llamada derecha, ni las izquierdas que lucharon contra la dictadura militar (1964-1984) tuvieron aprendizaje de democracia. Dos generaciones enteras de brasileños (o, si quisiéramos, tres: de los nacidos entre 1945 y 1985) aprendieron que era preciso rechazar la dictadura, pero no aprendieron lo que era necesario para construir la democracia, ni aún en el sentido “débil” del concepto. Los que nacieron en las décadas de 1940 y 1950 y entraron en la universidad los años 60 y 70, fueron inducidos a rechazar el imperialismo norteamericano y a admirar la Unión Soviética, China, Albania o Cuba – pero nada de democracia. Con la caída del Muro de Berlín, en la ausencia de modelos para imitar, los que nacieron en el inicio de los años 70 y entraron en la universidad a partir de 1990 fueron "educados" para rechazar el nuevo Satán llamado neoliberalismo – pero, igualmente, nada de democracia.
Yo mismo, que combatí el régimen militar que se instaló en Brasil en 1964, no tenía la menor idea de la democracia como valor, nada sabía de sus principios y nisiquiera imaginaba sus relaciones intrínsecas con los patrones de organización en red y con los cambios sociales que hoy interpretamos como desarrollo o sustentabilidad. Si hubiéramos vencido el combate que libramos contra el régimen de los generales y coroneles que dieron el golpe de 64, probablemente no hubiéramos asistido a la transición democrática de 1984-1989 y estaríamos viviendo hoy en un régimen más autocrático que el actual (¡instalado por nosotros, incluso por mí!). Sí, es un hecho: nosotros no estábamos convertidos a la democracia.
De allí para acá, el cuadro mejoró sensiblemente. Pero los últimos años, en especial, parece estar habiendo un retroceso considerable en relación a las concepciones y a las prácticas de democracia. Eso ocurre no sólo en Brasil, sin embargo con más intensidad aún en otros países de América Latina (como Venezuela, Bolivia, el Ecuador y Nicaragua). Por otro lado, no se ve una reacción democrática proporcional a las amenazas en contra de la democracia que están en curso en el mundo actual.

Un movimiento por una Alfabetización Democrática

Ya vamos terminando la primera década de este siglo pienso que llegó el momento de iniciar un movimiento por una “alfabetización democrática”. Esa idea se me ocurrió ahora, diez años después de leer los escritos de Fritjof Capra sobre la necesidad de una “Alfabetización Ecológica”.
Según Capra (1996), en “La tela de la vida”, “reconectarse con la tela de la vida significa construir, nutrir y educar comunidades sustentables, en las cuáles podemos satisfacer nuestras aspiraciones y nuestras necesidades sin disminuir las oportunidades de las generaciones futuras. Para realizar esta tarea, podemos aprender valiosas lecciones extraídas del estudio de los ecosistemas, que son comunidades sustentables de plantas, de animales y de microorganismos. Para comprender estas lecciones, necesitamos aprender los principios básicos de la ecología. Precisamos nos tornar, por assim dizer, ecologicamente alfabetizados. Tenemos que ser, por así decirlo, ecológicamente alfabetizados. Ser ecológicamente alfabetizado o “eco-alfabetizado”, significa entender los principios de organización de las comunidades ecológicas (ecosistemas) y usar esos principios para crear comunidades humanas sustentables” (6).
Capra parece tener razón. Delante de las amenazas crecientes hacia el medio ambiente y de la acelerada destrucción de la biodiversidad del planeta y, sobre todo ahora, cara a la tragedia anunciada del calentamiento global, (casi) nadie osaría descalificar sus preocupaciones.
De hecho, sólo una década después de haber presentado la idea, se puede decir que Capra ya ha tenido éxito (por lo menos parcialmente) en su iniciativa. La idea de una alfabetización ecológica viene diseminándose en todos los lugares. De tal modo fue incorporada a la preocupación con el medio ambiente, inclusive en la educación escolar fundamental, que nuestros hijos y nietos, no raro, son los primeros a llamar nuestra atención para comportamientos, por así decir, no-sustentables desde el punto de vista ecológico o ambiental.
Sin embargo, lo mismo no ocurre en relación a otro campo de la acción colectiva que interfiere decisivamente en la sustentabilidad de las sociedades humanas: la política democrática.
Ya existen miles de organizaciones ecologistas, defensoras de la ecología, pero pueden ser contadas en los dedos organizaciones que se dediquen a divulgar y a defender la democracia (sobretodo en el sentido “fuerte” del concepto). Si existe el embrión de una educación centrada en la ecología, aún no hay nada como una educación centrada en la democracia. Los pueblos son prácticamente analfabetas (o semi-analfabetas) en lo que atañe a la comprensión de los supuestos, de los principios, del significado estratégico y del valor de la democracia. Recientes investigaciones de opinión sobre la importancia de la democracia (sobretodo en los países de América Latina, como las que se vienen siendo realizadas por el Latinobarómetro) revelan que el común de la gente no encuentra cualquier razón para afirmar que la democracia sea preferible a otros regímenes o a otros modos de regulación de conflictos.
Somos capaces de entender e intentar orientar nuestras acciones por los seis principios básicos de la ecología propuestos por Capra ‘interdependencia’, ‘reciclaje’, ‘asociación’, ‘flexibilidad’ y ‘diversidad’: y la ‘sustentabilidad’ (ambiental) como consecuencia de todos ellos – pero aún no somos capaces de elaborar la aceptación ‘de la legitimidad del otro’, la libertad ‘y la valorización de la opinión’ y el ‘ejercicio de la conversación en la plaza’ como principios capaces de orientar la regulación de los conflictos en que nos involucramos, orientándonos por ellos en nuestra práctica política cotidiana. Y, mucho menos aún, somos capaces de percibir las relaciones intrínsecas entre democracia y desarrollo o los nexos connotativos entre democracia y sustentabilidad.
Sí, desde el punto de vista de la sustentabilidad global – del medio ambiente planetario y de las sociedades humanas – democracia es tan importante como la ecología. Pero ni los propios ecologistas parecen comprender esto. Muy alfabetizados en términos ecológicos, no lo son tanto así en términos democráticos.
Voy a dar un ejemplo: mientras todos están leyendo el interesante libro de Al Gore (2006), "Una verdad inconveniente: lo que debemos saber (y hacer) sobre el calentamiento global", fui a releer el ya antiguo "Gaia: la cura para un planeta enfermo", de James Lovelock (1991, reeditado en 2004). Se trata de un texto científico (polémico, controvertido) de frontera. La tesis de Lovelock (que nada tiene a ver con el nuevo "fundamentalismo verde") es que una parte de Gaia, formulada por lo "que queda de la creación... moverá inconscientemente la propia Tierra hacia un nuevo estado, un estado en lo cual nosotros, seres humanos, podremos no ser más bienvenidos" (7).
Soy un admirador de Lovelock. Su hipótesis Gaia (en co-autoría con Lynn Margulis) –de que "la vida o la biosfera regula o mantiene el clima y la composición atmosférica en un nivel ideal para sí misma" – tiene un enorme potencial heurístico, aunque algunos hayan sacado de ella conclusiones que no pueden ser autorizadas por la ciencia (ej.. todas aquellas que atribuyen un propósito a la autorregulación planetaria). Pero aún estoy en duda sobre los juicios políticos que Lovelock deriva de una especie de determinismo biológico fatal. Es así que, en un prefacio de 2004, él hace un llamamiento a todos los ecologistas "para que depongan sus temores sin fundamento [por ejemplo, en relación al adelanto científico-técnico en la sintetización de alimentos o en la utilización de la energía nuclear] y su obsesión en relación a los derechos humanos". Esa es una conclusión, digamos, como mínimo temeraria, en un tipo de civilización como la que vivimos. "Seamos lo bastante corajudos [exhorta Lovelock] para reconocer que la verdadera amenaza provienen de los daños que causamos al ser vivo que es la Tierra, de la cual formamos parte, y que es realmente nuestro hogar" (8).
Sí, pero esa no es la única "verdadera amenaza"; estamos ante varias otras amenazas, que no pueden ser consideradas como no tan verdaderas.
Lovelock adhiere a las palabras de su científico en jefe, Sir David King, que declaró, al inicio de 2004, en Estados Unidos, "que el calentamiento global es una amenaza mayor que el terrorismo". Tal vez hasta sea, pero eso no puede desviar nuestra atención de las amenazas a la democracia y al desarrollo humano y social sustentable que son tan verdaderas y tan presentes como la amenaza del calentamiento del planeta.
No es una cuestión de comparar los riesgos. Está claro que la desaparición de la especie humana anulará todas las preocupaciones humanas. Pero en cierto modo, algún día, nuestra especie desaparecerá: por lo menos en este planeta, con la extinción del sol; o en este universo, con el Big Crunch. Sin embargo, pienso que estamos construyendo otro mundo, un mundo humano, que tiene como base el mundo natural (Gaia, en la visión de Lovelock) pero que no es consecuencia del mundo natural. La tentativa humana de humanizar el mundo (o de humanizar la "alma del mundo" por medio del ‘social’) es una especie de segunda creación... Para quien piensa así, la vida es un valor principal, pero no el único: los patrones de convivencia social, además de la vida (biológica), también constituyen valores inegociables, quiero decir, valores que no pueden ser intercambiados por el primero.
En otras palabras, no podemos olvidar todo - sobre todo la democracia y el desarrollo humano y social - para que nos concentremos ahora solamente en la tentativa de retardar la desaparición biológica de la especie. No vale estar a salvo de la destrucción prematura para vivir en un mundo deshumanizante, en que las sociedades humanas –que tienen lo más prometedor en: su capacidad de humanizar el mundo – no serán sustentables. Así, pienso que tenemos que cuidarnos de las dos cosas, simultáneamente.
Ocurre que no cuidamos suficientemente de la democracia. Antes de cualquier cosa porque continuamos analfabetos en términos democráticos. Entonces este “Alfabetización Democrática” es sobre eso: sobre la necesidad de comprender mejor la democracia para cuidar mejor de la democracia.

Augusto de Franco, Inverno de 2007.

Notas
(1) Cf. Dewey, John (1939). “Creative Democracy: the task before us”in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998.
(2) Cf. Dewey, John (1927). The Public and its Problems. Chicago: Gataway Books, 1946 (existe edición en español: La opinión pública y sus problemas. Madrid: Morata, 2004).
(3) CF. Dewey, John (1937). “Democracy is radical” in The Essential Dewey: Vol. 1 – Pragmatism, Education, Democracy. Indianapolis: Indiana University Press, 1998.
(4) Cf. Sen, Amartya (1999). “Democracy as a Universal Value”, Journal of Democracy: 10 (3); pp. 3-17.
(5) Según las estimataciones de Robert Dahl (1998), en 1860, del total de los 37 países sólo uno era democrático, mientras, en 1995, de 192 países, 65 podrían ser considerados democráticos (tomándose sobre todo el criterio de la existencia de sufragio masculino o sufragio pleno). En términos porcentuales, saltamos del 2,4% para un 33,8%. Pero tal crecimiento no fue siempre lineal. De 1860 al 1990, contando por décadas, el número de países democráticos (según el criterio “débil”) aumentó, en el periodo de un siglo y medio, según la progresión: 1: 2: 3: 4: 6: 8: 15: 22: 19: 25: 36: 40: 37: 65. Nótese que hubo regresión del número absoluto de democracias como regímenes electorales, en la década de 1940 en relación a la década de 1930 y en la década de 1980 en relación a la década de 1970. Pero en términos de porcentajes, en relación al número total de países, podríamos establecer una relación, a partir de la tabla de Dahl, como la siguiente: 1860 (un 2,7%); 1870 (un 5,1%); 1880 (un 7,3%); 1890 (un 9,5%); 1900 (un 13,9%); 1910 (un 16,7%); 1920 (un 29,4%); 1930 (un 34,4%); 1940 (un 29,2%); 1950 (un 33,3%); 1960 (un 41,4%); 1970 (un 33,6%); 1980 (un 30,6%); 1990 (un 33,8%). Nada de eso, sin embargo, es muy revelador, sobre todo por cuanto la creación de nuevos países se dio, en general, por motivos que no tienen necesariamente a ver con la expansión de las democracias en el mundo. De cualquier modo, a mediados de los años 90 del siglo pasado estábamos, en términos porcentuales, en la misma situación (en la verdad un poco abajo) de aquella que fue alcanzada los años 30 (que sólo fue superada los años 60, inmediatamente seguida, sin embargo, de una fuerte regresión). Pero si hubo algo como una ola mundial de democratización el siglo 20, sus mayores saltos ocurrieron en las tres primeras décadas (sobretodo en la década de 1920 en relación a la década de 1910), en el pasaje de los años 50 a los años 60 y en la década de 1990. Cabe notar que hubo fuerte regresión porcentual (tasas negativas relativas) en la década de 1940 en relación a la década de 1930, en la década de 1970 en relación a la década de 1960 (la mayor de todas) y en la década de 1980 en relación a la de 1970. Cf. Dahl, Robert (1998). Sobre la democracia. Brasilia: Editora Universidad de Brasilia, 2001.
(6) Cf. Capra, Fritjof (2002). Las conexiones ocultas. São Paulo: Cultrix/Amana-Key, 2002.
(7) Cf. Lovelock, James (1991). Gaia: cura para un planeta enfermo. São Paulo: Cultrix, 2006.
(8) Ídem.

1 comentario:

The Maldito Roedor dijo...

Uf! Añado tu blog a mi lista de preferidos! Espero que entréis en el mío, recién resucitado desde su época pionera en elmundo digital: malditoroedor.blogspot.com . Ahí el 'pretexto' es la política y lo que realmente me emociona es rescatar rock clásico de los '60-70. Espero que os guste y agradeceré críticas constructivas y destructivas.